"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: DIAS DIFICILES parte 3 de 13

 

Durante la guerra jamás me vi en tanto peligro como en aquellos días. Mi aspecto era tal que podía provocar risa y piedad. Lo confieso sin rubor, porque creo que todos los que han empezado la guerra como yo, reconocerán para sus adentros haber tenido momentos de decaimiento físico.

Pero volvamos a lo que me sucedía a mi. Repito que jamás me encontré en tanto peligro como entonces. Me había dejado ganar por el cansancio. Seguramente dormí unas cuatro horas en aquella parva de trigo y me podían haber apresado tranquilamente mientras dormía. Para colmo, llevaba en los bolsillos de ¡a guerrera los siguientes documentos: el carnet del Partido, el carnet dé identidad como secretario del Comité Regional, el carnet de identidad de miembro del Comité Central del Partido Comunista (bolchevique) de Ucrania, la libreta de condecoraciones y los carnets de diputado al Soviet Supremo de la URSS y de la RSS de Ucrania.

Aquel amanecer, cuando me despertaron las gallinas, no vi a mi lado a ningún ser viviente.

Me levanté y ya me disponía a marchar, cuando abrieron fuego de mortero sobe el campo; cerca de mí, a unos trescientos metros, tabletearon ametralladoras. No sé quién disparaba contra quien. Estaba ya acostumbrado a precaverme de todo. Y hubiera sido estúpido, además, haberme mezclado con mi pobre pistola en aquel tiroteo.

Volví a tumbarme, acomodándome entre la parva. Las gallinas, cacareando, escarbaban afanosas la tierra a mi lado; los gallos lanzaban su altivo y libre quiquiriquí. Sentía odio por esos bichos. Conocía la afición de los alemanes por las gallinas y los huevos. Probablemente vendrían en busca de carne blanca y toparían conmigo.

Me atormentaba el deseo de fumar. Pero estaba tan helado que no podía moverme... Además, los cigarrillos y las cerillas estaban mojados.

Poco después cesó el tiroteo. Oí el rastrear de unos pasos y una tos que sin duda era de vieja. No se oían voces; eso significaba que la viejecita estaba sola. Se puso a llamar a las gallinas, bisbiseando y gruñendo algo.

Alargué ¡as piernas, que se me habían quedado entumecidas, me volví resueltamente y, apartando la paja, me puse en pie de un salto.

— ¡Dios santo, Dios santo! —gritó la vieja agitando los brazos.

Comprendo que era para asustar a cualquiera ver a un tipo así: descalzo, barbudo, mojado, con ¡a cabeza llena de paja.

La vieja se persignó y quedé como petrificada. También yo guardé silencio unos segundos; la mañana era soleada y me sentí deslumbrado.

— ¡Oigame, abuela! —dije con la mayor tranquilidad que pude—. No tenga miedo. No muerdo. ¿Los alemanes están lejos?

— Quiá, en la aldea. Están llevándose el trigo y el ganado.

— ¿No tendrás, abuela, algo de comer?, ¿un pedazo de pan o un tazón de leche?

Al tiempo que hablaba con la vieja, yo miraba alrededor: lo que en la oscuridad habíanme parecido casas eran gallineros. El koljós sacaba las aves al campo para luchar contra los parásitos y había construido unos gallineros bastante espaciosos. La vieja, seguramente, sería la encargada de las aves.

— ¿Y bien, abuelita, no tendrá un bocado que dar a un soldado ruso?

— No tengo nada, querido... ¿te parece bien asustar así a la gente?

— ¿En aquel bosque hay también alemanes? —y señalé la linde que comenzaba a unos trescientos o cuatrocientos metros de la parva.

— Los alemanes están por todas partes —respondió la vieja.

Por detrás de los gallineros apareció un viejo senil, de abundante barba verdosa, con un bashlyk* sobre los hombros.

— Este mozo, abuelo, pide comida —explicó la vieja.

El viejo me miró de soslayo; sin decir nada comenzó a desatar su capuchón. Tardó mucho tiempo en hacerlo. Después sacó un gran trozo de pan y un pedazo de tocino; sin decir nada, me los tendió y se senté en el suelo. Mientras engullía, los viejos no me quitaron los ojos de encima.

