"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: DIAS DIFICILES parte 9 de 13

Pero no había hecho más que salir el aspirante a policía, cuando se presentó otro individuo. Este era un tal Shokodko, hijo mayor del kulak que tuvimos en la aldea. Había venido desde Priluki. "Mi padre fue expulsado en el año 1932 y en la actualidad está deportado en Siberia. He trabajado de cobrador en la Caja de ahorros del distrito. Confío en que ahora triunfará la justicia, y podré tomar posesión, como heredero directo, de nuestros bienes inmuebles. Tenga la bondad de leer este papel que le envía el burgomaestre del distrito, fulano de tal. Se le ordena que me ayude". Sus bienes inmuebles eran la isba-biblioteca y la casa-cuna, las dos mejores casas de la aldea. ¿Qué podía hacer con semejante tipo? Hablaba con educación y delicadeza. No tenía motivos para sacudirle.

Bodkó guardé silencio, como reflexionando, y añadió:

— Debo decirle que no es el primero que ha regresado. Han vuelto ya cuatro kulaks y dos que medio lo eran. "Eche usted a los koljosianos —me exigen— donde quiera. Para eso es la autoridad. Los alemanes han promulgado una ley diciendo que se nos devuelva todo". Al cobrador lo metí en la isba-biblioteca. Y le dije que le daba, además, todos los libros, toda la biblioteca, como compensación por sus sufrimientos. Le aconsejé que los escondiera en sitio seguro. ¡Y fíjese, escondió incluso la literatura política, los libros de Lenin! ¡Hay que ver lo que es tener alma de kulak! ¡Quiere aprovecharlo todo! Pero bueno, que lo guarde; cuando regresen los nuestros, lo recogeremos. A los demás, a los que quieren que eche a los koljosianos, por ahora les voy dando largas. La gente está furiosa contra ellos. A uno, le pillaron de noche, le echaron una manta por la cabeza y le dieron una buena tunda. Vino a yerme llorando. Le respondí: "¿Qué puedo hacer? La gente es poco consciente. No tengo aún policías. Espere un poco a que se afiance el régimen alemán"... ¿Y sabe una cosa, camarada secretario? Nos conviene, incluso, que regresen los kulaks. La gente se pondrá más furiosa contra los alemanes.

En el Ayuntamiento de Priluki me han preguntado ya cuánto trigo y cuántos cerdos puede entregar nuestra aldea. "Vaya llevando la cuenta, pero si hace trampa, kaput. ¿Sabe usted lo que hago? Entro en una casa y si el dueño es de confianza, si es un hombre soviético, le pregunto: "¿tienes pala? Abre una zanja y ten en cuenta que hay que esconderlo todo. Principalmente el trigo. Debéis degollar a los cerdos, las ovejas y el ganado mayor, salarlos y enterrarlos lo más profundamente que podáis".

Mi mejor ayudante es una beata. Cuando aparecieron los alemanes en la aldea —una sección de ciclistas— fue la primera en salir a recibirlos con el pan y la sal. Se envolvió la cabeza con un blanco pañuelo almidonado y les hacía profundas reverencias. Dos días más tarde llegaron unos motoristas y le quitaron un lechón. ¡Había que ver cómo se reían los vecinos de la abuela aquella! Ahora se mueve como un agitador profesional y maldice a los alemanes por todas partes: "¡Bandidos —grita—, asesinos, me han quitado el último lechón! ¡Guardadlo todo, buena gente! ¡Es Satanás en persona el que ha venido! " Yo, camarada secretario, me oriento en estos pequeños asuntos cotidianos y confío en no equivocarme. Aunque claro, el puesto que ocupo es peliagudo. Por mucho que le diga a la gente y por mucho que me esfuerce en hacer bien, bastantes me consideran traidor. Mi único consuelo es que la historia sabrá juzgarme... —Bodkó sonrió triste—. Tengo buena salud, gracias a Dios, los brazos y las piernas fuertes, la cabeza no me duele, pero me duele el alma, camarada secretario... Bueno, no vale la pena de hablar de mí. ¿Qué soy yo, quién soy yo?

