"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: DIAS DIFICILES parte 8 de 13

El próximo alto en el camino, y por cierto bastante largo, lo hicimos en la tierra de Simonenko, en Lísovie Soróchintsi. Allí el destino me agracié con un poco de cariño maternal.

Una noche, dos hombres, empapados y hambrientos, irrumpieron en la casa de una viejecita solitaria.

— ¡Ay, hijo mío! —exclamó la viejecita abalanzándose al cuello de Iván Simonenko.

Yo esperaba de pie, a un lado de la habitación. La madre y el hijo se miraban amorosamente: ella le interrogaba, él respondía, después él se ponía a preguntar... Yo disfrutaba del calor de la habitación caldeada y sonreía tontamente.

La viejecita calenté agua, también me dio ropa limpia y nos lavamos de pies a cabeza. Después del baño nos sentamos a la mesa. Comimos gallina, tomates rojos en salmuera, pepinillos duros y verrugosos.

Toda aquella noche y casi todo el día siguiente descansamos a placer. ¡Cómo dormí esa noche! Sábana abajo, sábana arriba, un edredón... La lluvia repicaba en los cristales, el viento silbaba en la chimenea, y yo dormía. Me despertaba, aguzaba el oído y aunque por mi mente pasaba la idea de que cerca de mí estaban los alemanes, daba media vuelta y de nuevo quedaba dormido... Por la mañana, volvimos a comer hasta hartarnos.

La madre de Simonenko me pasó revista de pies a cabeza y exclamó:

— ¡Cómo puede ser que una persona tan importante vaya así de rota!

Sacó de un cajón de la cómoda un trozo de tela para hacerme una guerrera y unos pantalones. Quiso cortarla ella misma y la marcó, pero no se atrevió a meter las tijeras. Recogió la tela y marchó no sé a dónde. Al regresar me dijo:

— Vamos, Alexéi Fiódorovich, a casa del sastre; le espera.

Claro está que, según las reglas de la estricta conspiración, hubiera debido alarmarme. En efecto, a la viejecita no la conocía bien y mucho menos al sastre. ¿A santo de qué habría accedido el sastre a hacerme un traje y en veinticuatro horas además, según me dijo la vieja? ¿No sería una trampa? Mi pistola estaba bajo la almohada. Sentí deseos de llevármela, pero temía ofender al ama de la casa.

Sin embargo, el deseo de tener un traje nuevo y limpio fue superior a mis temores.

"Bueno —decidí en mi fuero interno—, aquí no me recuerda nadie. Y si me recuerda, no me podrá reconocer..."

Aquel traje hecho por el sastre pueblerino de Lísovie Soróchintsi no se borrará jamás de mi memoria.

En el acto comprendí que el sastre sabía quién era su cliente, que tampoco era un secreto para su mujer ni para sus hijas. Toda la familia cosía. Por eso me lo hicieron tan deprisa. Todos, desde el primero hasta el último, sabían que aquel traje era para un diputado al Soviet Supremo, para el secretario del Comité Regional del Partido. Y no ignoraban que por ello arriesgaban la vida. Pero todos disimulaban. El dueño de la casa me tomó las medidas, me preguntó como era de rigor si tenía forros, botones, material para los bolsillos.

— ¿No los tiene? Qué se le va a hacer; nosotros tenemos. Mañana por la mañana venga a buscarlo.

— ¿Cuándo quiere que le pague —pregunté—, ahora o después?

— Pero, ¿qué dice, camarada...? —Al sastre le faltó poco para llamarme por el apellido, pero su mujer le lanzó tal mirada que se detuvo a tiempo y dijo simplemente—: Después de la guerra pasaremos cuentas...

Pasé seis días en Lísovie Soróchintsi. No desarrollé allí una gran actividad: me limité a reponerme, a estudiar a la gente, a examinar la situación y a pensar.

Iván Simonenko se marchaba con frecuencia no sé adónde, su madre trajinaba por la casa y en la habitación quedaba yo solo. Pulcritud, flores, toallas bordadas bajo los iconos, el acompasado golpear del reloj. Jamás había estado mucho tiempo en un ambiente así. Claro que durante mis viajes por las aldeas había pasado muchas noches en casa semejantes. Pero todo era distinto entonces. La casa estaba siempre llena de gente, venían a yerme funcionarios del distrito, del pueblo, hablábamos y discutíamos hasta muy avanzada la noche. Y por la mañana salíamos al campo.

En cambio ahora me hallaba solo, nadie preguntaba por mí, nadie me planteaba problemas.

Después de haber descansado y recuperado el sueño atrasado, ya bien lavado, me sentí más animado y activo. Encontré en la casa una cuchilla da afeitar. La afilé en el cinturón y me deshice con satisfacción de los pelos que me cubrían el rostro. Era la primera vez después de mucho tiempo que me veía en un espejo. Sí, había adelgazado mucho y... se veía claramente que había rejuvenecido. Ningún régimen de sanatorio me hubiera ayudado tanto como las largas andanzas, los tormentos anímicos y las apesadumbradas meditaciones... Es posible que desde el punto de vista conspirativo, no fuera conveniente volver al aspecto anterior a la guerra. De todos modos, pudo más el deseo de sentirme un hombre por entero.

