"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo cuarto: UN GRAN DESTACAMENTO parte 5 de 13

Es desagradable recordarlo, pero hubo casos en que ciertos com­batientes nuestros se llevaron un lechón o un ternero de alguna casa campesina. Ello ocurrió por primera vez en febrero de 1942. Y lo peor de todo fue que los merodeadores encontraron defensores. “¿Qué hay en eso de particular? —decían los tales abogados—. Los muchachos pasan hambre. ¡Qué más da que sean los alemanes o los guerrilleros los que se lleven la vaca!

En ese “¡qué más da!” residía el peligro principal. Uno de los antiguos amigos de Bessarab, Yan Polianski, era el portavoz de tales opiniones amorales. Mandaba una sección. Sucedió que uno de sus combatientes robó un lechón a una vieja. Yo exigí que descubrie­ran al culpable. Los compañeros con quienes el ladrón había com­partido el botín, impulsados por una falsa solidaridad, decidieron encubrir el delito. Llamé a Polianski.

¡Destituidme, castigadme como queráis, pero no lo diré!

Fue destituido y lo pusimos de combatiente raso. Pero los com­batientes de la sección consideraban que “había sido castigado por defender una causa justa”.

Solamente dos semanas más tarde, cuando al propio Polianski le cogieron con las manos en la masa, comprendieron los combatien­tes que su ex jefe los conducía por un camino espantoso.

Naturalmente, había que fusilarlo. Tenía ya preparada la orden: fusilarlo ante la formación. Pero el propio Polianski se suicidó.

De todos modos, al cabo de un tiempo tuvimos que fusilar ante la formación a dos más de su sección.

Cualquier actitud transigente ante el delito o falta de principios siempre da lugar a nuevos casos delictivos.

Estaba claro que solamente un trabajo de educación política bien organizado y no los fusilamientos podían inculcar en los com­batientes la repulsión tanto hacia los merodeadores como hacia quienes les encubrían.

El Comité Regional tomó la decisión de reforzar el trabajo educativo en el destacamento, sobre todo entre los nuevos guerrille­ros. En invierno, entre las profundas nieves del bosque de Elino, comenzó a parecer semanalmente nuestra hoja impresa de combate

¡Muerte a los invasores alemanes! “ Tres veces al mes, como mínimo, en cada compañía se hacía un periódico mural.

Estoy seguro de que al lector el hecho de que editáramos un periódico mural le parecerá carente de todo interés: “ ¡Vaya una cosa! ¿Dónde no tenemos periódicos murales? Los hay en cual­quier koljós, café y, claro está, en cada compañía del Ejército Soviético”.

Pero imagínese eL lector por un minuto que vive en una aldea tomada por los fascistas, que día tras día se mofan de él bravucones con la svástica en la manga, y que el stárosta traidor y los policías vigilan literalmente cada uno de sus pasos, cada una de sus palabras. Que le ordenan olvidar para siempre el Poder soviético y el orden por él establecido. Pero llega un buen día en que consigue escapar. Va al bosque, en busca de los guerrilleros, se hiela, se hunde en los montones de nieve, se esconde detrás de cada árbol. Por fin, unos hombres con cintas rojas en los gorros le conducen a una plazoleta apisonada por centenares de pies. Y en esa plazoleta distingue inmediatamente una tabla clavada a un árbol y cubierta por una gran hoja de papel pintada con lápices de colores, ¡Un periódico mural! ¡Un fragmento modesto, habitual de vida soviética! Y el hombre comprende en el acto que ha llegado a su casa, a tierra soviética. Se da cuenta en seguida que el modo de vida aquí también es soviético y hay que atenerse a él.

La salida de los primeros periódicos murales produjo enorme impresión en nuestros combatientes. Después, los acogían con mayor tranquilidad, pero, sin embargo, esperaban con impaciencia cada número, escribían activamente y tenían mucho miedo a ser el tema de la caricatura. Más tarde, cercana ya la primavera, tuvimos además un periódico vivo que no dejaba en paz a los vagos, cobar­des y aficionados a medrar a costa del prójimo. Los confeccionaban nuestros actores, poetas y periodistas, y era como el programa, chispeante y cautivador, de un buen teatro de variedades.

