"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo cuarto: UN GRAN DESTACAMENTO parte 7 de 13

Recibimos muchos buenos regalos. Entre ellos, dos modernísi­mas emisoras de radio con sus acumuladores, tres ametralladoras pesadas y ocho fusiles ametralladores, varios fusiles antitanque y unos diez automáticos.

Cuando los guerrilleros supieron que los envíos de víveres y de ropa prevalecían, refunfuñaron un poco. Comprendíamos perfecta­mente que la retaguardia soviética no recibía, ni mucho menos, todo lo que se nos enviaba como regalo. Y nos enviaban auténtico salchichón ahumado de Moscú, caviar negro, frutas en conserva y excelentes cigarrillos. Claro está que nosotros no habríamos protes­tado si nos hubiesen mandado “majorka”* ¿tanto más cuando ésta ocupa menos lugar. ¿Qué falta nos hacían aquellas cajetillas? Aunque debo decir que más tarde nos hicieron un buen servicio y, por extraño que parezca, con fines de propaganda.

Cierta vez, durante una marcha, entramos en una aldea descono­cida; los viejos me rodearon; abrí ante ellos una cajetilla de “Kazbek”. La impresión que produjo fue enorme. Dejé que pasara de mano en mano, y todos vieron en ella el circulito con la marca “Yaya, Moscú”.

— ¡Ah! ¿Entonces es verdad que tenéis comunicación con Moscú?

Al campesino una prueba le convence más que mil palabras.

De todos los regalos recibidos en aquella ocasión, los que más nos alegraron fueron cinco cajas de trilita y tres paquetes de perió­dicos moscovitas.

Eran de aquel mismo día, aunque no, los periódicos eran del ‘11 de febrero, y los desplegamos a las cinco de la madrugada del 12 de febrero. Pero como aquella noche en el campamento no dormía nadie, parecíanos que continuaba aquel día lleno de emociones. El espectáculo, en efecto, era realmente fantástico. En un bosque muy alejado de Moscú, leíamos un número reciente de la Pravda. Hasta en Chernígov, en tiempos de paz, era raro que recibiésemos los periódicos centrales con tanta rapidez. Y eso que Pravda e Izvestia se imprimían entonces por matrices, llevadas a Kíev en avión... Hacía ya más de seis meses que no había visto periódico alguno, y por eso no pude separarme de ellos hasta que no me los hube leído de cabo a rabo...

El campamento guerrillero se convirtió en una enorme sala de lectura. Pero se dio una orden rigurosa: ni un periódico para liar pitillos. Al día siguiente, de los cuatrocientos ejemplares de perió­dicos centrales que recibimos, ordené enviar trescientos cincuenta a los distritos. Catorce enlaces marcharon con una tirada especial de octavillas, dedicadas al establecimiento de la comunicación por aire con el frente, y con el material explosivo más fuerte: nuestros periódicos bolcheviques.

Y el otro material explosivo —la trilita— nos permitió comenzar a preparar importantes operaciones de voladura de vías férreas. Creamos una unidad especial, la sección de minadores, cuyos com­batientes salieron poco después a la línea férrea Gómel — Briansk.

* * *

Los alemanes seguían concentrando tropas en las cercanías del lugar donde estábamos acampados. En trenes y camiones, unidades alemanas y magiares partían apresuradamente de Novo-zíbkov, Gómel, Bajmach y Chernígov. Nuestros exploradores nos comuni­caron que los recién llegados no se detenían mucho tiempo en Schorsk, Nóvgorod-Séverski y Koriukovka. Después de descansar un día, eran enviados inmediatamente a las aldeas próximas a noso­tros.

No era difícil adivinar que se estaba preparando una enérgica ofensiva.

A propuesta de Rvánov, decidimos emplear la siguiente táctica: batir al enemigo por separado, atacar fundamentalmente las unida­des recién llegadas que no habían tenido aún tiempo de adaptarse al medio.