— Oye, mozo —dijo, al fin, el viejo— a unos cien pasos de aquí hay un soldado muerto. Lleva un capote muy bueno. En vez de pasar frío ve y quítaselo.

Sin dejar de masticar, denegué con la cabeza.

El viejo me miró con curiosidad.

— ¿No te parece bien? ¿Eh?

El viejo se levantó y desapareció detrás de la parva donde yo había pasado la noche y parte de la mañana. Regresó con un capote sucio y todo roto.

— Si no quieres quitárselo a un muerto, a mí no me lo vas a despreciar. Llévatelo, muchacho, y salva la vida.

El capote estaba roto, desgarrado casi hasta el cuello. Coloqué un pie encima y acabé por rasgarlo en dos partes. Una mitad me la eché sobre los hombros, la otra la rompí por el medio y me envolví con los pedazos los pies.

Los viejos me observaban sin decir nada. Tampoco yo intenté continuar la conversación. No estaba para eso. Me castañeteaban los dientes, me temblaban las piernas y los brazos. No se me había secado aún la ropa después del baño de la noche anterior...

Una vez vestido de esta guisa, me levanté y, despidiéndome de los viejos, me encaminé hacia el bosque.

— ¡Eh, mozo! -me gritó el viejo.

Volví la cabeza.

— Que Dios te acompañe... ¿Tienes armas?

Asentí con la cabeza.

— Pues, antes de morir, mata a un alemán por lo menos. Anda, ve, ¿qué haces ahí parado? ¡Hala, hala, por lo menos no mueras en vano!

En la linde del bosque vi pasar unas siluetas humanas. Rusos, probablemente. Tenía irresistibles deseos de volver a encontrar al teniente y a todo el grupo que había perdido la víspera. A la derecha, a unos quinientos metros, extendíase una pequeña aldea.

* * *

Por el campo venía corriendo de la aldea una niña descalza, con sólo un vestidito sobre su cuerpo. Sin dejar de correr, gritaba, lastimera, a voz en cuello.

Al verme se detuvo bruscamente a unos cinco pasos de mí y dejó de gritar. También yo me detuve. Era una niña campesina, de rubios cabellos, de unos nueve años. Me miraba con los ojos muy abiertos.

Di un paso hacia ella, y tendí la mano para acariciar sus cabellos. La niña retrocedió y sus labios temblaron.

— Soldadito —dijo, respirando trabajosamente—, ven conmigo, soldadito. Sígueme, de prisa —se agarró de mi mano y tiró de ella—. Los alemanes están pateando a mi madre, la están haciendo pedazos, vamos, de prisa.

Yo no podía caminar de prisa, pero la niña quería que corriéramos y repetía: "Salva a mi mamá".

Habría andado unos quince pasos cuando reflexioné que no debía ir con ella, que no tenía derecho a dejarme llevar por mis sentimientos. Me detuve.

— ¿Qué haces? —exlamó la niña, y tiró de mi mano. Después me miró a los ojos: un temblor convulsivo estremeció sus mejillas. Soltó mi mano y echó a correr al bosque, repitiendo su grito.

Y había tal angustia, tal desesperación en su voz que me lancé detrás de ella, gritando.

— ¡Espera, niña, vamos, vamos! ¿Dónde está tu madre?

Pero la niña no se volvió. Corría tan ligera que yo con mis pies destrozados no podía ni pensar en alcanzarla. La pequeña gritaba sin cesar y durante unos minutos seguí oyendo todavía su voz... Resonaba en mis oídos al día siguiente, y una semana más tarde. La oigo todavía hoy.

— ¡Soldadito, ven conmigo!

* * *

En el lindero, entre unos matorrales, vi a tres soldados rojos. Los tres llevaban a la espalda unos grandes sacos abarrotados. Tenían un aspecto bastante deplorable, pero sus capotes estaban enteros, aunque sucios, y sus botas en buen estado.

Los tres eran chóferes. Me relataron brevemente cómo fueron cercados. Yo les dije que era comisario de regimiento. No sé si los chóferes me creyeron o les tenía sin cuidado; el caso es que me aceptaron en su compañía y me "incluyeron en el racionamiento".

