"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo cuarto: UN GRAN DESTACAMENTO parte 12 de 13

Rvánov sonrió. Al parecer se acordé del tiempo en que me entregué de cuerpo y alma para aprovechar los obuses de artillería. Sin embargo, él no podía ignorar que las circunstancias eran otras, había suficiente trilita, ahora yo mismo empleaba para nuestros trabajos los cartuchos de trilita.

— Bueno, actuará en el grupo de Georgui Artozéiev —decidió Rvánov—. Se le encomienda la estación y todo lo que se refiera a la destrucción de automóviles y maquinaria.

Así que nos dirigimos al combate. Yo iba a caballo y llevaba delante de la silla dos sacos con cajas de trilita. Como mi mano derecha no funcionaba del todo y con la izquierda no sabía llevar las riendas y en general era un jinete de pacotilla, mi yegua se iba hacia donde nadie la llamaba. En ese momento empezó el combate. Artozéiev se acercó a mí y dijo:

— Yo me encargo de la estación; usted y Volovik diríjanse a la serrería.

Yo le contesté:

— Rvánov me ha ordenado que como ingeniero ferroviario...

— Buen ingeniero está hecho usted... no sabe arreglárselas con un simple caballo. Está acostumbrado a ir sobre rieles. Le ordeno que se dirija hacia la serrería. Y no discuta, todos conocen su testarudez, camarada ingeniero.

En efecto, ponerse a discutir con el jefe durante el combate era mal asunto.

Llegamos con Volovik hasta la serrería, descargamos los cajones y lo primero que hice fue colocar las minas en las vías de acceso, en todas las agujas y en el círculo de giro. Gastaba la trilita a manos llenas. Además dinamitamos en un garaje doce camiones, una locomóvil y tres bastidores de sierra. Quemamos toda la madera, cerca de mil metros cúbicos, rociándolo todo con gasolina. Acabado este asunto, iluminados por la claridad del incendio, nos dirigimos al encuentro con Artozéiev para comunicarle que habíamos cumplido la misión. Yo esperaba que en la estación habría para mí algún otro trabajo, era muy posible que Zhora Artozéiev hubiera pasado por alto el selector y la estación telefónica. Miré y vi que se acercaba a nosotros Zhora, le llamé, pero pareció no reconocernos. Cuando nos separamos llevábamos batas blancas de enmascaramiento, pero ahora con el hollín se convirtieron en negras. Zhora se echó a reír.

— Me preguntaba de dónde habrán salido estos monjes.

Volovik le contestó:

— Camarada jefe, no somos monjes, sino negros —y se emba­durné la cara con el hollín.

Todos juntos nos dirigimos al molino y empleamos la trilita que nos quedaba en volar las muelas y la transmisión.

— Bueno, amigos, ya hemos acabado. Podemos darnos un des­canso.

Nos echamos sobre los sacos de harina, y Volovik al instante empezó a cubrir el hollín con harina para convertirse de nuevo en hombre blanco. Artozéiev era conocido por su barba negra y rizada, pero ahora se convirtió en blanca como la nieve.

En cuanto nos dispusimos a dar un bocado de Id que había traído Zhora, vimos que venía hacia nosotros un mensajero:

— En el centro de la ciudad se está luchando. Los alemanes se han parapetado en un edificio de ladrillo del hospital y desde allí disparan. Se les envía la orden de tomar el banco y abrir las cajas. El viejo cajero dice que hay dinero para parar un tren, pero del susto no puede encontrar las llaves.

Marchamos hacia el centro, encontramos en el puesto de mando a Rvánov que nos dijo:

— Según el cajero, en las cajas fuertes no habrá menos de tres­cientos mil rublos soviéticos. Hace tiempo que queríamos enviar algo a Moscú para una columna de tanques. La cantidad es impor­tante, tendrán que ocuparse de eso.

Le informamos que la trilita se había acabado y no había con qué volar las cajas.