En esta humilde pregunta percibí que se sentía ofendido. Bodkó me confesó, después de muchas preguntas, que no podía aceptar la decisión del Comité de Distrito expulsándole del Partido. Pero no me explicó el motivo de la expulsión.

— No es el momento oportuno de hablar de eso, Alexéi Fiódorovich —rehusó Bodkó—. En mi opinión, sigo considerándome bolchevique. Cuando termine la guerra, podrá usted decidir si sirvo y si merezco que se me perdonen mis faltas. En estos momentos, en mi calidad de expulsado, puedo prestar una mayor ayuda al Partido... Bueno, más vale que volvamos a tratar de nuestros asuntos.

Primero: ¿Qué hacer con el koljós? Es decir, ¿con sus bienes? Lo que pudimos, lo hemos repartido por las casas. Todo el ganado, las simientes, algunos aperos. Pero tenemos trilladoras, aventadoras, sembradoras. ¿Debemos destruirlas? Las manos se niegan a obedecerme. En segundo lugar, la gente. Durante los últimos años la mentalidad de la gente ha experimentado un gran cambio. Tenemos tractoristas, jefes de brigada y ordeñadoras excelentes. Toda esta gente se aburre y se desespera en su pequeña hacienda individual. Las instrucciones alemanas no hablan nada de la liquidación del koljós y, según dicen, no se prevé. Dejan las comunidades para poder sacar más. Nosotros hacemos que trabajamos, pero los koljosianos están acostumbrados a trabajar de verdad, con toda el alma. Fíjese lo que ocurre a veces: en una ocasión, al anochecer, vi luz en casa de una tractorista y entré: la muchacha estaba sentada al lado de una mesa y todas sus amiguitas alrededor. Pensé que estarían echándose las cartas. Pero me di cuenta de que leían un libro. "¿Qué hacéis?" —les pregunté. ¿Sabe lo que era? Estaban repasando la guía técnica del tractor.

¿Qué podía uno hacer en un caso así, camarada secretario? ¿Reñirlas, felicitarías, echarse a llorar? La gente está acostumbrada a estudiar, a leer, a oír radio, a ver cine: antes teníamos cine dos veces a la semana.

No hace mucho me ocurrió otro caso, hasta da vergüenza contarlo, casi me matan unos niños, unos pioneros. Me empecé a dar cuenta de que poco a poco alguien se encargaba de desmontar y llevarse las piezas de las máquinas aventadoras, trilladoras, rastrillos de tiro. Los aperos estaban sin nadie que los vigilara. Tengo que reconocer que no pensé como es debido si eso era bueno o no.

Un día iba yo por el campo por el lado de la era cubierta. De pronto vi como escapaban de allí unos chicos que se escondieron entre los arbustos. Me acerqué a la era —había allí un motor transportable— el volante ya estaba quitado, las bujías desenroscadas y todos los demás tornillos a medio quitar. Meneé la cabeza preocupado. Y no es que me diera pena todo aquello, sino simplemente por lo inesperado del hecho. Después miré a mi alrededor y vi que no lejos de los arbustos la tierra está recién levantada y sobre ella, una piedra. Me acerqué allí, toqué la piedra con el pie y de pronto algo pasé silbando junto al oído. Me incliné y — ¡bam! — recibí un golpe en medio de la columna. Me di la vuelta y vi un tornillo en el suelo. Me puse terriblemente furioso y me lancé directo hacia los arbustos. Pues imaginense, pesqué a Mishka, de apodo El Gallo. Lo cogí por el cogote y lo sacudí bien, pero se puso a morderme y a escupir dando además órdenes a no sé quién: "Tiraos sobre él, chavales, ¿qué esperáis?"

