"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: DIAS DIFICILES parte 4 de 13

En el saco del moreno hallóse un impermeable que, aunque corto y viejo, me vino de perlas. Me protegía un poco del viento y de la lluvia. Los muchachos me dieron también una gorra deteriorada. Ataviado de esta suerte, parecía, en efecto, un evadido del cautiverio.

Poco después descubrimos que nuestro grupo no era duradero y que teníamos objetivos distintos. El picado de viruelas estaba decidido, costase lo que costase, a atravesar la línea del frente. Para eso buscaba compañeros. Mis propósitos seguían siendo invariables: ir a la región de Chernígov. El moreno —se llamaba Yákov Zússerman— anhelaba volver a su terruño, a la ciudad de Nezhin. Esta ciudad pertenecía a la región de Chernígov, y por lo tanto Yákov y yo llevábamos el mismo camino.

Por el bosque vagaba mucha gente. La mayoría, probablemente, era lo mismo que nosotros. Solía ocurrir que veíamos a un hombre que, al divisarnos, se encaminaba a su vez hacia nosotros. Le llamábamos:

— ¡Somos de los vuestros, ven aquí, amigo!

Pero de pronto, el hombre daba la vuelta y echaba a correr. Los que iban solos eran los que tenían más miedo. Era comprensible: cualquiera podía saber de qué gente se trataba...

Pasamos la noche en un prado, en un almiar de heno. Dormimos por turno. Por la mañana comprobé satisfecho que tenía los pies mucho mejor.

Después de comer un bocado, decidimos firmemente buscar compañeros y formar un grupo, si no de guerrilleros, por lo menos de camaradas. Cuantos más fuésemos, más fuertes seríamos.

Mientras hablábamos de todo esto, vi pasar corriendo a un chiquillo cerca de nosotros. Lo llamamos. El muchachito se aproximé sin vacilar.

— ¿No has visto, chico, guerrilleros por aquí?

— ¿Qué son guerrilleros?

El muchacho parecía astuto. Nos fijamos en que llevaba sobre los hombros dos enormes zapatones de los que se usan en el ejército.

— ¿Dónde los has encontrado?—preguntó el picado de viruelas—. Dáselos a nuestro jefe, ¿no ves que está descalzo?

El muchacho, de buen grado, descolgó de sus espaldas los zapatones. Ambos eran del pie izquierdo, pero me los pude poner. Como eran muy grandes, envolvíme los pies en los restos del capote. Di las gracias al chico y le pregunté:

— Bueno, ¿y qué me dices de los guerrilleros? ¿No los has visto?

— Ahí, detrás del barranco, hay unos hombres, pero no sé quiénes son. Seguid por aquí—nos indicó la dirección y marchamos hacia allá.

Con los pies calientes me sentía como un rey. El que haya sido soldado, comprenderá la importancia que eso tenía. Aunque tropezaba con frecuencia, iba de mejor humor.

Me puse más contento aún cuando en el grupo del barranco encontré a dos conocidos: eran unos soldados rojos del pequeño destacamento que había perdido dos días atrás.

Ellos me contaron que de los seis hombres que habían participado en el tiroteo nocturno, sólo uno resultó herido y apresado. Los restantes consiguieron ocultarse. A mí me daban ya por muerto. El teniente, con otro, había salido aquella mañana a hacer una exploración y no había regresado.

En total, en el barranco, en torno de la hoguera, éramos siete hombres. Dos anhelaban volver a su terruño, a las regiones de Kíev y Zhitómir; los restantes querían pasar a todo trance la línea del frente; a ellos se unió el chófer picado de viruelas.

Ninguno de aquel grupo nos conocíamos bien. No estábamos, naturalmente, de muy buen humor. Pero, ¿se concibe que unos cuantos rusos, reunidos junto a una hoguera, sean capaces de permanecer callados? Nosotros tampoco fuimos una excepción.

— ¡Qué grande es nuestro país! —exclamó un enorme mocetón envuelto en su capote. Estaba tumbado boca arriba y miraba al cielo—. Nuestro país resistirá, no hay que dudarlo. Pero la cuestión es...

Y no dijo cuál era la cuestión.

Nuestra charla se limitaba, en realidad, a exclamaciones y réplicas indefinidas. Prestábamos continuamente oído a los lejanos disparos y al susurro de las hojas. Desconfiábamos también unos de otros; más de una vez sorprendí miradas recelosas y escrutadoras.

— ¡Qué cosas! —exclamó un pequeño combatiente que llevaba un cinturón muy ceñido—. Un cascote mató a Vaska Siedij, pero a mí no me ha tocado y aquí estoy vivito y coleando... ¿Qué somos nosotros, muchachos, sin ejército? ¿Quiénes somos separados? Sabemos cantar canciones de la Patria: "Grande es mi país natal", pero cuando uno se queda solo, todo el país le cabe en la panza.

