"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo cuarto: UN GRAN DESTACAMENTO parte 4 de 13

Y así es como subieron a un barco. Onischenko buscaba el curso. El río estaba lleno de bancos de arena. El capitán gritó una vez: “Pásame el “pino” vamos a empujar el barco”. Mitkó no sabia que era eso del “pino”. Los pinos y los abetos están en el bosque, pero, ¿cómo conseguirlos aquí? Se fue corriendo a ver a Onis­chenko. Y éste le dijo: “Toma una pértiga, están en cubierta, ve de prisa. Si no entiendes las órdenes enseguida se darán cuenta de que eres un marino de paja. Y Mitkó le contestó asustado: “No entien­do nada, que si pinos, que si pértigas, que si paja”.

Sea como sea, el barco llegó hasta Pirogovka. El jefe del puerto reconoció a Onischenko.

¿Donde está Gorobéts? —preguntaba por mí.

¿De qué lo voy a saber yo?

No te hagas el tonto, todos saben que os fuisteis juntos a la guerrilla.

Al darse cuenta de la situación, los muchachos decidieron lar­garse. El barco tenía que salir por la noche, estaban cargando com­bustible, los maderos a menudo caían al agua. A modo de maderos Onischenko y Mitkó también cayeron al agua. Tardaron un mes en volver al campamento. Los habíamos dado ya por muertos. Cuando se pusieron a explicar sus aventuras, la gente no podía aguantarse de la risa.

Era muy común que los guerrilleros recogieran antes todo lo cómico de sus percances. Hacían lo posible por ignorar lo trágico. De otro modo sería imposible luchar en el bosque.  

Cuando volvimos a los bosques de Reimentárovka se dio la orden de atacar sobre seis aldeas. Allí nos rodearon. Había que salir del cerco. Los nazis ametrallaban el bosque desde aviones.

Teníamos un joven dinamitero llamado Grisha Masalyka. Todavía no le dejaban salir a las vías de tren. Eso lo ofendía. Era un muchacho fuerte como un roble, pero no se hacía cargo de la experiencia que tiene que tener un buen dinamitero. De momento se le confiaba las minas contra motos, transporte a caballo y automóviles. En el lío aquel, cuando intentábamos salir del cerco, Masa­lyka se rezagó para hacer volar un autobús con oficiales fascistas. Con su mina, treinta oficiales volaron hechos pedazos. Sólo uno quedó vivo, disparé sobre Grisha y le hirió en el brazo.

Era un chico de mucho aguante y, aunque le dolía el brazo, no lo dejaba ver: seguía yendo a sus misiones. Entraba en el botiquín a ver una enfermera, ésta le cambiaba la venda y marchaba a otra misión. Le apasionaba horriblemente el trabajo. Y más aún cuando se le permitió volar trenes. Actuaba con una sola mano, la otra la llevaba vendada, pero de todos modos era útil. Una vez una bala le rozó la cara: la sangre corría abundante de una mejilla. Por cuanto la mejilla es una parte de la cabeza, el jefe del grupo le ordenó que se dirigiera de inmediato a la unidad sanitaria.

En aquellos tiempos teníamos ya un médico experimentado, de verdad, Marínich. No era cirujano, pero ayudaba en todas las enfer­medades. Cuando estuvimos en la región de Oriol nos robamos a este doctor con su mujer y la hija. Los tres se hicieron guerrilleros. Simultáneamente con esta familia se unió a los guerrilleros un viejo farmacéutico, Zélik Abrámovich losilévich, que trajo consigo casi toda la farmacia: las medicinas, ampollas contra el constipado, termómetros y muchas otras cosas. Llegó con una estrella amarilla cosida en el pecho, se la arrancó con los dientes. No me acuerdo muy bien cómo sucedió todo eso. Más vale que lo explique algún otro...

Fue la primera vez que Marínich reconocía a Masalyka. Le curé la herida en la mejilla y después le pregunto:

— ¿Por qué llevas vendada el brazo?

Cuando quitó la venda se horrorizó ante el espectáculo. La mano estaba negra hasta la mitad del antebrazo.

— Pero si lo tienes gangrenado, esto puede ser mortal. Hay que amputar la mano. No soy cirujano, no le puedo hacer esto... no tengo instrumentos, nunca he hecho esto...

Marínich estaba turbado ante lo que veía, mientras Masalyka sonreía: no sabía lo que quería decir “amputar”. Estaba contento de tener la cabeza en orden, la sangre dejó de manar de la mejilla.

En eso se acercó el jefe del Estado Mayor Rvánov, vio la mano ennegrecida de Masalyka y dijo:

— Hasta para mí está claro —si no se amputa, el hombre va a morir. Hay que cortar inmediatamente...

