"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL EN EL BOSQUE parte 4 de 11

Cuando la gente se enteraba de que la aldea había sido ocupada por los guerrilleros, regresaba inmediatamente a sus casas. Los chiquillos llenaban las calles. Las mozas extraían del fondo de sus escondidos cofres sus mejores galas. Y nuestros muchachos sacaban los acordeones. Y en casas y en calles —por todas partes— comenza­ban los bailes y las canciones.

Estábamos lejos de esperar una tal acogida. Fue una verdadera fiesta para nosotros y para los campesinos. Hacía tiempo que no hablamos comido un “borsch” tan rico ni unos “varénikis” tan sabrosos con requesón y nata. Hacía tiempo que no nos alegrába­mos tan de verdad. Y aunque todos tenían la evidencia de que tras los guerrilleros aparecerían irremisiblemente los alemanes, nadie mostraba temor.

Pero no estuvimos mucho tiempo de fiesta. Al día siguiente, los campesinos se convencieron de que los guerrilleros eran gente seria. Nos atrincheramos, establecimos’ puestos de vigilancia, empezamos a hacer instrucción y a dedicarnos al estudio político. En aquellas aldeas permanecimos unas dos semanas. Partiendo de allí, desde aquella nueva base, el destacamento llevó a cabo varias operaciones ofensivas contra las guarniciones de las aldeas cercanas.

El 3 de enero enviamos desde Zhuravliova Buda nuestros primeros radiogramas, estableciendo enlace con el frente Sur­Oeste.

* * *

  Lo que he descrito aquí en pocas palabras fue en realidad el resultado de un gran trabajo colectivo.

¿De dónde habíamos sacado trineos y caballos? ¿Cómo había­mos conseguido, al fin, una emisora?

En la primera parte de este libro ya he referido que el Comité Regional clandestino y el Estado Mayor del movimiento guerrillero de la región, en su llamamiento a la población, aconsejaban a los koljoses que repartieran entre los campesinos el ganado koljosiano y entregasen a los guerrilleros los mejores caballos. Muchos koljoses así lo hicieron. Los presidentes de los koljoses, que sabían que los alemanes confiscaban el mejor ganado, entregaban a los guerrilleros los caballos más veloces, resistentes y fuertes.

Pero, por desgracia, era frecuente que los invasores se diesen más prisa que nosotros: mientras que en los destacamentos se discutía si éstos debían ser móviles o locales, si había que tener caballería y convoy o limitarse a una exploración montada, los alemanes y los magiares confiscaban centenares de caballos koljosianos.

De los doscientos caballos y pico de que disponíamos a fines de diciembre, una mitad aproximadamente se la habíamos arrebatado al enemigo. Entre nuestros trofeos, no sólo teníamos caballos cam­pesinos, sino también húngaros y alemanes. Estos últimos eran colines, de gruesas ancas, exigentes, delicados y caprichosos. En las condiciones del bosque perecían como monos en el Polo. Los guerrilleros les odiaban, sobre todo porque había que azuzarlos en alemán o en húngaro, y cambiaban de muy buena gana a los bien cebados “extranjeros” por los ordinarios caballejos campesinos.

La otra mitad de nuestros caballos la obtuvimos de los koljoses. Nuestros “agentes” iban a las aldeas de los alrededores donde los alemanes no habían tenido aún tiempo de instalarse. La mayoría de las veces regresaban al destacamento trayendo, además de los caba­llos, trineos. En Elino y en Sofíevka los campesinos organizaron especialmente la fabricación de trineos para los guerrilleros.

No obstante, en algunas ocasiones, nuestra gente tropezaba con una resistencia inesperada. ¡Quién no conoce la actitud del campe­sino ante el caballo! Y en aquellos casos tenían que desprenderse de los mejores. La mayoría de los campesinos comprendía que era una necesidad impuesta por la guerra, y que los caballos, en poder de los guerrilleros, servirían a la causa del pueblo; pero de todos modos...