—Eso depende de la persona —repuso el mocetón que contemplaba el cielo. De pronto, sin poderse contener, se levantó—. ¿Qué andas diciendo ahí? ¿Qué sabes tú del país y de la Patria? ¡De buena gana te daría un sopapo... para que comprendas! —Se puso a liar un pitillo, con el propósito, evidentemente, de exponer mejor sus pensamientos—. ¿A que no sabes en lo que estaba pensando ahora?

—Pues claro que lo sé —respondió el combatiente bajito—. En la mujer, en los chicos, en la cochina situación en que nos encontramos y también en cuándo volveremos a comer.

— ¡Qué tonto eres! Aquí somos diez hombres. Y si pudieras ahondar en cada uno, verías que el hombre no piensa en sus necesidades materiales, sino por el contrario, quiere olvidarse de ellas. Estaba pensando ahora en Uralmash, así se llama una fábrica que tenemos en Sverdlovsk, en los tanques que podríamos construir en ella... ¿Y tú en qué piensas? —preguntó de pronto, volviéndose hacia su vecino de la derecha.

Este era un hombre de rostro gris muy fatigado y ojos descoloridos por el cansancio. Estaba sentado con los pies descalzos y calentaba al fuego un dedo en el que tenía un abceso.

— ¿Yo? Yo no pienso, estimado camarada, yo sueño. En general soy un soñador. Pienso en lo que habría que hacer para meter en cintura a Alemania, porque los alemanes no hacen más que exterminar a la humanidad. Cuando tenga mejor el pie y pueda calzarme las botas, empuñaré el fusil y me largaré. Y por mucho que tenga que andar, por muchas vueltas que dé, ¡llegaré un día a Berlín! Cuando agarremos a Hitler por el gaznate, entonces hablaremos... -Comenzó a toser; era evidente que estaba tan fatigado que le costaba trabajo hablar.

— ¡Pero, amigo, si tú te morirás siete veces antes de llegar a Berlín! -le gritó el pequeño combatiente.

— No me pienso morir, aunque tal vez me toque caer en un combate. Pero incluso antes de la batalla en que me espere la muerte, seguiré soñando y haciendo planes...

Aunque todo esto lo había dicho en voz baja y serena, era imposible no creerle: tanta fe brillaba en su rostro.

— ¡Es verdad, amigo! -exclamó alegremente un hombre desde el otro lado de la hoguera-. Hombres como usted y como yo, quiero decir, hombres soviéticos, no conciben la vida sin pensar en el futuro. Soy perito, he trabajado en la Central eléctrica del Dniéper, y, además, allí mismo estudiaba. Esta noche, mientras descansaba cubierto con la hojarasca y temblaba de frío, pensaba en cómo reconstruiremos todo cuando hayamos echado a los alemanes. Es indudable que los alemanes lo volarán todo, también es indudable que huirán y que nosotros volveremos a construir después mejor aún. ¿No es verdad, camarada, que es indudable?

Nadie le respondió, y el hombre enrojeció confuso como un joven mozalbete.

— Si es indudable, no hay para qué hablar de eso -refunfuñó el grandullón que había sido el primero en comenzar la conversación-. ¡En pie, compañeros! ¿No oís, acaso, que los fritzes vienen hacia aquí?

En efecto, sonaban cada vez más próximas ráfagas de fusiles automáticos. Los alemanes habían comenzado, probablemente, a "peinar" el bosque.

Seguimos juntos dos días más. En el curso de aquellos días vagamos los diez en grupo, haciendo descubiertas e interrogando a los que encontrábamos por qué sitio pasar mejor y dónde estaban los alemanes.

En aquellos lugares el bosque no era espeso, alternando con pantanos y charcos. A cada instante, por encima de nuestras cabezas, pasaban volando hacia el Sur bandadas de pájaros.

Caía la amarillenta hoja y lloviznaba. El bosque tenía un aire tristón y casi todos nos sentíamos, si no tristes, por lo menos abatidos.

La gente hablaba de sí misma de mala gana, parcamente. Hasta el segundo día, no supe que el teniente Iván Simonenko - uno de los que iban en el grupo- era miembro del Partido. Me contó que antes de la guerra había sido instructor del Comité Regional de Volinia. Recordé a algunos de nuestros conocidos comunes, y le hice una descripción detallada de ellos. Poco a poco fuimos confiándonos y fue desapareciendo la reserva. Simonenko era de la región de Chernígov y se dirigía al distrito de Málaia Dévitsa, donde tenía a su madre. Esto me venía muy bien. Yo necesitaba atravesar este distrito para llegar al destacamento regional. Ambos nos pusimos muy contentos, nos estrechamos fuertemente las manos, llamamos a Yákov Zússerman y decidimos partir los tres aquella misma noche hacia la región de Chernígov.

