"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: DIAS DIFICILES parte 2 de 13

Pável Rudkó era mucho más joven que yo, más fuerte y más ágil. Cuando era preciso saltar de un mojón a otro, yo tardaba mucho, como si tuviera que zambullirme en un río de agua muy fría. Saltaba pesadamente; las rozaduras de los talones me hacían un daño atroz. Rudkó saltaba como un cabritillo y sonreía. Pero, a pesar de eso, cuando hacíamos un alto se alegraba más que yo.

A Rudkó le gustaba mucho hablar. Tan pronto nos deteníamos en algún sitio, Rudkó comenzaba:

— ¡Qué horror! ¿Se ha fijado usted, Alexéi Fiódorovich, en aquel cadáver del koljosiano caído al lado del tocón del roble? Aquella mano rígida, crispada, los ojos abiertos... Parecía que estaba pronunciando un fogoso discurso, dirigiéndose al pueblo...

Después de un minuto de silencio, Rudkó miraba a su alrededor y proseguía:

— Mire ese pájaro. Es un gorrioncito corriente. A él poco le importa -todo. Pía: chic-chiric. Y mientras canta esta sencilla canción, centenares, ¡qué digo centenares! millares de hombres mueren bajo un diluvio de balas.

— Oye, Rudkó, cállate de una vez.

— ¿Acaso no tengo razón, Alexéi Fiódorovich? Me duele el alma, Alexéi Fiódorovich, no puedo callar.

Una vez, pasamos a unos doscientos metros por delante de una casita: seguramente era la del guardabosque... En la puerta vimos a un campesino que de pronto se puso a disparar con un automático.

Comprendimos que se trataba de un alemán disfrazado. Echamos cuerpo a tierra. Entonces los hitlerianos abrieron fuego de mortero. Tiraban las minas en tablero de ajedrez, en dirección aproximada adonde nos habíamos ocultado. Rudkó, dándose cuenta del peligro, me dijo:

- Alexéi Fiódorovich, Alexéi Fiódorovich, sea humano, déme la pistola. Permítame que me pegue un tiro.

No le di la pistola. Nos arrastramos hacia atrás, dimos un rodeo y volvimos al sitio donde ya habían caído las minas. Todo salió bien.

— ¿Ves? —le dije a Rudkó—, estás sano y salvo.

— Sí, Alexéi Fiódorovich, esta vez hemos tenido suerte. Pero, ¿qué pasará dentro de media hora? ¿Qué ocurrirá mañana? ¿Y qué valor tiene nuestra vida si tenemos que arrastrarnos como gusanos? ¿Para eso, acaso, he estudiado en la universidad?

Este era Rudkó.

Yo mismo me sentía francamente mal. Tenía vehementes deseos de dormir, de comer. Además me atormentaban los pies. "¡Ojalá -pensaba- se me hagan pronto callos! " Me molestaba también el abrigo de cuero. ¿Quién habrá dicho que el cuero es impermeable? No sólo cala, sino que se impregna de humedad y pesa como unas cadenas de hierro.

Pero a nadie confesaba mis tormentos.

* * *

En este bosque encontré a un coronel. Como era el jefe militar de mayor graduación, me acerqué a él y deliberamos. Comenzarnos a charlar con cierta reserva, limitándonos a frases generales. Por ejemplo, que las cosas no marchaban bien, que no había línea de frente..., que no se sabía dónde estaban nuestras unidades, ni dónde los alemanes...

— Bueno, y a todo esto ¿quién es usted? -me preguntó el coronel con aire de jefe, mirándome de arriba abajo.

— Cómo decirle... ¿Sabe, camarada coronel?, apartémonos un poco, y veamos, si le parece, nuestra documentación.

El coronel era el jefe de artillería de un cuerpo. Se llamaba Grigóriev. Sus documentos así lo confirmaban. Y también su aspecto, sus maneras, su modo de hablar, todo revelaba en él a un experto jefe militar. Yo pensé: "He aquí al hombre que necesitamos" Y le propuse sin más ambages:

— ¿Qué le parece, camarada Grigóriev, si organizáramos un pequeño destacamento guerrillero?