En la aldea de Pereliub, la cuadra koljosiana estaba a cargo de Nazar Sujobok, un mujik de malas pulgas y caprichoso por añadi­dura. Yo lo conocía de antes de la guerra. Y no sólo yo, sino casi todos los funcionarios regionales que, por deberes de servicio, tenían que visitar aquellos lugares, conocían también a Nazar como alborotador y cizañero. Muchos hasta creían que era partidario de los kulaks.

Y en efecto, cualquiera que fuese la medida que los representan­tes del Comité Regional o del Distrito tomaban en Pereliub, Nazar Sujobok intervenía siempre en la asamblea con algún discurso malintencionado exhortando, aunque sin insistir mucho, al sabo­taje. Por lo menos, tal era la impresión que producían sus interven­ciones. Sin embargo, trabajaba bien y —lo más importante— la gente le respetaba y temía ser blanco de su afilada lengua.

Frisaría los cincuenta, por eso no había sido movilizado para el ejercito. Ya en noviembre, los guerrilleros del destacamento de Balabái habían hecho la primera intentona para conseguir caballos de aquel koljós. Después de ponerse de acuerdo con el presidente del mismo, enviaron a dos muchachos a la cuadra. Nazar los recibió blasfemando. Pero cuando, a pesar de ello, los guerrilleros comen­zaron a desatar los caballos, el viejo se puso hecho una furia y les amenazó con una vara:

— ¡Pero qué guerrilleros ni que...! ¡Os habéis reunido en el bosque un atajo de vagos y desertores! No habéis ido al ejército, y ahora, queréis vivir a costa del campesino. ¡Ea, largo de aquí!

Y hubo que dejarle.

Nuestros muchachos volvieron a visitarle a fines de diciembre. Los koljosianos, como también Nazar, sabían ya que los guerrille­ros combatían seriamente contra los alemanes y que éstos se apode­raban de todo lo más valioso que tenía los campesinos. Sin embargo, Nazar volvió a oponerse, aunque esta vez había ido allí el propio Balabái en persona acompañado de cinco muchachos muy decididos. Los caballos de Nazar, dicho sea de paso, eran excelentes.

— Mira una cosa, Sujobok —le dijo Balabái—, tenemos la autori­zación del presidente; así que, hermano, no te andes por las ramas. Hace ya mucho que te conozco. Siempre has sido muy aficionado a armar camorra... También tú me conoces a mí. Apártate, antes de que sea tarde. ¡Coged los caballos, camaradas!

Nazar intentó de nuevo asustarles y empuñó la vara. Pero al ver que nadie le hacía caso, frenó sus ímpetus y gruñó:

— ¿Y qué voy a hacer yo aquí, en la cuadra vacía! Ya que os lleváis los caballos, llevadme a mí también. Os prometo...

Y no terminó de decir lo que nos prometía.

Balabái contaba más tarde que, a pesar de la desfavorable opi­nión que de Nazar tenía, había accedido a llevárselo consigo: tan sinceros y emocionados le parecieron los gruñidos del viejo. Nazar despidíose rápidamente de la familia —compuesta de ocho per­sonas—, enganché los caballos a los trineos y, en cabeza de la columna, marchó con los guerrilleros al bosque.

Diré de paso que en el destacamento cuidó de los caballos con el mismo celo que en el koljós. Resulté ser un combatiente valeroso y sagaz. Murió un mes más tarde de manera bastante estúpida: había ido a Pereliub a visitar la familia, y los alemanes le apresaron de noche en su casa. Nazar resistió cuanto pudo. De un taburetazo logró romperle la cabeza a un alemán y a otros dos los lesionó gravemente, a patadas. A pesar de todo, consiguieron atarle, y aquella misma noche fue fusilado.