Este Mishka el año pasado ayudé mucho al koljós. Puso en práctica un juego: "El movimiento de Timur". A la cabeza de una brigada de pioneros se dedicó a recoger mieses y organizó un servicio de vigilancia en el huerto del koljós... Fue un amigo y ahora lo tenía como enemigo. Los ojos le ardían como a un lobezno y hasta parecía aullar de odio. De pronto se lanzaron sobre mí otros cinco. Me tiraron al suelo y me dieron con sus puñitos bajo las costillas. Ya me pasó la furia y les grité: "Alto, chavales, no me matéis, soy uno de los vuestros..." Me creyeron, me soltaron y después organizamos durante una media hora una reunión secreta. Me descubrí un poco, entonces también ellos me contaron que untaban con autol las piezas de las máquinas y las enterraban. Encima del hoyo ponían las piedras como señal. Les dije que la cosa me parecía bien, sólo que nos inventamos otro sistema de señales. Las piedras se notaban demasiado.

Y ahora, camarada secretario, quiero hablarle de lo más importante. El Partido nos enseña que el capital más precioso es el hombre. Yo soy el dirigente local, puesto, aparentemente por los alemanes, pero en realidad por el Poder soviético y el Partido bolchevique en la clandestinidad. Estoy acostumbrado al plan y al cálculo. Estoy acostumbrado a contar, y lo he hecho. Tenemos en la aldea doscientos seis hombres aptos para el trabajo y quinientas doce mujeres. Sin contar a las viejas, los viejos y los chicos. Entre los hombres hay de todo, forasteros dudosos y gente de paso: prisioneros y errabundos arrojados aquí por la guerra. Yo, naturalmente, los protejo de los alemanes y los seguiré protegiendo, por supuesto. Pero también hay gente nuestra, es decir, de aquí. Y casi todas las mujeres son de la aldea.

Usted me preguntará que adónde voy a parar con estos cálculos. Pues muy sencillo: yo creo que esa gente constituye una fuerza; tanto desde el punto de vista civil como desde el militar. Y es una fuerza que está inactiva. Se pasan el día mirando por la ventana, con la cabeza apoyada en las manos. ¿Qué hacer, camarada secretario, para volver esa fuerza contra los alemanes, para conseguir que luchen todos?

Bodké hablaba enardecido, casi a gritos; tan pronto se sentaba, como se levantaba e iba y venía por la habitación. En realidad, Bodkó me hacía todas esas preguntas no tanto para obtener respuesta como para exponer sus pensamientos y exteriorizar sus dudas.

La madre de Simonenko entró en la casa con un cubo lleno de agua. Bodkó lo asió con ambas manos, alzándolo hasta la boca, y bebió durante largo rato. Me fijé en sus grandes manos de obrero, llenas de oscuras cicatrices. ¡Era un hombre ansioso de vivir y trabajar! ¡Y el destino le obligaba a desempeñar el papel de traidor!

Tuve que hacerle algunas observaciones.

— Usted dice, camarada Bodkó, que todos deben luchar contra los alemanes. Pero eso no es tan fácil. A la gente hay que abordarla ahora con más cautela que nunca. Usted me acaba de contar que los kulaks regresan, y también me ha dado la cifra de hombres y mujeres que hay en la aldea. Pues bien, vamos a ver quiénes son, qué piensan, qué sueñan en sus casas...

Bodkó no prestaba gran atención a mis consejos. Estaba impaciente por luchar.

Antes de salir de Lísovie Soróchintsi, volvimos a vernos más de una vez. Le visité también en su casa. La mujer y la hija mayor me recibieron muy afectuosamente. Me hicieron sentar a la mesa:

— Pruebe ese jamón, es casero. Hemos matado un lechón. El padre ordenó que lo degolláramos para que no se lo llevaran los alemanes.

Unos cuantos hombres, a quienes Bodkó había dado albergue, sentáronse con nosotros. Pregunté en voz baja al dueño de la casa: "¿Quiénes son?"