El coronel tardó en responder; se llevó la mano a la frente y comenzó a pasearse pensativo.

— Sí -dijo al cabo de unos minutos-. Esa idea ya se me había ocurrido a mí. Usted es diputado del Soviet Supremo de la URSS y de la República Socialista Soviética de Ucrania, secretario de un Comité Regional del Partido, y puede ser perfectamente el comisario; yo me encargaré del mando.

Recorrimos el bosque reuniendo a la gente. Se unieron a nosotros unas decenas de hombres, combatientes del ejército en su mayor parte. Formamos, nos numeramos. Eramos noventa y seis hombres. Hicimos recuento de las armas de que disponíamos: ochenta y tres fusiles, dos fusiles ametralladores, cuarenta y seis bombas de mano, doce automáticos, veintitrés pistolas, cuarenta botes de conservas de carne y cuatro panes y medio.

El coronel declaró ante las filas qué éramos un destacamento guerrillero.

— El que no quiera venir con nosotros, que dé dos pasos al frente.

Ninguno se movió. El corone!, entonces, señaló a cada uno su puesto, designó a los exploradores, la intendencia, dividió el destacamento en dos secciones y seleccionó a un grupo de oficiales para el Estado Mayor

* * *

Por la carretera de Kurenkí-Járkovtsi avanzaban casi constantemente unidades alemanas: tanques, de uno a uno o en grupo, infantería motorizada, motoristas, convoyes de intendencia. En la reunión de jefes donde, además de mi severo e imponente coronel, asistieron dos tenientes más, se decidió que ya era hora de abandonar el bosque. Los alemanes no tardarían en "peinarlo".

Más allá de la carretera, a unos doscientos metros, comenzaba otro bosque. Dio la casualidad de que en el destacamento había un tractorista de la comarca, quien nos dijo que desde aquel bosque era más fácil abrirse paso hacia la retaguardia alemana. No recuerdo qué otros motivos existían, pero, en todo caso, era necesario marchar de allí cuanto antes.

— Pasaremos la carretera en pequeños grupos -ordenó el coronel-. Deme su automático, camarada comisario. Yo iré el primero con este tractorista para examinar el terreno y regresaré después. Calculo que será cosa de un par de horas.

Entregué dócilmente mi automático al coronel, le deseé buena suerte y ordené después a los combatientes que se dispersasen por los arbustos y descansaran. Todos estábamos terriblemente fatigados; la noche pasada no habíamos dormido y las anteriores casi tampoco. Nos repartimos equitativamente los restos de comida, guardamos para el coronel y su acompañante la parte que les correspondía y nos dispusimos a esperar.

Me eché a dormir. Tres horas más tarde me despertaba el de guardia.

— ¿Ha regresado el coronel? -pregunté yo.

— No, camarada comisario, no ha vuelto. Por el Oeste han comenzado a disparar fuertemente. Creo que debemos largarnos de aquí.

— Tendremos que esperar al jefe. ¿No conocéis la orden?

Esperamos una hora más, pero el coronel no regresó. Todos le habíamos visto cruzar la carretera sin novedad.

La desaparición del coronel* nos produjo a todos una impresión abrumadora, tanto más penosa para mí, porque me había quedado sin el automático.

Alguien encendió una hoguera en el bosque; unos alemanes que iban por la carretera, al ver humo, abrieron fuego de ametralladora y mortero. A rastras nos adentramos en la espesura. Rudkó desapareció. Inquieto, grité, imitando el habla de un campesino.

— Rudkó, ¿dónde has metido el caballo?

Los alemanes lanzaron varias ráfagas de ametralladora en la dirección en que había sonado mi voz.

Me arrastré unos metros más y grité de nuevo: "¡Rudkó!. Otra vez el fuego alemán me localizó. Los combatientes refunfuñaron y con razón. ¿A santo de qué los descubría con mis gritos?

