"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: DIAS DIFICILES parte 12 de 13

Caminaba por la estepa apesadumbrado y furioso. La lluvia arreciaba, el húmedo viento me azotaba el rostro. Pero estaba muy lejos de creer que esa misma noche me vería metido en otra aventura de índole bastante desagradable.

A eso de las cuatro de la madrugada entré, por la parte de las huertas, en la aldea de Levkí, del distrito de Málaia Dévitsa y golpeé en la ventana de la casá indicada por Bodkó.

Tras la puerta, of el disputar de dos voces: una de mujer y otra de hombre. La de mujer era autoritaria y enérgica; la de hombre, irritada y chillona. Al principio no oyeron mi llamada.

— ¡Cabeza de asno! —gritaba la mujer—. ¡Asno has sido siempre y asno serás! Dime, ¿qué tienes dentro de la cabeza? ¿Por qué callas? Dime, ¿qué tienes en la cabeza, estiércol o serrín?

El hombre prefirió dejar sin contestación esta pregunta.

— Marúseñka, fíjate en la esencia de las cosas, en lo concreto... Golpeé con mayor fuerza. Los que discutían callaron repentinamente; después of un cuchicheo y el ruido de algún objeto pesado. Al cabo de un minuto, una voz femenina, esforzándose por parecer cariñosa, preguntó:

— ¿Quién va? Kulkó está enfermo.

— Abre, abre. Y date prisa, di a Kuzmá lvánovich que soy Fiódor Orlov, su viejo amigo.

Fiódor Orlov era mi nombre clandestino de Partido. Lo conocían todos los que trabajan en la clandestinidad.

La mujer se alejó a consultar probablemente con su marido. Poco después regresó y me abrió la puerta. Sin saludarme, señalé con la cabeza en dirección a la estufa y dijo:

— ¡Ahí está!

Kuzmá Kulkó estaba tumbado sobre el alto del horno, envuelto en la manta hasta la misma barbilla. Su mujer alzó el quinqué y casi me lo metió en las narices.

— Lo reconozco —dijo Kulkó—. En efecto, es Fiédorov. Estamos esperando a los alemanes, Fiódorov, por eso preparamos un plan de conspiración: yo estoy "enfermo" de tifus. Dicen que en casa de los enfermos de tifus no alojan a nadie y que, por lo general, procuran evitarlos.

— Es completamente cierto —respondí yo seriamente—. Las casas de los enfermos de tifus, tuberculosis, disentería y demás enfermedades infecciosas las cierran bien por fuera, las rodean de paja y las prenden fuego con todo lo que hay dentro.

No sé si Kulkó me creyó o no, pero el caso es que saltó de la estufa como si le hubiera picado una avispa. Se puso rápidamente unos pantalones y una camisa, se sentó a la mesa y fijó en mí la mirada. Su mujer también callaba, pero advertí que una sonrisa sarcástica le contraía la boca.

Había yo entrado un poco en calor y, tranquilamente, me puse a examinar la habitación. La conducta de los dueños de la casa era muy extraña y antes de comenzar a hablar quería saber con quién me las entendía. A Kulkó lo conocía oficialmente, por decirlo así: lo había visto en Chernígov, en diversas reuniones regionales, había hablado con él cuando estuve en el distrito de Málaia Dévitsa. Era un trabajador mediano. Su aspecto no podía ser más corriente: ni bajo ni alto, ni gordo ni delgado y calvo en medio de la nuca. Vestía como todos. Habíase trasladado del centro del distrito a la aldea de Levkí por indicación del Comité de Distrito clandestino. No sé si la casa donde vivía era de sus padres o de los de su mujer.

A pesar de que la habitación estaba mal alumbrada, advertí por muchos indicios que los dueños estaban repartiéndose las cosas o quizás preparándose para llevárselas a otro sitio. Vi un gran baúl, tan repleto que no lo habían podido cerrar. Sobre varias sillas estaban colocadas algunas pellizas flamantes. Unos diez cubos nuevos, metidos el uno en el otro, apilábanse en un rincón y a su lado, amontonados, arreos. Bajo el diván asomaba el extremo de una caja apresuradamente metida allí y llena de trozos de jabón. Sobre una ancha cama, abrigos infantiles tirados en desorden. Para colmo, un cordero asomé de pronto por debajo de la cama y comenzó a balar.

— Bueno, camarada Kulkó, cuénteme —dije encarándome con el dueño de la casa—, ¿qué tal marchan las cosas por aquí, cómo se trabaja? ¿Dónde están los alemanes? Dígame todo lo que pasa.

— En Levkí —comenzó Kulkó con bastante inseguridad— hay gente. Algunos comunistas forasteros y los del pueblo. Nos vamos preparando poco a poco... El trabajo es nuevo, estamos, por decirlo así, en período de organización. Queremos convocar un Buró ampliado.

Su mujer le interrumpió.

— No digas tonterías , Kuzmá. ¡Buró ampliado, reuniones! ¿Es que vamos a quedarnos aquí como unos idiotas? ¿Acaso somos peores que otros? ¿Por qué me miras de ese modo? Tú dime, ¿éste es amigo tuyo? (Esto último se refería a mí). ¿Por qué callas?

Kulkó parpadeaba desconcertado.

— ¡Amigo, amigo! —exclamé yo—. Puede estar segura.

— Bueno, ya que es amigo, podemos hablar. Usted, no sé ni cómo se llama, tal vez esté solo en el mundo, pero el mío tiene un montón de chicos. Si le' ahorcan, ¿quién nos asegurará un pedazo de pan? Usted, que es amigo suyo, debe hacer comprender a este melón que mientras discutimos pueden llegar los alemanes...