* * *

Uno de los temas principales de nuestros propagandistas y agita­dores era la diferencia entre la guerra imperialista que llevaban a cabo nuestros enemigos y la guerra de liberación que realizábamos nosotros.

Me acuerdo que en el periódico mural se publicó una carta que se encontró a un oficial alemán apresado por los exploradores.

Alguno de nuestros dibujantes puso a esta carta un título escrito con letras gruesas de color verde:

 

¡ MATALO!

 

El título hacía referencia a los nazis en general, claro. Casi siempre el soldado hitleriano y, en la misma medida, el oficial sobre el que disparaba y lanzaba una granada el guerrillero era para noso­tros un ser sin rostro. Era simplemente un “Fritz” y nada más. Odiábamos a cada uno de los ocupantes. Todos los crímenes del nazismo, todos los horrores sufridos por nuestra Patria y por nues­tros seres queridos y por cada uno de nosotros los lanzábamos sobre el alemán al que estábamos disparando.

Pero en esta ocasión agarramos un ejemplar especial.

Nuestros exploradores lo apresaron en la carretera Gómel —Chernígov. A pesar de que sólo fuera un teniente y además con galones de intendencia, los muchachos se olieron en seguida que habían pescado un pájaro de altos vuelos.

El teniente se distinguía de los tenientes alemanes normales por su ropa, los gestos y por su enorme cobardía. Llevaba una chaqueta y unos pantalones completamente nuevos hechos a medida por un buen sastre. Contraviniendo las reglas, sobre la chaqueta llevaba un abrigo largo de piel con un cuello de castor. Olía a un kilómetro a perfume. Bajo la chaqueta descubrimos una ropa fina de seda con etiqueta francesa.

Se trataba de un hombre de pequeña estatura, pelo ralo, de unos cuarenta y cinco años. Llevaba bigote corto, gafas de oro y una sonrisa helada. Tenía tantas ganas de vivir que se adelantaba a las preguntas. Era muy habitual que después de diez o quince minutos casi todos los prisioneros alemanes nos dijeran que Hitler era un canalla. Pero este pájaro no se hizo de rogar. Al instante nos decla­ró que los rusos eran unos buenos tipos y Hitler, Goering, Ribbentrop y toda su banda hacía tiempo que estaban condenados a desa­parecer, así como era inevitable la derrota de Alemania. “Créanme, yo lo sé bien, yo mismo noto en mí el olor de putrefacción”. Contestaba solícito a todas las preguntas, pero se esforzaba tanto en complacemos que era imposible creerlo.

Cuando el traductor extrajo de su enorme cartera una gruesa carta ya sellada dirigida a Berlín, el teniente se arrugó como si esperara un golpe. Pero la carta no contenía ningún secreto militar. El teniente escribía a su suegro.

Hay que señalar a propósito que el teniente no fue apresado durante un combate. Viajaba en un coche de turismo, lo acompaña­ban un alemán de civil y un ordenanza. El coche resbaló y se salió de la carretera quedándose atascado en la nieve. Los acompañantes del teniente y el chófer salieron para sacar el coche. Y en ese instante les alcanzaron las balas de los guerrilleros. Sólo quedó vivo el teniente.

Por el camino al campamento informé a los exploradores en un ruso bastante comprensible que no servía en el ejército. Y en el Estado Mayor repitió:

— Soy un comerciante, represento a grupos comerciales. ¿Lo entienden? Soy un hombre de paz. No tengo cargo militar. El informe es sólo una forma de trasladarme más cómodamente por las zonas del frente. Soy representante de una gran firma comercial. Mi tarea consiste en establecer los contactos comerciales en los países ocupados, si quieren una exploración comercial.