* * *

Juntos los tres deambulamos unos ocho días por los caminos de la región de Poltava y después por los de Chernígov. La descripción detallada de aquellos días podría servir de tema, probablemente, para un relato aparte. Mis dos compañeros eran personas honradas y afectuosas. El más joven de todos era Yákov Zússerman: tenía 26 años.

Yo le decía:

— Yákov, no vayas a Nezhin. Claro que allí tienes a los hijos y a la mujer, pero tú solo, ¿qué puedes hacer por ellos? Te atraparán en seguida y te llevarán a la Gestapo. Salta a la vista que eres hebreo. Quédate con nosotros. Seremos guerrilleros. Por lo menos, si matan a tu familia, la vengarás.

— Seguramente —me respondía él— no le falta a usted razón: nada tengo que hacer en Nezhin. Pero se me parte el alma, quiero ver a mi madre, a mi mujer, a mi hermanita, y sobre todo, a mi hijito. Es tan pequeño, no tiene más que cuatro añitos, pero ya me ha escrito una carta "Papá, Vova es bueno". Es imposible que estando vivo, y teniéndolos cerca, no vaya a verlos. Déjeme, déjeme marchar.

¿Por qué me pediría permiso? Yo no era su jefe y, por lo tanto, no podía impedírselo. Yákov, por lo visto, se consideraba de la comunidad por ir con nosotros, y tal vez si yo hubiese insistido se habría quedado. Pero yo no quise insistir. El muchacho no hacía más que pensar en Nezhin, soñaba con la familia y con la casa. Se veía que en el mundo no existía para él nada más preciado: "No me importa morir después, ni que me atormenten, ¿pero cómo no voy a ir si puedo hacerlo?"

Simonenko le comprendía mejor que yo. También él deseaba reunirse con su madre. Estaba firmemente resuelto a no quedarse en la retaguardia alemana, a pasar de nuevo la línea del frente. No iba más que a "tranquilizar a la viejita".

Tres compañeros casuales, tres hombres soviéticos, dormían de día en las parvas de trigo, en los almiares de heno, y en cuanto anochecía, volvían a ponerse en camino.

Marchábamos por Ucrania, de la cual acababan de apoderarse los alemanes.

Hasta en los caminos vecinales tropezábamos con inscripciones en alemán, con flechas en los postes. Si no había gente por allí, rompíamos los letreros, los hacíamos añicos y los tirábamos por el campo.

Un día, por la tarde, salimos a una carretera bastante espaciosa y bien cuidada. El tiempo era apacible y cálido. El sol calentaba y alrededor todo respiraba serenidad. Andábamos despacio, como si fuéramos dando un paseo. A los dos lados de la carretera crecían espesos matorrales cuyas hojas amarillas y rojizas alfombraban la tierra. A lo lejos blanqueaban los manchones de los caseríos; alrededor de las casas veíanse álamos y ramas gruesas, ya desnudas, de árboles frutales.

Todo estaba en silencio, caminábamos tranquilamente y los tres teníamos un apetito magnífico; nos parecía que tan pronto como llegáramos a la aldea o al caserío inmediato, la dueña nos obsequiaría con un "borsch"...

Sí, por extraño que parezca, estos cuadros apacibles existían en la retaguardia enemiga.

Ibamos por nuestros lugares natales, era nuestro paisaje entrañable. Además, atravesábamos un distrito donde no se había combatido, donde la guerra no había dejado su negra huella.

Hacía una hora y media, por lo menos, que seguíamos aquel camino enmarcado por arbustos y, en algunos lugares, por árboles jóvenes. Apenas cruzábamos una palabra. Los tres sentíamos probablemente lo mismo.

Bordeaban la carretera cunetas poco profundas, sobre las cuales se inclinaban las ramas de los arbustos. Tenían ya pocas hojas y por eso los tres divisamos al mismo tiempo el cadáver de un hombre tendido en una cuneta. Era un soldado del Ejército Rojo. Habíamos visto ya muchos cadáveres, pero allí, en aquel apacible y tranquilo lugar... Buscamos su documentación para saber quién era el muerto, pero no encontramos nada. Los bolsillos de la guerrera estaban desabrochados y los de los pantalones vueltos del revés. Lo habían matado de un tiro en la nuca.

Veinte pasos más allá vimos otro cadáver, también en la cuneta, y también con un balazo en la nuca. Aceleramos el paso. No comentamos lo visto: como si no hubiera ocurrido nada. Pero la serenidad que había invadido nuestro ánimo desapareció como por encanto. Sentimos de pronto toda la terrible fatiga que nos abrumaba.

