"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL EN EL BOSQUE parte 10 de 11

Bromeamos un poco, pero las cuestiones planteadas por Gríschenko y, anteriormente, por la carta de Batiuk y el informe de Kulkó, eran sin duda cuestiones serias que preocupaban a todos los combatientes en la clandestinidad.

¿Quiénes son, en realidad, los combatientes clandestinos de base durante la Guerra Patria? ¿A qué deben dedicarse? ¿A quién deben admitir en sus grupos? ¿Conviene que se profesionalicen, es decir, que se dediquen exclusivamente a la actividad clandestina? ¿De qué posibilidades materiales disponen para eso?

En las ciudades, los grupos clandestinos estaban formados por obreros y empleados, estudiantes y escolares. Entre los combatien­tes clandestinos rurales había koljosianos, obreros de las estaciones de máquinas y tractores y de los sovjoses, médicos, maestros y también escolares. Estaban dirigidos por compañeros que habían enviado el Comité Regional y los comités de distrito.

Pero casi ninguno tenía experiencia del trabajo clandestino. Quizás la tuviesen únicamente los comunistas de edad madura, que eran ya miembros del Partido antes de la revolución, y los vetera­nos de la guerra civil. Pero, en primer lugar, estos hombres se podían contar con los dedos de la mano, y, en segundo, las condi­ciones clandestinas actuales se parecían poco a las condiciones en que habían tenido que trabajar antaño.

Suponía que la cuestión planteada por Batiuk —respecto a si se debían realizar o no actos terroristas y si se debía organizar círcu­los para profundizar los conocimientos marxistas-leninistas— le había sido sugerida por algún viejo militante.

En efecto, ¿luchábamos acaso por el derrocamiento del régimen existente? Los alemanes no habían implantado —ni podían haberlo hecho— el régimen burgués en la Ucrania por ellos ocupada, aunque, claro está, aspiraban a ello. Lo único que habían conse­guido era ocupar el territorio, y aun eso, provisionalmente. La guerra continuaba. Los alemanes no sólo luchaban contra el Ejér­cito Rojo, sino contra todo el pueblo soviético. Nosotros —tanto los guerrilleros como los combatientes clandestinos— éramos solda­dos. Nosotros combatíamos. La liquidación de comandantes, landwirtführer, gruppenführer y de toda suerte de führer era nues­tra obligación de soldados, y no una acción terrorista. El dar muerte a los traidores al pueblo, como stárostas, burgomaestres, policías, ¿era, acaso, un acto terrorista? Aquello era la hez de la humanidad, no representaban a ningún poder, eran sencillamente espías y traidores. Eran unos criminales que ejecutábamos de acuerdo con las leyes de nuestra Patria.

Los combatientes clandestinos de la Guerra Patria eran lo mismo que los guerrilleros. La única diferencia entre los guerrilleros y los combatientes clandestinos consistía en que los primeros vivían y actuaban en grupos militarizados de importancia, mientras que los segundos tenían que vivir separados y actuar de modo aún más secreto.

Los hombres soviéticos que quedaron en el territorio ocupado por los alemanes sabían perfectamente quiénes eran sus enemigos. Hasta los campesinos más atrasados lograron muy pronto compren­der los verdaderos objetivos y planes de los ocupantes. La resisten­cia del pueblo crecía cada día más.

De haber sabido entonces los millones de soviéticos en los terri­torios ocupados toda la verdad acerca de los alemanes, de haber sabido siquiera que en el primer año de la guerra había ya en Ucrania ocupada más alemanes muertos que vivos, la resistencia de nuestra gente habría sido mucho mayor.

De aquí que la tarea fundamental de los combatientes en la clandestinidad —es decir, de los comunistas y komsomoles que, en lugar de marchar al bosque, habían quedado en ciudades y aldeas— fuese la propaganda de la verdad.