— Claro que hay que esconder las cosas —dije yo—. ¿Por qué las tenéis todas fuera? Según veo, también guardáis aquí bienes koljosianos. Los alemanes, en efecto, pueden presentarse de improviso...

— Pero si eso, camarada Fiódorov, lo comprendo —exclamó Kulkó alzando los brazos—. Acabamos de sacarlo todo del sótano por que en seguida se nota si está lleno o vacío —diciendo esto golpeó con el pie en el suelo—. Los alemanes no son tontos: golpearán el suelo y nos dirán: ¡a ver, abrid el sótano!

— Ya llevamos dos semanas, mal rayo lo parta, discutiendo —comenzó de nuevo la mujer—. Tan pronto guardamos las cosas, como las sacamos... ¿Sabe usted lo que quiere el maldito? Que lo llevemos todo al otro extremo de la aldea, a casa de su padre. Y si los alemanes te agarran ¡a buena hora voy a sacar nada del suegro!… Se quedará con todo. Lo que es yo, a tu padre no le doy ni un hilo.

— ¡Mi padre es cien veces más honrado que tú!

En mis planes no entraba tomar parte en una escena conyugal. Me levanté y me puse la gorra. Kulkó, siguiendo mi ejemplo tomó el abrigo. Pero su mujer le agarró de la manga.

— No te dejaré salir, no te hagas ilusiones. ¿Te parece que has perdido poco tiempo en tu Soviet de distrito y quieres ahora seguir haciendo lo mismo?

— Dígame, camarada Kulkó, ¿a casa de quién puedo ir ahora, dónde vive aquí gente normal?

Kulkó, forcejeando por desasirse de las manos de su mujer, mascullé algo ininteligible. Salí furioso, dando un portazo.

Un viento helado me hizo estremecer. ¡Vaya un lío! —pensé—. Mal rayo los parta a Kulkó y a su mujer. ¿Qué puedo hacer ahora? ¿Llamar a la primera puerta que vea? ¿O buscar un almiar donde meterme, siguiendo la vieja costumbre? ..." Había dejado la calle y me encaminaba a los huertos de la aldea para buscar allí un almiar de heno, cuando se volvió a abrir la puerta de la casa y Kulkó salió corriendo entre ayes y amenazas.

— ¡Es el diablo con faldas! —exclamó casi ahogándose—. Vamos, camarada Orlov, le llevaré a una casa donde la gente no ha perdido el juicio. Yo, por lo visto, estoy condenado. ¡Ay, Alexéi Fiódorovich, si por lo menos me enseñara usted lo que debo hacer!…

Durante el tiempo que marchamos juntos, media hora por lo menos, Kulkó estuvo maldiciendo su suerte, explicándome que jamás había sido feliz con aquella mujer.

— Ya verá, Alexéi Fiódorovich, usted todavía no la conoce. Recuerde mis palabras, mañana irá corriendo a ver al stárosta y le dirá que el secretario del Comité Regional se encuentra aquí.

— ¿Está usted loco?

— Es la pura verdad, Alexéi Fiódorovich; se lo digo aunque sea mi mujer. Llevo quince años viviendo con ella —prosiguió— y sé las malas intenciones que tiene. Se puede esperar de ella cualquier canallada.

— ¿Cómo ha podido usted vivir con una mujer así?

— Pero si no ha sido vida, Alexéi Fiódorovich, sino un tormento.

La luna se había ocultado y andábamos en medio de la más absoluta oscuridad; el viento helado amenazaba con derribarnos.

— Oiga, Kulkó —dije hablando sin verle—, en cuanto me deje usted en ese sitio, ¿oye lo que le digo?

— Sí, camarada Orlov.

— Pues bien, en cuanto me deje en ese sitio, vuelva inmediatamente a casa y obligue a su mujer a callar.

— Más vale que no vuelva a casa.

— No, regresará usted y hará lo que le digo.

— Como usted disponga, camarada Orlov.

—Sabe su mujer a dónde hemos ido?

— Sí.

— ¿Conoce a todos los miembros de la organización clandestina?

— A todos no, pero a muchos.

— ¿Usted los conoce a todos?

— Tampoco yo los conozco.

— Dígame, ¿se daba usted cuenta del riesgo que corría al quedarse en la retaguardia alemana?

-¡Cómo no! Ahora también lo comprendo. Yo había evacuado a mi mujer, yo mismo la había instalado en un carro con los chicos. Se alejó unos treinta kilómetros, dio un rodeo y se presentó de nuevo aquí... " ¡Maldición! —exclamé al verla— ¿para qué has vuelto? Ve donde quieras, que yo necesito trabajar". Pero ella se obstinó y no hubo quien la obligara a moverse. Entre tanto, los alemanes habían rodeado Levkí y el frente se había desplazado. ¿Qué podía haber en estas circunstancias?

La voz de Kulkó temblaba; me parecía que le faltaba poco para llorar de rabia e impotencia. Sin embargo, no me inspiraba ninguna compasión.

— ¿Usted se orienta bien por aquí? —pregunté yo—. Explíqueme cómo encontrar la casa y no siga más. Le ordeno que haga callar a su mujer, valiéndose del medio que sea. No la pierda de vista, no la deje sola un instante, ¡el diablo se la lleve!

Kulkó balbuceó algo todavía, pero dio la vuelta. Esperé a que cesara el rumor de sus pasos, y tomé otro camino. Iba a campo traviesa; al amanecer llegué a la aldea de Seskí. Tuve la suerte de que allí no hubiera alemanes.


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