— No se preocupe, Alexéi Fiódorovich, son de confianza, es gente soviética que se esconde de los alemanes.

Uno de aquellos "hombres de confianza" me desagradó profundamente. Frisaba en los cuarenta y cinco años y tenía aire beato y monástico, los ojos pequeños, inquietos, la barbita rala y puntiaguda. Para mis adentros lo califiqué de baptista. Vestía uniforme de soldado del Ejército Rojo, que le sentaba como si llevara un cilicio debajo; a cada momento se encogía. Saludaba con gran ceremonia, haciendo profundas reverencias.

— Gracias, buena gente, por tan cariñoso trato y albergue.

Después, alargando las palabras, añadió con voz lastimera.

— Lejos de aquí, al otro lado, mis hijitos esperan a su papaíto. Pero el papaíto ha caído en manos de los alemanes, el papaíto llora por sus hijitos...

— Oye, amigo, ¿dónde trabajabas antes de la guerra? —pregunté sin poder contenerme.

— En lo mismo que usted —me respondió, apresurándose a sonreír.

— ¿Cómo en lo mismo que yo? Yo he salido de la cárcel —dije bromeando, pero observé de pronto que el tipo aquel me guiñaba con disimulo un ojo, como previniéndome que no me franqueara mucho. A mis palabras respondió con bastante desenvoltura.

— Lo que he perdido no lo lamento, y ahora, como ve, vagabundeo y vivo de limosna.

Durante la comida estuvo pegado a mí y, aprovechando un momento, me susurré al oído.

— El dueño de la casa, por lo visto, es muy soviético.

Imitándole, pregunté también en un susurro.

— ¿De dónde lo sacas?

— Le oí hablar... ¿Quién lo habrá nombrado stárosta?

Mi contestación le pilló tan de sorpresa, que se encogió aún más y no volvió a preguntarme nada.

— Lo nombré yo; lo que tú pienses me tiene sin cuidado.

En casa de Bodkó siempre vivía alguien, siempre daba cobijo, comida y ropa a todo el que llamaba a su puerta. En su casa acogiéronse no menos de veinticinco personas; eso, claro está, es digno de encomio. La mayoría de sus "huéspedes" se incorporé más tarde a los destacamentos guerrilleros. Pero Bodkó era muy vehemente, y franqueábase con todos sin distinción. Yo se lo advertí, pero siguió haciendo lo mismo.

Por indicación mía, Bodkó fue a Priluki para contactar con los bolcheviques que actuaban en la clandestinidad. No consiguió verlos, pero se enteré de- algo interesante.

— En una reunión de stárostas se dijo que en el distrito y en la ciudad había más de treinta activistas del Partido y de los Soviets detenidos. Dieciocho han sido fusilados ya. También se dijo que Fiódorov había aparecido en la región. Todos los stárostas y policías han recibido la orden de informar inmediatamente sobre cualquier rumor que permita localizarle.

Bodkó se esforzaba por hablar en voz queda, pero, seguramente, se le podía oír hasta en la calle.

— Me llamó el alcalde y me dijo: "Ha llegado a mis oídos que Fiódorov se ha dirigido hacia vuestra localidad. Ahora es la ocasión de que usted demuestre de lo que es capaz. Si conseguimos echarle el guante..." Y prometió tales cosas que casi corriendo me vine a casa. Debe usted trasladarse a otro sitio, Alexéi Fiódorovich.

Por la noche, serían las tres, me desperté y al instante salté de la cama. Me sentía muy alarmado. Saqué de debajo de la almohada la pistola y la coloqué a mi lado. El corazón me latía con tal fuerza que me molestaba prestar atención a los ruidos. Parecía como si tras la puerta de la casa alguien hablara entre susurros. Me esforcé en tranquilizarme, no quería despertar por alguna tontería a los dueños de la casa.