Al contar a la gente la verdadera situación en los frentes, al difundir de modo sistemático los partes de guerra del Buró Sovié­tico de Información y desenmascarar las maniobras tácticas de los alemanes —sus leyes agrícolas, su juego a los “amigos de la Ucrania libre”, su propaganda nacionalista y demás subterfugios—, los com­b8tientes clandestinos levantaban el ánimo del pueblo y ayudaban a la creación de reservas para los guerrilleros.

Los combatientes clandestinos de las ciudades y aldeas debían impedir, por todos los medios, que se cumpliesen las leyes, instruc­ciones y disposiciones de los alemanes; organizar el sabotaje en las empresas y comunidades agrícolas; desenmascarar a los traidores; reunir y entregar a los destacamentos guerrilleros armas y municio­nes; hacer trabajo de información para los Estados Mayores de los guerrilleros y para el Ejército Rojo.

Por lo demás, es poco probable que logre enumerar aquí todas las obligaciones del combatiente clandestino. En cambio, sus dere­chos y posibilidades materiales eran mucho más limitados. A la pregunta de los combatientes clandestinos de Yáblunovka —¿dónde conseguir medios de subsistencia? —, no podíamos contestar más que del siguiente modo: Buscad, camaradas; no desdeñéis ningún trabajo. Vivid como vive el pueblo, estad siempre con él. Si es pre­ciso, id a trabajar de braceros de los kulaks y de los terratenientes de la última hornada, trabajad en los arteles, en las vías férreas, en las instituciones económicas y administrativas de los alemanes. Nece­sitamos gente de confianza en todas partes para hacer saltar, desde dentro, la máquina alemana de ocupación. Pero recordad que a esos Sitios sólo se puede ir por indicación de la organización del Partido.

En cuanto a los comunistas y komsomoles que, influidos por el miedo u otras “circunstancias de índole personal”, se han inscrito en los registros y sirven a los alemanes, no hay ni habrá para ellos ninguna justificación. Por simpático que sea el ajustador Nikanor Gorbach, la organización de Oster ha tomado una decisión acertada al negarse a considerarle como comunista. Y el maestro, de quien nos ha hablado Gríschenko, debe ser, asimismo, expulsado inme­diatamente del Partido.

Para expiar su culpa ante el pueblo, no les queda más que un camino: el destacamento guerrillero. Si les admiten al destaca­mento, podrán participar en el combate, siempre bajo la vigilancia de los guerrilleros.

Pero, ¿por qué tanta severidad? —preguntará el lector. Nikanor Gorbach y el maestro aquel, que confesó su pusilanimidad, se pre­sentaron voluntariamente en el Comité de Distrito del Partido, reconociéndose culpables. Su vacilación fue momentánea; ¿acaso se les puede considerar como traidores?

De haber sido traidores, se les habría fusilado. En ese caso ni se hablaría siquiera de permitirles combatir en las filas de los guerrille­ros. En cuanto a las personas de quienes nos habló Gríschenko, además de confirmar su expulsión, pedimos al Comité de Distrito que informase de su expulsión a la mayor cantidad posible de gente. El comunista no puede especular con su propia conciencia. No debe olvidar, ni por un momento, que el pueblo ve en él a un representante del partido dirigente. Cuando un comunista o un komsomol comete un acto de cobardía, con ello ocasiona un grave perjuicio a nuestra causa, un daño mucho mayor que si el mismo acto fuera obra de un sin partido.

Los alemanes habían rodeado de gran pompa la inscripción de los comunistas en los registros. Habían puesto grandes carteles indicadores: “Aquí se efectúa la inscripción de los miembros del Partido y de los komsomoles”. Pero todo aquello no lo habían organizado con el fin de llevar la cuenta de los comunistas. A inscribirse voluntariamente en el registro no acudían más que unos cuantos. Los alemanes sabían de antemano, naturalmente, que lo harían tan sólo los traidores, los cobardes, que, sin necesidad de inscribirse, eran ya inofensivos para ellos. Todo aquello tenía para los alemanes otra significación: era un intento de asestar un golpe al prestigio que el Partido Comunista tenía entre el pueblo.