Unos pasos más allá, Yákov recogió un paquete alemán con tabletas de cloruro. Lo abrió, lo olfateó e hizo ademán de tirarlo. Simonenko, en broma, le dijo:

— No lo tires, Yákov. Tal vez te sirvan. Echándolas a un charco, puedes beber sin peligro para la salud...

Yákov se ofendió:

— ¿Crees que me preocupo de mi salud? —y arrojó furioso el paquetito entre las matas.

Poco después Simonenko encontró una cuchara, la miró y, al ver que era alemana, volvió a tirarla. Después vimos en el suelo un botón metálico con un águila resplandeciente.

— Me parece, muchachos —dije yo—, que aquí han desnudado a un fritz.

Anduvimos unos cincuenta pasos y divisamos una pequeña cruz sobre un montículo y sobre la cruz, un casco de acero alemán. Eso significaba que no estarían muy lejos los que lo habían enterrado... El camino era llano y podía ser visto desde bien lejos. No había nadie.

Sin embargo, resolvimos apartarnos de la carretera y nos metimos en la espesura de unos matorrales. No habríamos andado unos minutos, cuando oímos susurros y gemidos.

Un muchacho, que llevaba un descolorido uniforme de soldado del Ejército Rojo, trataba de ponerse de rodillas, agarrándose con sus manos ensangrentadas a los arbustos. Simonenko se acercó corriendo a él y, asiéndole por los sobacos, quiso ayudarle, pero el muchacho, gritando terriblemente, se escurrió y cayó de espaldas, sin cesar de gritar. Tenía los ojos muy abiertos, pero probablemente, no veía ni comprendía nada. El pelo, el pecho, las manos estaban inundados de sangre. Tenía la mejilla derecha tan destrozada, que se le veía el hueso de la mandíbula.

Simonenko acercó la cantimplora a los labios del soldado. El agua se derramé, pero algunas gotas cayeron dentro de la boca y el herido hizo un movimiento para tragarlas. Seguía gritando, pero no tan fuerte. Una luz brilló en sus ojos. Con la voz enronquecida, atropellando las palabras, balbuceé.

— ¡Mamá, tápame con el abrigo! —Estas palabras se han quedado grabadas en mi memoria; las repitió varias veces. Después su mirada recobró la claridad—. ¡Hermanitos, me muero! Me llamo Nikodímov... soy de la sexta compañía... echa, echa más —sorbía ávidamente de la cantimplora-, ¡salvad a Seriozha Nikodímov!

Cada vez bebía con mayor rapidez. Simonenko le sostenía la cabeza.

— ¡Acuéstame —ordenó el herido—, sí acuéstame, ya no puedo resistir más!

Simonenko colocó la cabeza del soldado sobre la tierra. Zússerman y yo permanecíamos de pie al lado de ellos, cambiando de vez en cuando alguna que otra mirada.

— Dadme de comer. Pero, ¡quiá! no podré tragarlo, los malditos me han roto los dientes. Contad a todo el mundo, muchachos, cómo padeció Seriozha Nikodímov, en el cautiverio alemán...

Hablaba y se interrumpía a sí mismo. A veces el relato transformábase en delirio. Sin embargo, comprendimos por sus incoherentes palabras que el grupo de prisioneros al cual pertenecía, llevaba cuatro días sin comer ni beber. El sargento que los conducía les apaleaba con lo primero que encontraba y recientemente había fusilado a dos, que se habían quedado rezagados. Entonces, Nikodímov, con una piedra, le rompió la cabeza.

—,Le tiré al suelo y me puse a morderle, los otros me pegaban con los pies y las culatas de los fusiles y consiguieron quitarme al maldito... Y aun estoy vivo, hermanitos... ¿Por qué, para qué quiero la vida?

Después, semiinconsciente, sentóse sobre la tierra, apoyando en ella las manos. Empezó a acusarse a sí mismo, a insultarnos a nosotros y a todos los que habían caído prisioneros; a nosotros, naturalmente, nos consideraba también prisioneros. De pronto, rodó por tierra; un chorro de sangre brotó de su garganta. Cuando se calmé, comprendimos que todo había concluido.

Era necesario enterrarle. No teníamos con qué cavar la fosa. Intentamos saber algo de él, para poder escribir más tarde a su familia, pero encima no llevaba nada.

Nos descubrimos y guardamos silencio un minuto. Miré a Zússerman. Por sus mejillas resbalaban lágrimas. Al sorprender mi mirada, Yákov cubrióse el rostro con las manos y corrió a un lado, tronchando los arbustos. Unos veinte minutos más tarde nos alcanzó. Le temblaba convulsivamente una mejilla. Tratando de serenarse, dijo:

— Me he emocionado, muchachos.


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