Vuelvo a mencionar que la carta era para su suegro, un propieta­rio de cierta firma comercial. Al parecer, nuestro prisionero tam­bién pertenecía a ella. En la carta daba cuenta de su labor al jefe y cabeza de familia, le informaba de las novedades en tierras ocupadas, le transmitía sus impresiones, ideas, consideraciones y proyec­tos comerciales. Pero lo más importante era su sinceridad pues parecía no hacer caso de la censura militar.

“Después de pasar tres meses en Ucrania —escribía el teniente—, por fin he comprendido que en este país la experiencia humana y la mía profesional no tienen ninguna importancia. Esto lo reconocen todas las personas que piensan. Los oficiales también. Me refiero a los oficiales nazis, hombres del presente que comprenden que la guerra y el beneficio propio son algo inseparable.

Lo primero que me ha asombrado es la ausencia de confort. En las grandes ciudades, particularmente en la capital de Ucrania, Kíev, me paré en hoteles de primera clase. Allí encontré habitacio­nes aceptables, bien amuebladas. Había en ellas alfombras, arañas, vajilla cara. Pero el confort lo hacen los hombres. En este país el rico puede hundirse en la desesperación. Aquí no hay personas que puedan darte confort, no hay un servicio esmerado. En Francia y en nuestro Berlín, los mejores lacayos son rusos blancos emigrados. Pero aquellos que nuestro ejército se ha traído no se dedican a ese servicio.

Aquí todo es absurdo. Para aclararse todo lo que pasa hay que andar cabeza abajo. En Francia, Bélgica, en Polonia, a los dos días de que pasara por ahí el ejército se podría encontrar personas eficientes: comerciantes inteligentes y diestros que comprendían que el tiempo es oro y el capital no puede estar parado. El francés, el belga, el noruego y el polaco pueden ser patriotas de corazón y hasta odiarme como alemán; pero si es un comerciante, un ban­quero o incluso un simple funcionario, siempre podremos encon­trar un lenguaje común.

Yo le hago tanta falta como él a mí. Yo le propongo una partida de mercería. Me preocupo del transporte ferroviario. Le pregunto qué es lo que puede ofrecer a mi compañía. El me ofrece lana, o mantequilla o, finalmente, como sucedió a nuestro colega en Atenas, propone participar en la organización de casas públicas para los soldados.

En Rusia no proponen nada. No encuentro a comerciantes, no veo fabricantes, ni siquiera funcionarios que tengan relaciones comerciales. Y no puedo vender mis artículos de mercería. No hay agentes. ¡Es algo inaudito! No he encontrado ni un mayorista ruso, ni una persona con algún capital. En tres meses no me he encontrado con ningún ruso decente, una persona a la cual nuestra firma pudiera abrir un crédito. La administración rusa o, como aquí consideran necesario denominar, ucraniana, es decir la gente que nuestros militares han incorporado a la dirección civil, ¡son todos sin excepción unos cerdos!

Se trata de criminales, bandidos vueltos de la deportación o liberados de las cárceles. Todos o casi todos dicen que en el pasado fueron ricos. Algunos se llaman nobles. Pero sólo los más viejos saben morder la punta del puro. Los demás se meten sin más el cigarro en la boca, causándome gran regocijo el que no puedan encenderlo. Ninguno de ellos está en condiciones de recibir a una persona decente en su casa. No tienen casas. Se. trata de una piara hambrienta de la cual el ochenta por ciento son alcohólicos. Huelen muy mal, llevan ropa de algodón y calcetines de hilo”.

El teniente comerciante escribía a su suegro otras muchas cosas más sobre diverso tipo de traidores, desde el stárosta de aldea hasta el pretendiente al cargo de gobernador. Se reía de ellos con maldad como un conocedor del tema. Difícilmente sabiendo lo que hacía, ofrecía unas valoraciones sociales y d e o 1 a s e de la situación con la que se había encontrado en las zonas ocupadas de nuestro país. Tales observaciones daban al suegro —un burgués alemán— y a los dirigentes de su partido un rico material para las más penosas conclusiones. Y nosotros, inesperadamente, obtuvimos la confirmación indirecta de la asombrosa fuerza de resistencia de nuestro régimen. Las fuerzas que se derivaban de las colosales transformaciones económicas y sociales producidas en los veinticuatro años de construcción del socialismo.