El ajustador Nikanor Gorbach demostró, más tarde, que no sólo no era un traidor, sino que era un valiente. Fue al destacamento y, a pesar de su edad avanzada, combatió bien. Gorbach contaba más tarde cómo le venció el amor propio y no quiso ser menos que el mecánico alemán. Ello significaba que en aquel entonces su amor propio profesional de mecánico era en él más fuerte que el orgullo de ser comunista y patriota.

Y por aquellos días, el pueblo apreciaba más que nada el indo­mable orgullo ciudadano del hombre soviético. ¿Cómo podíamos perdonar a un comunista ni la más leve inclinación ante los alema­nes, cuando centenares y miles de héroes anónimos, obreros y campesinos sin partido, aceptaban con frecuencia la muerte sólo para mostrar su desprecio a los invasores?

En las casas koljosianas, en el cenizal de la incendiada aldea, al lado de la hoguera guerrillera, se narraban las hazañas de esos héroes. El pueblo es muy aficionado a los relatos en que se habla de valor abnegado, de gentes que perecen mostrando un magnífico desprecio a la muerte, de eso que yá Máximo Gorki llamara locura de los valientes. El pueblo repetía esos episodios, los completaba y transmitía de boca en boca.

He aquí, por ejemplo, el relato sobre el viejo Mefódievich, de Orlovka. Yo mismo lo habré oído no menos de diez veces. Se basa en un hecho real, acaecido a principios de 1942. Pero el apellido de Mefódievich no lo logré averiguar.

* * *

Tres komsomoles exploradores nuestros, Motia Zozulia, Klava Márkova y Andrei Vázhentsev, marcharon a las aldeas con el fin de reunir los datos que el mando precisaba. De paso, los exploradores debían distribuir y entregar a personas de confianza unas quinien­tas octavillas nuestras, para su difusión.

En Orlovka, una aldea grande, por medio de la calle y en com­pañía de un mozalbete, marchaban tranquilamente dos muchachas campesinas que en nada se diferenciaban de las demás. A su en­cuentro venían viejas y viejos, muchachas y jóvenes iguales a ellos. Los exploradores saludaban, preguntaban por dónde se iba al molino y dejaban con disimulo en manos de la gente unos papelitos cuadrados.

Cuando preguntaban si los alemanes estaban lejos, les respon­dían que todo marchaba bien, que hacía tiempo que aquellos monstruos no aparecían por allí.

En aquel instante y con la velocidad de un auto de bomberos irrumpieron en la aldea varios camiones llenos de soldados alema­nes. Los tres jóvenes no podían echar acorrer. De hacerlo, llama­rían sin duda alguna la atención general y, como es natural, los alemanes emprenderían su persecución. Los exploradores continua­ron andando despacio por la carretera, con la confianza de que los alemanes los tomarían por vecinos pacíficos y corrientes.

Los soldados alemanes que eran unos quince se comportaban de una manera muy extraña. Habían saltado de los vehículos y, des-plegándose en varias direcciones, agarraban a cuantos caían bajo su mano —viejos, viejas, adolescentes— y, empujándoles con las culatas de sus fusiles, los obligaban a montar en los camiones. Los soldados no registraban a nadie, no preguntaban nada ni daban explicación alguna. Una vez llenos los camiones de gente, emprendieron la marcha, a toda velocidad, en dirección a Jolm, cabeza del distrito.

A nuestros exploradores les tocó hacer el viaje en el último camión. Dentro del vehículo había unas veinticinco personas. La gente, pálida y asustada, iba de pie, sujetándose unos a otros. Al principio, no hacían más que mirarse, pero, transcurridos unos cinco minutos, comenzaron los cuchicheos: “¿Qué significa esto? ¿A dónde nos llevarán? ¿Por qué han detenido a los primeros que han encontrado a su paso?

En las bruscas sacudidas del camión, la gente caía una encima de otra y al suelo de la carrocería. Las muchachas chillaban, las viejas gruñían.

— ¡Nadka, no te caigas con tanta fuerza! —gritaba una mujer—. ¿Es que no sabes, maldita, que tengo mala la rodilla?