Caía gran cantidad de agua del tejado, crujía bajo las imágenes la mecha del quinqué. Ni un sonido más. Quise acostarme de nuevo, pensé que me había excitado la conversación con Bodkó y ahora por todas partes se me aparecían los perseguidores. Pero de nuevo se oyeron unos susurros tras la puerta, distinguí varias voces. Alguien pasó bajo la ventana, se metió ruidosamente en un charco y lanzó una blasfemia. Me fui a despertar a Iván. De lo alto del horno bajó la dueña de la casa, me hizo un gesto tranquilizador y se dirigió corriendo sobre puntillas a la puerta. Iván me metió en la mano izquierda unas granadas y se colocó a mi lado. Su madre pegó la oreja a la puerta.

Dieron unos golpes en la ventana. Pero no de un modo exigente, tal como lo hacían los alemanes o los policías, sino con timidez, con las yemas de los dedos.

— ¿Quién es? —preguntó entre susurros pero bastante alto la mujer.

Iván acercó los labios a mi oído:

— Se hacen los listos, ahora dirán que son de los nuestros.

Y en efecto, tras la puerta se oyó una voz de mujer:

— Buena gente, abuela, ábranos...

La mujer se acercó a su hijo diciendo:

— Es Zinka Tatarchuk, la encargada de la brigada; ¿qué querrá a estas horas? ¿Abro?

— Abranos, no tenga miedo... —intentaba convencerla la voz de mujer.

— ¿Quién viene contigo?

— También gente nuestra, abuela, Nikita y Sashok, y además Dúleva Verka, ábranos, venimos a ver al invitado; él mismo nos dijo...

La viejecita abrió el pestillo de la puerta. Iván iluminó con la linterna los rostros de los llegados. Yo en seguida reconocí a la chica con la que estuve hablando hacía unos tres días. La misma que había ido a Moscú, a la Exposición Agrícola.

— Pasad rápido —les decía la vieja— que se enfría la casa.

Tras ella entraron en la habitación tres, cuatro personas y tras ellos seguía surgiendo gente de la oscuridad.

La dueña de la casa agité los brazos de alarma.

— ¡Pero, cuántos sois, salid al patio! Pero, Zinka, ¿te has vuelto loca?

La chica dijo a dos que se quedaran y a los restantes los mandó fuera. Después se dirigió a mí:

— A lo mejor, salimos también nosotros, camarada...

— Orlov —le dije. Me gustó que se acordara del otro día y ya no me llamara por mi nombre verdadero—. ¿De qué se trata? ¿No puede ser deprisa? Dígame lo que sea aquí, confío en esta gente.

La chica sonrió con expresión afable:

— A la abuela Simonenko se le puede tener confianza. Es uasi una madre... Pero, hemos venido por lo siguiente, camarada Orlov. Hace tres días usted me decía que hace falta formar un grupo, para ir al bosque. Pues aquí tiene el grupo: doce chicos y tres chicas. También tenemos armas: ocho granadas, dos fusiles; llevamos cuchillos, pan y tocino para una semana; sólo nos falta una cosa, camarada Orlov...

— ¿Un plan de acción?

— No, el plan ya lo tenemos. Es este: movernos hacia el bosque de Ichnia y si ahí no encontramos guerrilleros, seguiremos adelante hacia la región de Oriol. No puede ser que no encontremos guerrilleros. Pero, mire, éste es nuestro problema: no sabemos quién debe ser el jefe. Los chicos dicen que no hace falta. Pero a mí me parece que esto no puede ser. Desde el momento que salgamos nuestro grupo será grupo guerrillero. ¿No es así, camarada Orlov?

— Correcto.

— ¿Qué había dicho yo? —se dirigió a los dos chicos—. Y si somos guerrilleros, tiene que haber una disciplina. El que se escape será un desertor, y a ese —en su voz sonó una nota dura, metálica—, el que se escape o, aún peor, el que se atreva a levantar la mano contra uno de los suyos, a ese ¡hay que darle muerte!


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