Y, como suele ocurrir con frecuencia, tan sólo después de la muerte de Nazar comprendimos el carácter y el verdadero fondo de aquel hombre. Con posterioridad, sus convecinos recordaban que jamás había engañado a nadie, que cuando se comprometía a algo lo hacía siempre en el plazo fijado. En la primera guerra imperia­lista, siendo un joven soldado, había tenido fama de valiente. Nazar jamás fue rico. Durante mucho tiempo fue bracero, y continuó siendo tan diligente como antes, y obedecía en todo al amo. Por eso muchos consideraban que era partidario de los kulaks. Nazar guardó la ofensa y comenzó a decir por todas partes que los caba­llos eran mejores que los hombres. El viejo trataba cariñosamente a los caballos, y a la gente con brusquedad y grosería intencionadas.

Los guerrilleros guardaron un buen recuerdo de Nazar Sujobok, el de Pereliub.

Debo decir que en el destacamento guerrillero no sólo cada persona tenía su historia —frecuentemente muy complicada—, sino también la tenían casi todos los objetos. Todo lo que teníamos nos había costado lo suyo.

Esto se refiere también a la primera emisora que conseguimos. Habrá personas que digan: “Eso fue una casualidad, una suerte, una feliz coincidencia”. Pero yo opino que la “casualidad” se le ofrece a quien está listo para recibirla.

Cuando nos instalamos en la aldea de Lásochki los exploradores nos comunicaron que al otro lado del río Snov, en la región de Oriol, había un pequeño destacamento de guerrilleros al mando de Vorozhéiev. Ya de antes conocíamos su existencia. Poco después, vino a visitarnos el propio jefe del destacamento con su Estado Mayor. Más tarde, tuvimos a muchos huéspedes guerrilleros, pero Vorozhéiev fue el primero de todos. Conversador ameno y buen compañero de mesa, nos estuvo contando profusamente, después de la comida, cómo obraría en nuestro lugar Alexandr Vasílievich.

— Sabed que Alexandr Vasílievich no se ocuparía de bagatelas. Sabed que habría ensartado en sus bayonetas a la comandancia alemana más importante de estos contornos. Arrogantes y valerosos serían los asaltos de Alexandr Vasílievich...

Pasó más de un cuarto de hora hasta que caímos en la cuenta de que aquel Alexandr Vasílievich, a quien con tanta frecuencia aludía Vorozhéiev y cuyo nombre mencionaba con tanta familiaridad, no era otro que Suvórov, el famoso jefe militar del siglo XVIII.

En cuanto a los asuntos referentes a su destacamento, nuestro huésped habló de ellos en general, sin entrar en detalles. De pronto Vorozhéiev conté que a unos treinta y cinco kilómetros de noso­tros había una aldea llamada Krapvnoie, y que en ella llevaba ya escondido más de dos semanas un explorador del frente Sur-Oeste. Se trataba de un capitán, con un grupo de combatientes, una emi­sora y una radista. Vorozhéiev hasta nos indicó la casa en cuya buhardilla ocultábase de los alemanes el capitán; éstos le estaban buscando y, al parecer, habían encontrado ya su rastro.

— ¿Ha intentado usted ponerse en contacto con él? —pregunté disimulando mi emoción.

Mi emoción se explicaba de la manera más sencilla, se trataba de una posibilidad real de establecer, al fin, la comunicación con el frente y, tal vez, con el Comité Central del Partido...

— Sí, sepa usted que a nosotros no se nos escapa nada. Envié a unos muchachos míos y me enteré de que la radio del capitán no funciona. No tiene acumuladores.

Vorozhéiev se cansó pronto de hablar del capitán y pasó a con­tar anécdotas de Suvórov. Me disculpé y salí de la casa. En resumen a la mañana siguiente nuestros muchachos trajeron a Lásochki al capitán Grigorenko y a los dos combatientes que le acompañaban, como asimismo a la radista y el aparato de radio.