Es algo asombroso. Me bastó con adquirir un aspecto normal para que me entraran ganas de hacer algo.

Me paseaba de arriba abajo por la habitación canturreando en voz baja, me detenía apoyando la espalda contra el horno caliente, volvía a andar; a veces me sentaba al pie de la ventana y contemplaba la calle de la aldea. No disponía de libros, no tenía a quién escribir. No sabía ya el tiempo que no había visto un periódico ni oído la radio.

Sin embargo, tenía que actuar, dirigir... Las condiciones del trabajo habían cambiado... Pero el Partido, lo mismo que antes, era el organizador y el dirigente de las masas, del pueblo...

Nadie me había eximido de la responsabilidad. Supongamos que me hubiesen llamado del Comité Central y me preguntasen... En primer lugar, me hubieran preguntado cómo vivía el pueblo en la aldea ocupada, cuál era la situación económica de la aldea, qué estado de ánimo tenía la gente, cómo resistía el pueblo a los invasores. Y además, me habrían preguntado indudablemente: ¿Qué hace usted, Fiódorov, cuáles son sus planes para el futuro, cómo piensa organizar el trabajo de la organización clandestina?

Esas preguntas precisamente fueron las que yo me planteé en la apacible habitación de la casa de Simonenko. Y quedé descontento de mí mismo: no estaba en condiciones de responderlas.

Advertí que los viejos hábitos pesaban aún sobre mí, que la mecánica de mis ideas era frecuentemente la misma que antes de la guerra; es decir, razonaba como en una situación de legalidad.

Miré por la ventana: lloviznaba y, a lo lejos, en el campo, varias mujeres engavillaban el trigo. Pensé que el tiempo era bueno para la futura cosecha, pero con el hacinamiento de las gavillas se habían retrasado... Mas, de pronto, me di cuenta de que ahora todo era al revés, porque los alemanes estaban allí. El tiempo favorecía a los alemanes y ellos quitarían a los campesinos el trigo hacinado...

Recordé cómo tres días atrás, al ver en el camino el casco de una botella rota, lo tiré maquinalmente con el pie a un lado. Era un movimiento comprensible, propio de toda persona normal: podría pasar cualquier auto por encima y pincharse un neumático con el cristal. Pero por aquel camino sólo podía pasar un auto alemán. Cuando me di cuenta de ello, regresé y volví a colocar el casco en medio de la carretera.

Es preciso acostumbrarse a utilizar cualquier hecho, hasta el más insignificante para perjudicar al enemigo.

¡Y las mujeres que estaban hacinando el trigo! ... Me eché la guerrera sobre los hombros y con paso rápido me dirigí al campo.

— ¿ Quién os ha ordenado hacinar el trigo? —pregunté a las mujeres.

Todas, dejando de trabajar, me rodearon.

Una koljosiana joven, alta y robusta me preguntó a su vez.

— ¿Y si el trigo se pudre?

— ¿Quién os lo ha ordenado? —volví a preguntar con irritación.

— El jefe de la brigada.

— ¿Dónde está ese jefe?

Todas señalaron a la joven koljosiana que había sido la primera en responderme.

Cosa extraña, ninguna de las mujeres me preguntó por que me metía en lo que no me importaba; ni siquiera se interesó nadie por saber quién era yo. Tampoco mi tono sorprendió a ninguna.

La jefe de la brigada me explicó serenamente que no tenía órdenes de nadie, pero que ella era stajanovista y había reunido a la gente, conduciéndola al trabajo.

Cuando la pregunté para quién estaba hacinando el trigo, la koljosiana comprendió la intención de mis palabras, y se puso muy nerviosa; las lágrimas asomaron a sus ojos.

— Pero, ¿cómo puede creer, camarada? -comenzó la muchacha-¡Si yo soy stajanovista, fui delegada a la Exposición Agrícola de Moscú! ... ¿Será posible que usted piense que voy a trabajar ahora para los alemanes? La gente está acostumbrada a trabajar, se lo exige el cuerpo.

Nos pusimos a charlar. Les aconsejé que distribuyeran todo el trigo por las casas, lo trillaran ocultamente y lo escondieran, enterrándolo en zanjas.

— A los alemanes no hay que darles ni un grano. ¿Comprendido?

— Comprendido, camarada.

Las mujeres me contaron que en la aldea no había stárosta. Solamente un sustituto, el antiguo presidente del koljós, un tal Bodkó. Había sido miembro del Partido y lo expulsaron, al parecer, por su mal trabajo en el acopio de trigo para el Estado.

— Es buena persona, no molesta a la gente...

— ¿A los alemanes, tampoco los molesta?

Las mujeres me explicaron que los alemanes apenas paraban en la aldea; se limitaban a llevarse aves y cerdos al pasar. También habían confiscado unos cinco caballos. Cuando necesitaban algo iban a casa de Bodkó.