— Vaya, hombre —comentó suspirando Rvánov—. ¿Cómo pode­mos dejar esta suma a los alemanes? —De pronto me miró y sonrió—: No lejos de aquí hemos encontrado un cañón alemán, junto a él hay proyectiles, podríamos darles a las cajas fuertes. Pero la lástima es que los malditos alemanes han tenido tiempo de qui­tarles los cerrojos a los cañones... Bueno, camarada ingeniero teniente coronel, ¿no podríamos hacer funcionar su viejo invento?

Me pareció que bromeaba y hasta se reía de mí al recordarme el ya viejo fracaso. Qué le vamos a hacer, en realidad era imposible marchar a una vía de tren con un proyectil bajo el brazo; sin embargo, por mi carácter, no podía considerarme derrotado.

Me coloqué delante de Rvánov en posición de firmes, puse mi mano junto a la visera y dije:

— A sus órdenes, camarada jefe, dinamitar con un proyectil la caja fuerte. ¡Se cumplirá la orden!

Pero la cosa no era simple. Cuando me acuerdo el rato que estuvimos para desenroscar la cabeza del proyectil y hacer la hendi­dura para el detonante, tiemblo sólo de pensarlo. Para ello con Beli gastábamos no menos de una hora.

Con dos personas de ayudantes, desenrosqué la cabeza. Miré en el interior y palidecí de la emoción: en la parte cilíndrica del proyectil alemán no había melinita sino purísima trilita. El hacer un agujero para el detonante fue cosa de un minuto. Así que, con aspecto de alquímico, cogí bajo el brazo el proyectil, me agencié una mecha de la que nos quedaba todo un rollo y después de ordenar a todo el mundo que se alejara, me metí por la ventana del banco. Coloqué bajo un ángulo de la caja fuerte el proyectil, encendí la mecha y salté al exterior estirándome junto a los cimien­tos de ladrillos... Pasó un minuto y soné una fuerte explosión. Los guerrilleros quisieron lanzarse al interior, pero les detuve. Me intro­duje en el local, al principio no vi nada: había una espesa nube del polvo de los ladrillos. Cuando el polvo se sentó, vi que había sal­tado un trozo de la pared de ladrillo y se abría una salida al jardín. Tosí tanto de la peste y el polvo que salí afuera para respirar. Pero los alemanes, al yerme abrieron fuego sobre mí. Me introduje de nuevo en el agujero y me cubrí tras la gruesa pared de la enorme caja fuerte. Y allí descubrí que de ella se había separado el ángulo de atrás. Había un acceso hasta el dinero. Me puse contento por el resultado, pero lo que más me alegré fue que mi idea era buena. Una vez se me dijo que el proyectil de artillería era un arma con efecto de metralla y que no podía emplearse como una mina. Tenía ganas de salir corriendo para mostrarle a Rvánov que había triun­fado y que mis ideas técnicas eran buenas. Pero en ese momento el local se llenó de guerrilleros que empezaron a sacar el dinero. Horrorizado descubrí que todos los paquetes estaban destrozados por la explosión. Algunos manojos gruesos parecían cortados con un cuchillo por la mitad. ¿Qué era lo que íbamos a enviar a Moscú para la construcción de la columna de tanques?

Esta idea nubló todas las demás. Destrozado ante el fracaso me presenté ante el jefe:

  La orden ha sido cumplida, el dinero está destrozado.

  ¿Cómo que destrozado? —me preguntó Rvánov y él mismo penetró en el local del banco...

Muchos guerrilleros se sentían desilusionados por lo sucedido. Pero, cuando ya abandonamos Koriukovka, informamos de todo a Nikolái Popudrenko, éste se echó a reír:

  ¡Pero qué tontos sois! ¿Cuánto dinero había?

  Según el cajero, trescientos veinte mil —dijo Rvánov.