El capitán Grigorenko resulté ser un hombre intratable. No estaba muy convencido de que fuéramos buenas personas. El argumento principal que esgrimía en contra muestra era el siguiente:

— El mando del frente no me ha comunicado nada de que en estos lugares existan destacamentos. No estoy obligado a creerles.

— Entonces, según usted, si el servicio de información del frente no tiene datos sobre nosotros, ¿no somos un destacamento guerri­llero, sino un espejismo? ¿No es eso?

— Tal vez, algo peor que un espejismo...

Mientras tanto, nuestros muchachos marcharon a cumplir otra tarea: conseguir, a toda costa, acumuladores para la emisora. Dos días enteros estuvimos suplicándole al capitán Grigorenko que in­formase al mando de nuestra existencia Le explicábamos que necesitábamos una comunicación con la Tierra Grande, le referimos la historia de nuestro destacamento.

— Lo haría con gusto —dijo por fin Grigorenko—, pero, ya veis, no tengo acumuladores.

Y cuando le presentamos al instante unos treinta acumuladores sacados de autos alemanes volados, se quedó de una pieza. Nuestros muchachos habían recorrido el distrito de veinte kilómetros a la redonda y cargado sus trineos de acumuladores.

Entonces el capitán exigió que se le destinara un local especial y que durante el tiempo de su trabajo nadie se acercase al aparato a menos de treinta metros. Cumplimos todas sus exigencias. Le deja­mos que se instalase solo en un refugio.

Cuando Vorozhéiev volvió a yerme, me dijo disgustado:

— Se ha aprovechado usted de mis informaciones y me ha quitado a Grigorenko en mis propias narices. Sepa que considero esto como una frescura. Suvórov jamás habría hecho cosa seme­ante.

El 9 de enero de 1942, Grigorenko consiguió recibir una res­puesta del frente Sur-Oeste. El radiograma, enviado a mi nombre, estaba firmado por el mariscal Timoshenko.

* * *

La impresión causada por el radiograma recibido desde la Tierra Grande fue una de las más intensas de toda nuestra vida guerrillera.

La alegría que sentimos fue sincera y ardiente. Y arrebató a todos sin excepción. Puede que a algún lector nuestra emoción le parezca exagerada. En cambio es seguro que los marinos y las expediciones a las islas del Norte me comprenderán bien. No en vano los guerrilleros han tomado de ellos la expresión “Tierra Grande”.

Si hasta entonces habíamos estado solos y todo lo debíamos resolver nosotros mismos, ahora, en cambio, ligados con el Ejército Rojo y el Comité Central del Partido, nos incorporábamos, no sólo moralmente, sino también desde el punto de vista de organización, al frente común de lucha contra los alemanes.

El texto de mi radiograma era el siguiente:  

“El Comité Regional de Chernígov actúa en su territorio. Con el Comité Regional se encuentra un destacamento de 450 hombres. Transmitiremos datos complementarios sobre los resultados de la lucha.

Fiódorov”

La respuesta decía:  

“A Fiódorov.

Transmita saludos a combatientes y jefes. Comunique sus necesidades. Esperamos detalles.

Timoshenko”

Estas breves palabras provocaron un júbilo desbordante en todas nuestras secciones. Aunque el radiograma se recibió de noche, centenares de hombres corrieron inmediatamente hacia el Estado Mayor. Con los guerrilleros corría también presurosa la población civil: viejos, viejas, mujeres, muchachas, chiquillos. Muchos de ellos ni siquiera sabían lo que había ocurrido, pero no podían perma­necer impasibles en medio de aquel entusiasmo general.

Alguien, dicho sea de paso, se las ingenió para difundir el rumor de que Fiódorov había estado hablando por radio toda una media hora. Hubo incluso “testigos” que referían con todo detalle el contenido de la imaginada charla. Estos afirmaban que se oía muy mal y que Fiódorov, de tanto gritar, se había quedado ronco.  

 

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