Pregunté a las mujeres si en la aldea quedaban hombres y qué hacían.

Inesperadamente, la jefe de brigada me respondió:

— Se pasan el día cavilando. Están metidos en sus casas y no hacen más que pensar en qué hacer. Tanto los de aquí como los forasteros andan tristes y cabizbajos...

Nuestro grupo fue visto desde la aldea; se acercó corriendo una mujer más, salieron no sé de dónde unos chiquillos. Estimé prudente despedirme de ellas. Me habría apartado unos cien pasos, cuando fui alcanzado por la jefe de la brigada.

—Camarada Fiódorov —preguntó jadeante—. ¿Es verdad lo que dice la gente? ¿Que llama usted a todos a las guerrillas? i Lléveme consigo!

- No soy Fiódorov —respondí con el tono más convincente que pude.

— Comprendo que ahora no es usted Fiódorov, pero nadie nos oye. Lléveme con usted, yo he sido stajanovista, estuve en la Exposición Agrícola de Moscú. ¡No puedo permanecer más aquí!

Sí, la conspiración fallaba; estaba visto. Me había reconocido el sastre (claro que se lo podía haber dicho la madre de Simonenko), y ahora también esta muchacha jefe de brigada; era muy probable que toda la brigada desconfiara de que fuese un prisionero rezagado de su columna. También el "prisionero" era bueno: llevaba en los bolsillos todos sus documentos y hablaba con tono autoritario.

Me hacía esos reproches de vuelta en mi apacible habitación. Pero en el fondo estaba contento: si la gente me reconocía y, a pesar de eso, lejos de denunciarme a los alemanes me escuchaba atentamente, era porque el pueblo esperaba la palabra, la orientación del Partido.

Ya era hora de alzar la bandera de la lucha guerrillera.

En la habitación entró Simonenko, acompañado de un hombre de unos cuarenta y cinco años, fuerte, bien vestido. El hombre me tendió la mano y Simonenko dijo:

— Le presento, camarada Fiódorov, a mi paisano y amigo, Egor Evtujóvich Bodkó, presidente del koljós.

Ya me disponía a estrechar la mano del recién llegado, pero al oír el apellido, retrocedí involuntariamente. Tenía ante mí al dirigente local, mimado por los invasores. Crucé las manos tras la espalda y me puse a contemplarlo con bastante desfachatez.

Era la primera vez que veía a un traidor frente a frente. Había sido expulsado del Partido por saboteador, con toda seguridad. Entre esa clase de hombres —pensé— reclutan los alemanes a sus ayudantes. ¿Para qué le habría traído Simonenko diciéndole además mi nombre? ¿Qué diablos de conspiración era ésa? .. Mis manos crispábanse involuntariamente ansiosas de golpear al Judas.

Sin embargo, en los ojos de Bodkó no había confusión ni aire de triunfo. Me miraba de un modo franco y sencillo.

— Veo, camarada Fiódorov —comenzó a decirme—, que desconfía usted de mí. Es justo. ¿Permite que le informe? Acepté el puesto de suplente del stárosta por decisión del Comité de Distrito clandestino. Es cierto que me expulsaron del Partido no hace mucho, pero gracias a eso, los alemanes me han nombrado para este cargo. El stárosta de Kolésniki, la aldea vecina, un kulak, es también el nuestro. Según las reglas alemanas, yo no sirvo para ese puesto: a pesar de todo fui presidente del koljós y el koljós estaba considerado como de vanguardia.

Comprendí que me había equivocado. Pero era una equivocación agradable. Bodkó era un hombre serio, reflexivo y observador. Tenía un gran defecto. Como era honrado y sincero, suponía lo mismo en los demás y se confiaba muy fácilmente.

— Tengo muchas cosas importantes que plantearle, camarada secretario —me dijo Bodkó—. En el Comité de Distrito no les dio tiempo a darme instrucciones detalladas. Todo lo tengo que hacer yo solo. Y mi situación es muy delicada. Jamás he sido actor y me cuesta trabajo fingir. Además, se trata de un papel que no está escrito en ninguna comedia. Yo me lo guiso y yo me lo como. No puedo reunir a la gente, sincerarme con ella. Hay también canallas, camarada secretario. Ayer vino a yerme uno: "¿Qué debo hacer —me preguntó—, para apuntarme de policía? He oído decir que en la comandancia del distrito hacen falta policías, pero que para eso se precisa una recomendación suya". ¿Qué puede uno decirle a un tipo así? Si se le da un sopapo puede sospechar, y no dárselo es imposible. En este caso le sacudí y le dije: " ¡Maldito seas, hijo de tal, cuando teníamos el Poder soviético pediste el ingreso en el Komsomol y ahora quieres servir de policía?" El me respondió: "Camarada stárosta, intenté colarme en el Komsomol." "¿Qué es eso de camarada? Señor suplente de stárosta, es así como debes llamarme" —y volví a cruzarle la cara y luego, ya se puede usted figurar, le eché a puntapiés.


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