En la noche del 8 de marzo aniquilamos a la guarnición de policías de Guta Studenétskaia, una aldea grande, situada a seis kilómetros de nuestro bosque. En aquel combate fue capturado y ejecutado Moroz, jefe de policía del distrito de Koriukovka. En sus documentos hallamos las instrucciones de un mayor alemán. En esas instrucciones se indicaba que las unidades policíacas debían actuar bajo el mando del jefe del batallón de magiares, teniente Kémeri, cuyo Estado Mayor se instalaría en la aldea de Ivánovka. Nuestros exploradores se dirigieron inmediatamente allí. A su regreso, comunicaron que en Ivánovka había no menos de doscien­tos magiares y otros tantos policías.

El 9 y el 10 de marzo, un avión alemán de reconocimiento no hacía más que dar vueltas y más vueltas sobre nuestro campa­mento. Prohibí que se encendiesen hogueras y estufas.

El 11 de marzo, a eso de las cuatro de la madrugada, tres compa­ñías nuestras, al mando de Popudrenko, dejaron sus trineos a unos siete kilómetros de Ivánovka. Desde allí, continuaron a pie por entre la profunda nieve. La mayoría tuvo que hacer la caminata con nieve hasta el pecho; faltaban esquís. Pero todas las dificulta­des se vieron recompensadas con largueza. Los guerrilleros sorpren­dieron desprevenidos a los magiares. Solamente cuarenta minutos después, el enemigo comenzó a ofrecer una verdadera resistencia.

El combate fue muy duro. El enemigo tenía, por lo menos, seis ametralladoras pesadas, dos cañones de pequeño calibre y varios morteros. Por añadidura, el enemigo tenía muchos más automáti­cos. Cuando el combate finalizaba ya, los magiares consiguieron que les enviasen aviones y refuerzos desde Schorsk.

Los refuerzos sufrieron también duro castigo. Magiares y poli­cías pusieron pies en polvorosa. Nos apoderamos dé toda la aldea de Ivánovka y capturamos un gran botín: cuatro ametralladoras pesadas, ocho fusiles ametralladores, veinte mil cartuchos, muchos víveres y más de ciento cincuenta mantas de lana, cosa que nos hacía muchísima falta.

En calles y casas, contamos ciento cincuenta y tres soldados y policías muertos.

Nuestras bajas fueron once hombres. En aquel combate pereció Gromenko, jefe de la primera compañía.

Lo mataron, cuando lanzaba su compañía al ataque. Una bala le perforé la frente. Cayó de bruces sobre la nieve.

Lisenko, delegado político de la compañía, asumió el mando y llevó a los combatientes hacía adelante. La compañía cumplió con brillantez su tarea.

En la noche del II de marzo enterramos a nuestros compañeros de combate.

El féretro con el cuerpo de Sidor Románovich Gromenko fue envuelto en seda de paracaídas. Antorchas de brea iluminaban el bosque. Los miembros del Comité Regional y todos los jefes se turnaban en la guardia de honor.

Cuando terminaron los discursos dedicados a relatar las hazañas de los compañeros caídos, sobre la abierta fosa común resonaron varias salvas, de cuatrocientos fusiles.

A continuación, los combatientes regresaron a sus refugios, y un silencio insólito se apoderó del bosque guerrillero. Después de las largas horas del combate y de la fatigosa caminata, los hombres estaban muy cansados. Mas, a pesar del cansancio, tardaron mucho en dormirse. Acostados meditaban, compartían entre susurros sus pensamientos, se contaban lo que recordaban de los caídos en el combate.

En los refugios de la compañía que mandara Gromenko se per­cibía aún más la tristeza solemne que embargaba a todos los com­batientes. Las mujeres podían desahogarse con el llanto. En los rostros de muchos combatientes —tanto jóvenes como viejos— advertíase la perplejidad y hasta una cierta turbación. Cuando cae un jefe querido por todos, justo, valeroso, es difícil creer del todo en su muerte. Su inteligencia y valor parecen hacerle invulnerable. También parece que por sus méritos tendría que premiársele, si no con la inmortalidad, al menos con una larga vida.

Popudrenko, Yariómenko, Druzhinin, Rvánov y yo entramos en el refugio donde había vivido Gromenko. Teníamos que recoger y examinar sus documentos. Pero, a decir verdad, queríamos simple­mente imaginarnos a Gromenko vivo, rodeado de sus combatientes, ver una vez más aquel pequeño rincón que le perteneciera personal­mente.