Masalyka tembló, había comprendido que se iba a quedar sin el brazo izquierdo. Miró con ojos de esperanza y lástima a Rvánov: la autoridad del jefe estaba para él por encima de las consideraciones del médico. Rvánov le aguanté la mirada, aunque estaba claro que le daba pena el chico.

Pensó un momento y dijo con voz dura:

— ¡Si no quieres morir has de aceptar la cosa!

Masalyka sonrió con gesto torcido:

— ¡Bueno, adelante!

— ¿Qué “adelante”? —gritó el viejo Zélik Abrámovich—. No tengo ninguna sierra de cirujano, ni cloroformo, ni siquiera novo­caína. ¿Qué amputación se puede hacer así?

Marínich confirmé que no se podría serrar el hueso sin una sierra.

Entonces intervine yo y prometí conseguir una sierra. Monté a mi caballo y salí al galope hacia Ivánovka donde había un herrero. En aquel momento comenzó un combate, pero del lado de Ivánov­ka no se oían los disparos... El herrero me dio un serrucho para cortar el hierro. Este cortaba bien pero estaba algo oxidado. No había otro. Me lancé a toda velocidad de vuelta al campamento, en el botiquín se discutía acaloradamente, estaban convenciendo a’ alguien. Pensé que Masalyka se negaba a que lo operaran. No, el muchacho no quería morir y con Rvánov daba prisas a los médicos. Sólo pedía que le dieran de beber alcohol para poderse dormir y no sentir el dolor. El que tenía miedo no era Masalyka, sino Marínich. Al ver el serrucho exclamó:

— ¿Es que se ha vuelto loco? ¿No ve que está sucia y roñosa?

Limpié la sierra con ladrillo, después la hervimos y frotamos con alcohol. Gastábamos el alcohol a manos llenas y quedó poco en la botella. Masalyka no apartaba la vista del contenido:

— Que no va a quedar nada. ¿Es que os creéis que con esta miseria me voy a dormir?

Le dieron de beber y el alcohol hizo su efecto. Marínich empezó a cortar. Cortó la carne, pero el hueso costaba. La operación se realizaba sobre un carro, no lejos se estaba luchando, constante­mente llegaban heridos. Marínich no podía dominar su nerviosismo.

Zélik Abrámovich se dirigió a mí:

— ¿A lo mejor usted como mecánico manejará mejor el instru­mento?

No había tiempo para pensarlo dos veces. Veía que Marínich no se las arreglaba con el serrucho. Así que le dije a él y a Rvánov:

— Agarren bien el brazo, apártenlo del pecho, no vaya a ser que le sierre las costillas...

Me puse a serrar, pero Zélik Abrámovich se puso a gritar como un energúmeno.

¿Pero, qué hace? —El mismo dio la idea y ahora se asusté.

Masalyka no estaba del todo dormido, le crujían los dientes y murmuraba:

— ¿Cuándo acaban? ¿No ven que hay gente esperando?

Rezagaba en vano, yo serraba rápido, pero el hueso era grueso. Cuando acabé, Marínich estiró la piel en el muñón, la cosió y vendé el brazo...

Me imaginé que Masalyka se pasaría largo tiempo en cama. Pero al cabo de unos días me lo encontré, se lanzó a abrazarme con su mano sana y después me dijo:

Se lo agradeceré toda la vida. Nunca olvidaré lo que ha hecho por mí.

Pensé que me había incorporado al grupo de los médicos, nos daba gracias a todos. No fue así, desde la operación siempre me trató de “usted”. Antes, como era dinamitero, me miraba con cierto desprecio: “Vaya cosa ser encargado del batallón sanitario”. Pero desde entonces comprendió que también en sanidad sabían lo que se llevaban entre manos.

Ya recuperado, Grisha siguió yendo con su grupo a hacer actos de sabotaje. Era un muchacho de gran salud. Además, claro, el clima, el aire puro del bosque también hicieron lo suyo. Entre nosotros, los heridos se curaban pronto.

* * *

El caso puede considerarse como un ejemplo de valor y ente­reza. Pero habría sido magnífico que nos hubiésemos podido pasar sin ejemplos de este género. El combatiente lucha con mucho más valor, si está seguro de que, en caso de caer herido, será atendido por un médico calificado que disponga de todo lo imprescindible para cualquier operación.

Los combates, los ataques de sabotaje, las largas marchas, el frío, el hambre, las estrecheces, el estar metido todo el día entre la nieve, todo ello, claro está, templa a los hombres. Pero este tipo de vida no ofrece muchas alegrías. No se encontrarán muchas personas que digan que sus años de lucha guerrillera fueran lo que se llama años felices de su vida. Es evidente que nos alegrábamos de nues­tros éxitos, nos sentíamos sinceramente felices cuando lográbamos darle su ‘merecido al enemigo. Pero todos, o casi todos, anhelába­mos el pronto final de la guerra, esperábamos con profunda impa­ciencia que las cosas cambiaran a nuestro favor, que se iniciara la gran ofensiva del Ejército Rojo.