No tuve más remedio que resignarme a la pérdida del camarada. Más tarde supe que simplemente había huido.

Nuestro destacamento se desmoronó. Quedamos solamente siete. No habíamos prestado juramento ninguno, no podíamos, en realidad, considerarnos guerrilleros, pero nos manteníamos firmemente unidos.

Los siete vagamos por los bosques del distrito de Chernuji, en la región de Poltava, unos cinco o seis días. Pasábamos hambre. Comíamos hierbas, raíces: una vez tuvimos suerte. Unos pastores nos trajeron un puchero de patatas cocidas y medio pan. Fue un verdadero banquete: Pero en vez de hartarnos, no sirvió más que para excitarnos el apetito.

* * *

Cuando anocheció decidimos entrar en la aldea, por una calle ancha y sucia. Las casas distaban bastante unas de las otras, separadas por jardines. Acababa de oscurecer y ya no se veía un alma. Silencio, el terrible y abrumador silencio del miedo. En las casas, naturalmente, habría gente. Antes, cuando se pasaba al anochecer por la calle de una aldea, los perros comenzaban a ladrar desde todas partes, y se lanzaban a los pies del transeúnte. En aquella ocasión caminábamos los siete sin percibir el menor ruido.

Ibamos del siguiente modo: yo delante, detrás de mí el teniente y los cinco restantes en fila india, guardando entre sí una distancia de dos pasos. Tal vez hubiera sido mejor ir más separados, pero cada uno quería oír respirar al compañero que iba delante.

Los pies me seguían doliendo espantosamente; caminaba apoyándome en el bastón. El pesado abrigo de cuero me asfixiaba. ¿Quién anda en septiembre con un abrigo de cuero forrado de piel? Pero el invierno se nos echaba encima y no había perspectivas de otro.

Marchábamos en silencio. Yo les guiaba, pero ¿a dónde? Y me decía: "Si encontráramos por ¡o menos a un viejo o a una mujer", y como al conjuro de este pensamiento descubrí una inmóvil silueta humana en la puerta de una casa.

Iba yo a abrir la boca para llamarle, cuando en el mismo instante la silueta se volvió y sobre el fondo de un claro tronco de abedul, divisé confusamente un automático suspendido de una correa y un casco.

¡Era un alemán! El primer alemán vivo que veía tan cerca.

Sin darme cuenta, seguramente impulsado por el miedo, saqué la pistola del bolsillo y disparé contra él. No sé si lo maté o no. Agachándome, doblé por un lado de la casa, hacia la huerta, gritando a los muchachos:

— ¡Alemanes!

En ese momento comenzó el tiroteo: chisporroteó un automático, después otro, y otro, una bengala rasgó el cielo. Yo corría con todas mis fuerzas, saltando por los terrones de las huertas, tropezaba, caía, volvía a levantarme y a correr. Bajo mis pies rompióse una tabla y caí dentro de una fosa. Salí de ella a duras penas y seguí corriendo. Al saltar una alta empalizada, mis pantalones se engancharon en un pincho, rompiéndose casi por la mitad.

Halt!

Disparé dos veces en dirección a la voz que me daba el alto y continué corriendo cuesta abajo, hacia el río... De nuevo bengalas y tiros. Me empezó a doler intensamente una rodilla. Pensé: "Me han herido los canallas", pero como podía correr, me tiré de cabeza al río, que había surgido inesperadamente ante mí. Recordé que lo habíamos pasado de día, pero por aquel lado formaba un recodo. Nadé hacia la orilla opuesta. Mi abrigo flotaba, inflándose en la superficie; el viento se me había llevado la gorra. Y por todas partes, a la derecha y a la izquierda, oía:

Halt, Halt, halt!