En el refugio, destinado a cuarenta personas, a un paso de los camastros comunes, velase un catre toscamente construido. Una de sus esquinas estaba mal aserrada. Sobre la cabecera, asomaba el redondo borde de un canto gris.

Al lado del canto, salía de la tierra una raíz de pino que, aunque tenía cortadas sus puntas y había sido limpiada, continuaba vivien­do. Se bifurcaba y se torcía hacia arriba semejando el cuerno de un reno. Popudrenko recordó que Gromenko le había contado que la raíz seguía creciendo y que en dos meses había aumentado en cinco centímetros.

De la raíz pendía la cartera de campaña y la gorra gris de verano que Gromenko llevara en Chernígov, cuando aún trabajaba de encargado de la estación de control de semillas.

En lugar de almohada, había en el catre varios libros, cubiertos por una guerrera limpia, pero sin planchar. Un trozo de paño negro hacía las veces de manta. Sobre él vimos una jabonera de pasta, olvidada en la premura de la marcha al combate. Además de unas cuantas briznas de tabaco, habla dentro de ella un trozo de lima, un pedazo de trapo chamuscado, muy retorcido, y un fragmento de cuarzo: conocidos enseres para obtener fuego.

Aquellos eran todos los bienes del agrónomo Sídor Románovich Gromenko, convertido en jefe guerrillero durante la guerra.

En la cartera de campaña encontramos un cuaderno, a medio llenar, con breves anotaciones hechas a lápiz, la fotografía de su mujer y, cuidadosamente doblado, el número de Pravda del 4 de julio de 1941.

De regreso, en el refugio del Estado Mayor, examinamos los libros dejados por Gromenko. Eran unos diez, de todo tipo. Reco­gidos después de algún combate, encontrados en casas destrozadas. Un segundo tomo de La Guerra y la Paz, un manual de apicultura, La Derrota de Fadéiev y una guía... A Gromenko le gustaba leer. En las aldeas, durante las operaciones guerrilleras, él mismo se dedicaba a buscar libros. También pedía a los compañeros que si encontraban algo se lo hicieran llegar sin falta.

En el cuaderno había esbozos de las charlas que Gromenko daba a sus combatientes, esquemas de operaciones ya realizadas y anota­ciones personales hechas visiblemente a toda prisa. Al instante, recordé mis antiguas conversaciones con Gromenko y sus vacilacio­nes. La primera vez que le vi, me pareció que no tenía nada de guerrillero y decidí que nunca saldría de él un verdadero jefe.

Debo confesar que estaba equivocado.

Y en efecto, Gromenko no tenía aire alguno de guerrillero en el sentido que dábamos a este término en los primeros días. Conocía­mos a los guerrilleros por los libros. Y sólo los mayores tenían idea por experiencia propia. Pero cada época crea su tipo de comba­tiente.

Gromenko era un jefe de tipo medio, muy valiente, decidido y capaz. Pero no se trataba sólo de eso; no era por ello por lo que se distinguía de los jefes guerrilleros del pasado.

Sídor Románovich no era guerrillero ni jefe militar por voca­ción. Era agrónomo: un constructor de la vida. No fue la guerra la que le destacó ni la que descubrió sus cualidades.

Gromenko fue sustituido por un maestro que había estado al frente de la Sección Regional de Instrucción Pública. El jefe de fa segunda compañía era ex director de una escuela y maestro de historia de profesión. La tercera compañía estaba al mando del presidente de un koljós, y la cuarta, del secretario de un Comité de Distrito. Todos aquellos hombres habían aprendido a soportar privaciones, a mandar, a batir a los alemanes. Al igual que Gromen­ko, todos ellos se habían visto precisados a luchar por necesidad. Se convirtieron en buenos jefes guerrilleros porque comprendían pro­fundamente esa necesidad de luchar. Pero, naturalmente, todos ellos hubieran preferido un trabajo fecundo y pacífico.