— Vamos a deliberar, comisario —dijo uno de ellos, de mal talante, rostro tumefacto y sombría mirada.

Diciendo esto, guiñé un ojo a sus compañeros. Los tres se dirigieron a un gran almiar, yo los seguí. En el almiar había un hueco profundo como, una gruta. Nos metimos dentro y nos instalamos cómodamente.

El chófer de la mirada sombría desató su saco, extrajo dos botes de conservas, una cantimplora con vodka y un trozo de pan. Despaciosamente, corté el pan, abrió con diestro movimiento un bote, repartió la carne sobre los trozos de pan, virtió la vodka en el bote vacío y me la tendió primero a mí.

Todos bebimos por turno. Después nos pusimos a comer. Al terminar, uno de los chóferes, moreno y vivaracho, hebreo, a juzgar por sus facciones, dijo al de mal talante.

— Bueno, Stepán, ¿es que vamos a pasarnos todo el tiempo metidos en el almiar?

Stepán le lanzó una rápida mirada, sin despegar los labios.

El tercer chófer, un muchacho picado de viruelas y con acento de ruso norteño, dio una palmada al huraño chófer.

— Sabes, Stepán, vamos a abrirnos paso hacia los nuestros. Ya tenemos a un comisario que, a juzgar por su aspecto, es un tío valiente y vendrá con nosotros.

Stepán clavó su mirada en mí, luego tendió su mano larga y peluda hacia ¡a condecoración que yo llevaba en el pecho y ¡a tocó. Al parecer se emborrachaba fácilmente.

— ¡Un comisario es lo que nos hacía falta! ¿Para qué te has colgado eso, estúpido? -me dijo sin quitar la vista de la condecoración- ¡Quítatelo, si no te lo quitaré yo!

— Estate quieto -intervino el picado de viruelas-. ¡No hagas el tonto, Stepán! Hablemos en serio.

— ¿Que hablemos en serio? ¿De qué tenemos que hablar? Estamos perdidos —gruñó el fosco chófer. Volvió a llenar el bote de vodka, bebió, enjugóse la boca con la palma de la mano y prosiguió lentamente-. Lo que tenemos que hacer es muy sencillo: llevaremos al comisario del brazo a la aldea próxima y que el comandante decida a quién colgar y a quién mandar al campo de prisioneros. Si les llevamos el comisario, los alemanes sentirán más confianza en nosotros. —Al advertir que yo me llevaba la mano al pecho, me la sujetó-. Espera, amigo, no me asustes, ya tendremos tiempo de pelearnos. También yo tengo un cacharro así... Tira tu chapa entre ¡a paja y toma este documento. Diciendo esto, sacó del bolsillo varias octavillas: "salvoconductos" alemanes. Con un esfuerzo logré arrancar la mano de entre sus fuertes dedos y saqué la pistola... El chófer picado de viruelas, que estaba sentado a mi derecha, me dio un golpe en el brazo que me hizo soltar el arma. Intenté abalanzarme sobre él, pero, con la celeridad de un gato, el chófer picado de viruelas saltó sobre Stepán.

— ¡Canalla, te has vendido!

El moreno se precipité a ayudarle y entre los dos derribaron a Stepán.

— ¡Esperad, hermanos, hermanitos! -gritaba éste debatiéndose con pies y manos y mordiéndolos. De pronto emitió un ahogado y extraño ronquido y sus pies golpearon el suelo.

Un minuto más tarde todo había terminado. Salí del almiar y suspiré profundamente. Detrás de mí salieron también el moreno y el picado de viruelas, con sus sacos al hombro. El picado de viruelas, mirando a un lado y sin dirigirse a nadie, dijo:

— ¡A un perro, muerte de perro!

Después, enjugándose con la manga el sudor del rostro, se dirigió a mí.

— No hay necesidad, camarada comisario, de disparar en vano y armar ruido. A veces vale más hacerlo callandito...

No volvimos a hablar más de lo sucedido. Nos adentramos en el bosque, cada uno a vueltas con sus ideas. Yo pensaba que aquellos dos combatientes del Ejército Rojo me habían dado un ejemplo de decisión y necesaria crueldad.

*BashIyk: especie de capuchón de paño que se pone encima del gorro. (N. del Trad.)


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