El teniente escribía sobre las dificultades que experimentaban los comisionados alemanes para organizar la producción agrícola, prepararse para la siembra de primavera, organizar el envío sistemá­tico de productos a la metrópoli. Este teniente comerciante se había encontrado con decenas de Landwirtschaftsführer, Kreisland­wirt, etc. Se entrevisté con “terratenientes” y kulaks a los que los alemanes les devolvieron sus tierras. Pero las conclusiones que hacía eran penosas:

“Hemos organizado ficheros en Gebietskommendatur. Esto puede ser que sea bueno. Así habrá orden. Todo se contabiliza: las casas, las vacas, los tractores medio deshechos, los niños y las niñas, los gansos y las gallinas. Pero no hay nada que dure dos días. Las casas arden, los viejos y los niños se mueren de hambre y bajo nuestras bombas. Usted se preguntará: ¿por qué a cientos de kiló­metros del frente explotan nuestras bombas? Créame, es necesario. Estas aldeas sirven de excelentes objetivos para nuestros jóvenes pilotos. Y cuantas más madrigueras de resistencia se destruyan, mejor. Los gansos, gallinas y cerdos son cada vez más escasos. Se los comen nuestros oficiales, soldados y funcionarios; también yo me los como cada día. La carne de las vacas se destina al ejército. La población mata su ganado para que no nos lo llevemos nosotros y lo entrega a los guerrilleros. Así que ya ve: el cálculo se marcha al demonio.

Con todo el respeto que siento por el orden, tengo una visión bastante amplia para no disgustarme mucho por un mal balance. Con tales deficiencias se puede luchar por la vía administrativa. Y al cabo de un año se arreglarla la producción. Pero no saldrá nada de eso, absolutamente nada. Usted ya sabe por qué Rosemberg se ha negado a introducir el orden capitalista en las aldeas ucranianas y bielorrusas. Nosotros en un principio prometimos entregar la tierra. En todas nuestras octavillas asegurábamos. que daríamos tierras a cada campesino. Estor no se puede hacer. No existen gran­des productores de trigo, ganado, aves. No hay terratenientes, no hay granjeros ricos, kulaks en su jerga. Imagínese qué aparato enorme, monstruoso y pesado debe mantener el imperio para recoger el trigo a millones de pequeños propietarios. Así que se han dejado los koljoses. Se les ha cambiado sólo el nombre. Pero en la aldea sigue el mismo trabajo colectivo de antes y, por consiguiente, el Continuo contacto entre las masas, la agitación guerrillera”.

¡Oh, estos guerrilleros! —escribía en otro lugar—. Usted pre­gunta: ¿Cómo puede ser que todavía no los haya pacificado nuestro valeroso ejército? Y yo le digo: ¡son cada vez más! Y no porque robemos. Robamos en todas partes. No podemos dejar de hacerlo. ¿Para qué ha ido a luchar entonces el soldado? No, el drama está en que entre el pueblo no hemos encontrado a personas de autori­dad con las que se puede dialogar. Siempre es la misma canción. En otros países encontramos un lenguaje común con los propietarios y éstos nos entregan parte de sus dividendos. ¿No es cierto que es simple?

En Francia y Bélgica, en Holanda y Escandinavia mantenemos a la cabeza de los gobiernos a políticos conocidos por los habitantes. Los diputados y los anteriores ministros convencen al pueblo para que nos obedezcan. Pero, imagínese que en Francia en el poder estuvieran los comunistas, estos políticos sin propiedades, ¿acaso podríamos incorporarlos a la gestión del territorio? ¿Cree usted que aceptarían trabajar para nosotros?

 

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