* * *

Los hombres cercados en el bosque y obligados a vivir casi exclusivamente de trofeos, no sólo arriesgan la vida. Les acecha un peligro no menos terrible: la corrupción. Esta afecta ante todo, como es natural, a gentes de voluntad débil, moral inestable y educación política mala o insuficiente.

Había llegado un momento en que los guerrilleros elegidos y dejados de antemano por el Partido en la retaguardia enemiga constituían la minoría del destacamento. Nuestras secciones se componían principalmente de hombres salidos del cerco, prisione­ros huidos y campesinos de las aldeas próximas. Aquellos bisoños distaban mucho de ser una masa inerte. De entre ellos se destacaron magníficos jefes y excelentes guerrilleros. Pero ahora no hablaré de ellos.

Pero entre los prisioneros huidos había gente de condición diversa. Algunos de ellos se habían rendido voluntariamente al enemigo. Más tarde, al ver lo que valían las promesas alemanas, cansados de engordar piojos en el campamento y hartos de bofeta­das, se arrepintieron y escaparon para incorporarse a los guerrille­ros. No siempre, ni mucho menos, nos contaban toda la verdad. Y, naturalmente, muy pocos reconocían haberse rendido voluntaria­mente a los alemanes.

Esos hombres se incorporaban al destacamento guerrillero por no tener otra salida. No sentían el menor deseo de volver con los alemanes, pero tampoco luchaban muy activamente contra ellos.

Entre los salidos del cerco, teníamos también a los llamados “primaki”. Eran éstos combatientes que, al quedar rezagados del ejército por una u otra causa, habían encontrado albergue en casas de campesinas sin marido. Había entre ellos buenos chicos. Por ejemplo, un muchacho cayó herido y lo recogió la familia de un koljosiano. Tan pronto sanó, se puso a buscar a los guerrilleros, y en la primera ocasión que tuvo se vino con nosotros. Sin embargo, entre ellos tampoco faltaban los que se habrían sentido felices de poder pasarse toda la guerra pegados a las faldas de una mujer, pero los alemanes les enviaban a trabajar a Alemania o los obligaban a ingresar en la policía. Tales tipos, tras de estrujarse la mollera, llega­ban a la conclusión de que más valía irse con tos guerrilleros.

También se nos presentaban en el destacamento policías arre­pentidos. Nosotros les invitábamos a pasarse a nuestras filas, hacía­mos octavillas para ellos, donde decíamos que, si no abandonaban el trabajo de policías, los mataríamos como a perros. Sin embargo, los que se presentaban en el destacamento eran vigilados durante un largo período. No les poníamos un agente tras los talones, claro. Sencillamente, todos los muchachos los observaban con gran aten­ción.

Pero, por desgracia, no eran sólo esos hombres los que estaban expuestos al peligro de la corrupción.

La necesidad nos obligaba, además de coger los trofeos consegui­dos en el combate, a ir especialmente a la caza de ellos. En eso radicaba nuestro mal. Una cosa es hacer volar un convoy, organizar una emboscada a un grupo de vehículos alemanes con el fin de destruir al enemigo, y otra muy distinta es realizar la misma opera­ción, pero ya con el fin de sacar algún provecho de ella.

Huelga decir que el guerrillero no combatía para enriquecerse, ni tampoco para vestirse y alimentarse. El guerrillero era el paladín de la causa del pueblo, el vengador del pueblo. ¡Sería una cosa magní­fica si los guerrilleros se abastecieran al igual que el ejército! Pero, naturalmente, esto no era posible.

La gente se acostumbraba con gran dificultad a vestirse y cal­zarse a costa de alemanes y magiares. Más tarde, cuando los aviones comenzaron a traernos ropa rusa, nuestros combatientes se despoja­ron con enorme alegría de las guerreras y pantalones verdes, los arrojaban al barro o a las hogueras.

Pero en el período que estoy describiendo, los aviones no llega­ban aún. Vivíamos exclusivamente a expensas de los alemanes. Cuando nos apoderábamos de un convoy alemán de víveres o ropa, considerábamos haber ganado una batalla. Y, en efecto, el enemigo habla sufrido daño y nosotros obtenido armas, ropa, harina y otras cosas muy necesarias.

La mayoría de los combatientes solía comprender que aquello no era pillaje, sino cosas de la guerra. Pero había también entre nosotros algunos elementos que más que el propio combate lo que les atraía era el botín. Ello entrañaba grandes peligros, sobre todo cuando la operación se realizaba en algún poblado. Arramblar con los bienes de la casa de un policía o del stárosta, significaba llevarse trofeos, pero llevarse, aunque sólo fuese un jarro de leche, de casa de un campesino honrado, constituía un pillaje vil que debía ser castigado de un modo implacable y público, para escarmiento de los demás y para que la población viera que los guerrilleros eran gente honrada.

 

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