  Pues muy bien —dijo Popudrenko—, los cajeros en estos casos rebajan la cantidad más que aumentarla.

Con estas palabras llamé al jefe de comunicaciones Anatoli Mas­lakov y le dio orden de enviar a Moscú el siguiente radiograma:

 

POR LA PRESENTE LE INFORMAMOS: EN EL ATAQUE A KORIUKOVKA LOS GUERRILLEROS CONSIGUIERON ABRIR UNA CAJA FUERTE DE BANCO, SACAR DE ELLA TRESCIENTOS VEINTE MIL RUBLOS SOVIETICOS; ROGAMOS LOS INCLUYAN EN EL FONDO PARA LA CONSTRUCCION DE LA COLUMNA DE TANQUES “GUERRILLERO ROJO”.

 

Maslakov protestó diciendo:

— ¿Pero cómo, camarada secretario del Comité Regional? Es falso, no ve que no hay dinero.

— Eso vosotros no entendéis ni papa de economía —contestó riéndose Popudrenko—. Vaya gente con estudios superiores, ingenieros. Pues sabedlo, destruir dinero en papel es lo mismo que regalarlo al Estado. Enviaremos un acta de la destrucción y sobre su base el Banco del Estado emitirá una cantidad igual de dinero nuevo. Y después, de acuerdo con nuestra petición, los des­tinará según lo convenido.

Pero entonces surgió una nueva pregunta: en la caja también había dinero alemán y no era poco. Resulta que también regalába­mos por este sistema a la hacienda alemana.

En eso Popudrenko se quedé pensativo. Sin embargo, se encon­tró una cabeza lista, la de Semión Mijáilovich Nóvikov:

— Pero eran marcos de la ocupación. Con ellos los alemanes compran productos a la población. Nosotros los hemos retirado de la circulación. Difícilmente el mando local informará a Berlín que han sufrido un percance tan grave. O sea que resulta que hemos matado dos pájaros de un tiro.

Yo no decía nada. No me salía de la cabeza una idea: quería informar solemnemente de que mi viejo invento había funcionado y por consiguiente podía seguir funcionando. De todos modos, lo pensé mejor y conseguí vencer mi obstinación: a lo mejor se les ocurre enviarme marchar al ferrocarril con el proyectil bajo el brazo. También me vino otra idea a la cabeza: ¿vale la pena llevar sobre los caballos de los guerrilleros los pesados proyectiles? Esta vez pen­saba no sólo como un ingeniero, sino también como economista.

Por la operación de Koriukovka y la voladura del banco más tarde se me condecoré con la orden de la Guerra Patria de II grado.

* * *

Desde que empezaron a volar nuestros aviones sobre el campa­mento, el papel se hizo una cosa de gran valor. Por una hoja de papel de escribir, algunos compañeros ofrecían incluso un poco de tabaco, suficiente para un buen cigarrillo. Los compañeros escri­bían cartas con la esperanza de que algún día se posaría un avión y se las llevaría.

Ahora se escribía a todas las horas libres. Pero los aviones seguían sin aterrizar. Muchos acumulaban fajos de cartas, libros enteros. Tuve ocasión de leer algunas de esas misivas. Una se la quité a Volodia Pávlov, nuestro valiente minador, en la que contaba cómo su grupo hizo volar su primer convoy.

En aquel entonces, Volodia no había cumplido aún los veinte años. Antes de la guerra, Volodia estudiaba el primer curso del Instituto de Ingenieros del Transporte, de Moscú. Como el lector ve, en el destacamento también se dedicaba a las cuestiones del transporte, pero no a la construcción y explotación de las vías férreas, sino a su destrucción. -

Después de la guerra, el Héroe de la Unión Soviética Vladímir Pávlov volvió a ser estudiante de aquel mismo instituto.

La carta, cuyos extractos cito a continuación, fue retirada por mí a su debido tiempo. Volodia comunicaba en ella demasiados detalles “técnicos” del trabajo de minadores. En la actualidad, esta carta no encierra, naturalmente, ningún secreto militar.