He aquí algunas anotaciones del cuaderno de Gromenko. He elegido las que, a mi parecer, pueden dar una idea aproximada de su carácter:

 

14 de diciembre. Hemos estado interrogando a un alemán. Dice: Kamerad. Afirma que es obrero, y además metalúrgico. Muestra las manos. Es cierto. Tiene callos negros. Pero en mi corazón no hay ni pizca de lástima hacia él. Grita: Thaelmann, kommunístische, Karl Marx. Le pregunto, por mediación del traductor: “¿Por qué, pues, has traicionado a Thaelmann? Me responde que no podía obrar de otro modo, que fue obligado. Le pregunto: “¿Qué vas a hacer si te dejamos en libertad?” Responde que preparará la revolución. Y bajo la nariz, lleva un bigotillo hitleriano...

 

19 de diciembre. Me han llamado al Comité Regional. El rapa­polvo que me han echado ha sido tal, que entré en calor, aunque la helada era de más de veinte grados. Primero la emprendió conmigo Nikolái Nikítich. Llegó incluso a chillarme. Pero no me asustan sus gritos. Es un hombre buenísimo. Creo que sólo un enemigo puede temerle. Después de gritar, sonríe siempre. Se le pasa pronto. La gente le quiere. Y yo también. Se ha metido conmigo porque no quiero abandonar el bosque de Reimentárovka: “¿Tú qué te has creído, que vamos a andar haciéndote carantoñas? Ya le oís: dice que tiene una opinión personal. ¡Vaya con el jurado que nos ha salido! ... ¿No te ha dado orden Rvánov de que te prepares para la marcha? ¿Por qué te haces el remolón? Yo seguía en mis trece y dije que no me iría. Fiódorov me miró con sus ojazos y dijo: “Tú no quieres irte, porque tienes la familia cerca de aquí, ¿no es eso? Mire, camarada Gromenko, no trate de disimular sus razones intimas con otros argumentos. Tenga en cuenta que, por ese camino, se puede acabar saliendo de las filas del Partido”. Y yo, naturalmente, me rendí.

¿Por qué motivo? ¿Es que me asusté de Fiódorov? En aquel momento, ni yo mismo me daba cuenta de que precisamente la proximidad de la familia hacía que yo no quisiese marcharme. Me lo explicaba de otro modo. Pero en mi fuero interno se ocultaba el pensamiento de que había que ir a ver a la familia alguna vez que otra. Fiódorov tenía razón. No hay nada que hacer. El diagnóstico ha sido certero. Después de lo ocurrido en el Comité Regional, se me ha acercado un sabiondo y me ha dicho muy quedo: “¿Qué te importa que te expulsen del Partido?. Ellos perderán más. Tu sec­ción es una de las mejores. Los muchachos te seguirán. Harás lo que te venga en gana...” Le he puesto de vuelta y media. No sé cómo no le he pegado. Y que el Comité Regional haga las deducciones de tipo organizativo.

 

9 de enero. Hoy hemos batido a los policías de Pogoreltsi. Es la segunda vez que atacamos esta aldea. La población nos ha recibido como si fuéramos de la familia. En la casa donde vivía el jefe de la sección de policías, el techo estaba lleno de impactos. Pregunté a la dueña de la casa: “Abuelita, ¿qué tal son esos policías?” Movió los labios y me respondió: “Unos anticristos, unos golfos, que se han bebido la conciencia y se han olvidado de Dios. Mira lo que se le ha ocurrido hacer a mi Nikitka...” Y me mostró un icono atravesado por las balas. Le pregunté: “¿Ese Nikitka era pariente tuyo? Lo hemos fusilado, abuelita”, “A tal vida, tal muerte. Venía a ser mi nieto...” — “Entonces, reniegas de él, ¿no es así, abuelita?” La vieja me miró seriamente y respondió: “Lo he maldecido. Era así de chiquitín y ya decía palabrotas. De la escuela lo echaron al canalla, del Komsomol fue expulsado. En el koljós era el último de los vagos. Sólo en la taberna tenía vara alta”.

Le dije: “Usted, abuelita, no hace más que mentar a Dios. Pero tampoco yo creo en Dios. Los comunistas y los komsomoles no creen en Dios”. — “ ¡Quién no lo sabe! Pero reconocéis a las personas. Hay que ver lo bien que habla con una vieja. ¡Cuánto os hemos esperado, cuánto! Siéntese, pruebe el queso, haga el favor...”

*    Majorka: clase de tabaco campesino barato y fuerte N. del Trad.)

 

 

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