— Eso no tiene importancia, vecina, hay que acostumbrarse a todo —resonó de pronto una cascada voz senil—. Bien podéis dar las gracias de que no os cobren por el viaje. Antes, cuando teníamos que ir a Jolm, había que sacarse treinta rublos del bolsillo; en cambio, los alemanes, nuestros bienhechores, nos llevan a la horca por su cuenta...

— Ya le está dando a la lengua nuestro artista —respondió una voz femenina—; más valiera que callaras, Mefódievich; ya tenemos bastante diversión, sin necesidad de ti.

El viejecito respondió con una chanza. Algunos se echaron a reír de buena gana. El tal Mefódievich debía ser uno de esos vejetes alegres, que no tienen pelos en la lengua ni pierden el aplomo en situación alguna.

Los exploradores no prestaban atención a la charla; no tenían humor para ello. Los tres estaban junto a uno de los laterales del camión, discutiendo en voz baja sobre qué hacer. Cada uno de ellos llevaba aún entre la camisa y el pecho más de cien octavillas. Los alemanes no necesitarían registrarles; bastaría con que les zaran­deasen por el cuello...

Los camiones marchaban a una velocidad no menor de cuarenta kilómetros por hora. Atravesaban las aldeas haciendo sonar estrepi­tosamente el claxon. En la carrocería del vehículo no había solda­dos, pero en cada estribo iba un alemán con automático, hablando con los sentados dentro de la cabina. De vez en cuando miraban hacia la gente, y, de haber intentado alguno saltar en marcha, se habrían dado cuenta inmediatamente.

Motia Zozulia tenía más experiencia e inventiva que sus amigos. Después de haber mirado a su alrededor, guiñé un ojo a los suyos, metióse la mano en el pecho, sacó con cuidado un puñado de octavillas y dejé caer el brazo fuera del lateral, tirando con fuerza las octavillas a tierra. Pero el viento levantó inesperadamente los cuadraditos blancos, que, como una nube, se alzaron detrás del vehículo.

Motia enrojeció y encogióse toda como si esperase un golpe. En el camión todos callaban. Las octavillas no se veían ya, pero la gente continuaba callada, mirándose unos a otros con aire escruta­do r.

Y entonces volvió a resonar la cascada voz senil:

— Ya veis, los fritzes no sólo agarran a la gente, sino que al mismo tiempo hacen agitación. Viene a ser una especie de empresa combinada sobre ruedas.

Y aunque el motor zumbaba y crujía el vehículo al balancearse en los baches, a los exploradores parecióles oír un unánime suspiro de alivio.

Era poco probable que ninguno de los que en el camión iban creyese que las octavillas habían sido arrojadas por los soldados alemanes. Pero sea lo que fuere, la situación era ya menos tirante. Se reanudaron las conversaciones.

Mientras tanto, Mefódievich se abrió paso desde el fondo del camión y se colocó al lado de nuestros exploradores. Era un vieje­cillo pequeño y enjuto. El viento agitaba su barbita gris y su nariz había enrojecido a causa del frío. Pero llevaba el gorro ladeado, y enhiesta, con aire belicoso, una de las guías del bigote, mientras en sus ojos chispeaba picardía. El viejo volvió a meterse en largas disquisiciones. Al parecer, hablaba por hablar, sin meditar en lo que decía.

— Ya veis, señores —exclamé, retorciéndose el bigote—, ahora viajamos en el mismo coche que los extranjeros. ¿Podía haber pen­sado yo, podía haber soñado, acaso, con un nuevo orden seme­jante?

Mientras alguien le respondía, se aproximé mucho a Motia y susurro:

— No las tires sin provecho por la estepa, muchacha. Están des­tinadas al pueblo, ¿no es cierto?... Así que siémbralas entre el pueblo... Cuando pasemos por una aldea, entonces puedes tirarlas...

Cuando el camión entré en una aldea, Mefódievich, impaciente, comenzó a darles codazos a nuestros muchachos.

— Tirad, ¿qué esperáis? No tened miedo, yo respondo.

Ni que decir tiene: había en el viejo algo que despertaba el deseo de hacer una jugada.

 

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