Dos fritzes me habían divisado y acribillaban a balazos el agua. Y por si era poco, las malditas bengalas. Tan pronto se elevaba una, yo sumergía la cabeza. Pero era imposible permanecer así mucho tiempo. La bengala se mantenía en el aire más que yo bajo el agua... Aquel río, llamado Mnogo, no era ancho, pero sí profundo. Costaba trabajo nadar con el abrigo y las botas. Cuando llegué a la orilla opuesta no salté a tierra; continué sin salir del agua, a ¡o largo de la ribera, oculto por los zarzaies. No asomaba más que la cabeza. Una bota se me había quedado en el limo del fondo. La otra la tiré. Pensé en deshacerme también del abrigo, pero se me ocurrió una buena idea: hundí el bastón en el barro —no sé cómo lo llevaba aún en la mano— y colgué encima el abrigo; escondí la cartera con el mapa y los papeles en el fango y para mayor seguridad lo apisoné lo mejor que pude. Después, a rastras, me dirigí hacia los arbustos.

Me costaba trabajo deslizarme así. Tenía bastante barriga y los brazos débiles por la falta de esfuerzo físico. Los codos empezaban a dolerme. La rodilla seguía torturándome... Me toqué para ver si tenía sangre: no, no estaba herido.

Me senté al pie de un arbusto, encogí las piernas y respiré. Los alemanes disparaban contra mi abrigo colgado en el palo. Surcaba el aire una bengala, e inmediatamente abrían fuego. Un minuto más tarde el gabán cayó al río y se lo llevó la corriente.

Sentado entre los arbustos me eché a reír. Sí, a reír. Me imaginé el aspecto que tendría yo: un hombre grueso, con una condecoración en la guerrera, sin botas, sin abrigo, sin gorra, calado hasta los huesos y encogido como un ovillo... "Pues sí — pensé —, estoy bueno yo para mandar desde aquí, bajo un arbusto..."

Cuando cesaron los disparos, salí de mi escondite y eché a andar de prisa por el campo. Pero no era exactamente un campo, sino un cañaveral recientemente cortado. ¡Entonces sí que lamenté mis botas! No había andado más de veinte metros y ya tenía los calcetines y los peales hechos trizas, y los pies llenos de desgarraduras. ¿Mas qué podía hacer? Seguí andando. Habría recorrido unos dos kilómetros, cuando divisé los contornos de unas casuchas y a la izquierda una parva de trigo. Me acerqué. Era una parva grande, y junto a ella otra pequeña. Me acomodé entre las dos. Procuré ocultarme con paja, pero seguramente se me veían los pies. En seguida quedé dormido, mejor dicho, sentí como si me desvaneciera.

Volví en mí unas cuatro horas después, hecho un ovillito, igual que cuando era pequeño y no quería levantarme de la cama. Tumbado, temblando de frío, con una mano me arrancaba las espinas clavadas en los pies, y con la otra apretaba la pistola. En los bolsillos ¡levaba cartuchos de repuesto. Volví a cargar la pistola. Seguí tendido, sin atreverme a asomar ¡a cabeza. Me reprochaba sin cesar el haber huido de los alemanes, yo, que tanto había condenado siempre la cobardía...

Durante mucho tiempo estuve apostrofándome, y después me puse a pensar en qué hacer.

A unos quinientos pasos había unas casas en las que vivían koljosianos. ¿Qué dirían al yerme aparecer?

Soy un cuadro del Partido, un hombre de masas, vivo para los demás. Nunca he conocido la soledad, no la he buscado ni la necesito. Digo eso porque esconderse sólo para salvar la vida, era inconcebible para mí. Hasta pensarlo me repugnaba.

Pero confieso que en aquel momento me desorienté. Además, me encontraba débil físicamente, con los pies hinchados, sangrando, y... no me sentía seguro de mí mismo.

Cantó un gallo. "Va a amanecer", pensé. De pronto a mi lado rebulló algo, el haz que me cubría se estremeció y cayó a un lado...

Me incorporé de un salto, empuñando la pistola... Había amanecido ya, pero yo no descubrí a nadie. Solamente a mi alrededor cacareaban unas gallinas. ¡Malditas, menudo susto me habían dado!

*Encontré al coronel Grigóriev dos años y medio después en circunstancias de las que hablaré más adelante.


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