 

“14 de junio de 1942.

 

Mi querida y adorada mamá:

No sé si conseguiré enviarte alguna vez esta carta o si andará rodando, como hasta ahora, por los bolsillos... Recuerdo que siempre has sido muy aficionada a los detalles, y me pedías que te describiera la situación. Te escribo en una tienda de campaña. Pero no se trata de una tienda de campaña corriente, como las que tú habrás visto en los campamentos militares o de pioneros. Nuestra tienda es pequeña y muy baja. En ella no se puede estar de pie; e incluso sentado, la cabeza tropieza con el techo. Vivimos en ella Volodia Klókov y yo. Es muy buen muchacho. Mejor dicho, es ya un ingeniero, y no un muchacho. Me lleva varios años. Pero es alegre, ingenioso, vivo y, sobre todo, valiente. A mí me trata con sencillez y sin condescendencia. Eso es muy agradable. De él se puede aprender.

Fue el primero que me habló de las operaciones de voladura. Le estoy infinitamente agradecido. El trabajo es interesante, seductor. Los minadores son la gente que goza de mayor aprecio entre los guerrilleros. Y no sólo porque el oficio sea peligroso. No creas, mamita, que es mucho más peligroso que cualquier otro trabajo guerrillero. Nos aprecian porque asestamos a los alemanes golpes muy sensibles.

No te enfades conmigo porque mi carta sea tan deslavazada. Me cuesta trabajo concentrarme. Los muchachos que tengo a mi lado están desplumándose a los naipes. Pero, por favor, no creas que juegan dinero. Eso sería imposible en nuestras condiciones. En general, no tenemos dinero alguno. No nos hace la menor falta.

Comencé a describirte la tienda. Está hecha de la siguiente manera: sobre unos postecillos de madera se extienden unas sedas de paracaídas y encima se coloca corteza de pino albar. La corteza la arrancamos del siguiente modo: uno se encarama sobre los hombros de otro y, con un cuchillo afilado, hace en el árbol un profundo corte longitudinal casi hasta abajo. Arriba y abajo hacemos un cor­te en redondo. Cortamos todas las ramas, dejando el tronco liso. Después quitamos con precaución la corteza con la piel. Debajo de la corteza, la piel es tan lisa... Nos resulta una especie de contracha­pado curvado. En la corteza quedan los agujeros de las ramas, pero los tapamos. Después colocamos esa corteza por encima de la seda. Ningún diluvio puede atravesar semejante tejado. Las tiendas se hacen muy bajas, intencionadamente. Te escribo acos­tad o...

...Ahora, mamita, quiero contarte cómo fui, por vez primera, a una operación lejana, a la vía férrea. Vosotros, los médicos, llamáis operaciones a las intervenciones con bisturí. También nosotros cor­tamos las vías férreas, pero no con bisturí, sino con explosivos... Antes, participaba solamente en la voladura de puentes y automóvi­les alemanes. También me encargaban colocar minas contra el per­sonal alemán, es decir, contra la infantería. Pero esto es sencillo. Tú misma aprenderías en media hora.

Fui a la primera operación ferroviaria, no en calidad de minador, sino como simple combatiente. Nos acompañó Fiódorov. Al frente del grupo marchaba su jefe Grigori Vasílievich Balitski. Es un hombre muy valiente. De un coraje realmente fantástico. Lo que más teme en el mundo es que alguien pueda suponerle, alguna vez, cobarde. Además, iban en el grupo otros veinte hombres. Muy diversos. Entre ellos, una muchacha y un guía magnífico: Pankov, un koljosiano ya entrado en años. Conoce todos los bosques de por aquí y todos los caminos, senderos y rastros de fieras. Es una especie de “Media de Piel”. ¿Recuerdas a Fenimore Cooper?

 

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