"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo primero: EN VISPERAS DEL COMBATE parte 2 de 16

Los miembros del Comité Regional, como todos los combatientes y jefes militares, llevaban chaquetas y pantalones guateados. Tan sólo unos cuantos vestían abrigos o cazadoras de cuero.

En torno a la mesa nos congregamos unas doce personas. El primero en informar fue Popudrenko. Aunque más que un informe, hizo un relato sobre la actuación del destacamento y del Comité Regional.

Escuchándole, comparaba yo involuntariamente al actual Popudrenko con el Nikolái Nikítich que conociera en Chernígov. La expresión del rostro, sus ademanes, todo denotaba en él ahora al jefe guerrillero. Era indudable que estaba orgulloso de su nueva situación. Ello advertíase hasta por la vestimenta: cazadora de cuero ceñida por un cinturón, correaje nuevo, gorro ladeado a lo Chapáiev, dos pistolas, cejas fruncidas, mirada rebosante de decisión...

Yo conocía bien a Nikolái Nikítich y creo que interpreté acertadamente la razón de ese atavío. Era muy bueno por naturaleza, muy tierno con su familia. Temía, al parecer, que la gente adivinase fácilmente la bondad de su alma y abusara de ello. De ahí el deseo de tomar un aspecto imponente.

Sin embargo en aquel hombre la suavidad y la bondad armonizaban perfectamente con una voluntad firme y una intransigencia rigurosa para todo lo que contradijese a su conciencia de bolchevique.

Nikolái Nikítich hablaba con inspiración, con tono de orador de mitin.

— No tenemos derecho a ocultar ante el Comité Regional, ante nosotros mismos, que se avecina el invierno, que las reservas de víveres y ropa se están agotando, que ya no tenemos tabaco. Sabemos asimismo que contra nosotros se ha movilizado un enemigo cruel, artero e implacable que ha rodeado el bosque. Los alemanes han enviado contra nuestros destacamentos mil quinientos soldados. Tal vez mañana lancen cuatro o cinco mil. ¿Y qué? ¡Nos enorgullecemos de eso! ¡Cada guerrillero vale por diez fascistas! Y cuantas más fuerzas atraigamos aquí, a la retaguardia del enemigo, tantas menos habrá en el frente. ¡Valor, valor y una vez más valor! He aquí lo que se exige de nosotros, camaradas. Los guerrilleros, los vengadores del pueblo, desprecian la muerte. La audacia de nuestros golpes será cada día mayor. Descarrilarán decenas de trenes enemigos, volarán los Estados Mayores de los alemanes...

No sé quién de los presentes observó a media voz, como si hablara para sí.

— Para eso se necesitan explosivos.

Rogué a Nikolái Nikítich que respondiese a varias preguntas: ¿Por qué el destacamento se había trasladado de Gúlino? ¿De qué se ocupaba el Comité Regional? ¿Cuál era el estado de las comunicaciones y la exploración? ¿Cómo marchaban las cosas en los distritos?

Las respuestas no me alegraron. Se habían trasladado por causas muy fundadas: en el nuevo sitio era mayor la espesura del bosque y más fácil ocultarse de los alemanes. Pero sólo una parte del destacamento había cambiado de lugar. El grupo de caballería continuaba donde antes. Aunque sólo de palabra podía dársele este nombre. Los camaradas consideraron arriesgado conservar los caballos y entregaron la mayor parte de ellos a las unidades soviéticas, en su retirada por aquellos distritos.

— El infante se puede ocultar detrás de una mata, pero al jinete se le ve a la legua.

Respecto a las comunicaciones, las cosas marchaban muy mal. La emisora de radio había sido enterrada en la base del destacamento de Repki, pero nadie sabía cómo encontrarla, pues los radistas habían caído en manos de los alemanes.

— Las bases de víveres —dijo Popudrenko— se han conservado. En cuanto a comida, no hay queja. También tenemos armas. Pero de comunicaciones andamos mal. Olmos el parte, nos atiborramos de música, pero no estamos enlazados con el frente ni con la retaguardia soviética. Hemos enviado nueve grupos, unas setenta personas seleccionadas entre los mejores comunistas y komsomoles, con la tarea de cruzar el frente y ponerse en contacto con el mando de las tropas. Por ahora, no hemos obtenido ningún resultado. Se sabe que dos grupos han caído. El enlace con los otros distritos y destacamentos es permanente: a caballo y a pie. En nuestros bosques están acampados cuatro destacamentos: el de Reimentárovka, el de Jolm, el de Pereliub y el de Koriukovka.

¿Qué hace el Comité Regional? Todos sus miembros están sobrecargados de trabajo con los asuntos del destacamento: Yariómenko es el comisario, Kapránov dirige la intendencia, yo soy el jefe... Tened en cuenta que en la región la gente no sabe dónde estamos. Incluso no todos los comunistas lo saben. Antes de la ocupación. la cosa estaba clara: el centro regional era Chernígov. Un centro histórico. Hacia él tendían de manera natural las fuerzas políticas y económicas. Pero Chernígov estaba lleno de alemanes, no era cosa de instalar allí el Comité Regional.

Mientras que aquí en el bosque, el centro, claro está, no era económico ni administrativo, sino sólo nuestro centro, el de los bolcheviques. ¿Podemos dirigir desde aquí toda la región, tanto más con nuestros medios de enlace? ¿Podemos ejercer influencia sobre todos los comunistas, sobre todos los komsomoles, sobre todos nuestros hombres soviéticos? ¿Debemos, acaso, aspirar a eso? Vamos a examinarlo. Yo, personalmente, lo dudo —concluyó Popudrenko.

Se notaba que Nikolái Nikítich no estaba muy seguro de la posibilidad de coordinar el trabajo del Partido con el militar, es decir, con la actuación de las guerrillas.

Por mi mente pasó una idea, posiblemente no era muy clara, pero sí alarmante: ¿acaso es posible en las condiciones de la ocupación fascista alemana en que nos encontrábamos d i y i d i. r la actividad guerrillera y la clandestina? Y en general ¿es conveniente ver por separado a los guerrilleros y a los hombres de la clandestinidad? Todavía no tenía una respuesta a este interrogante. Lo único claro era que ambos existían: los guerrilleros y los hombres de la clandestinidad. Pero, ¿a todos los restantes hombres soviéticos que aún no habían ingresado en la organización, que no estaban unidos ni habían prestado juramento podíamos considerarles como excluidos de los capaces de luchar, de los que ansiaban luchar? Aunque todavía se sintieran débiles y tuvieran sus dudas, eran personas entregadas de cuerpo y alma a nuestra causa.

Popudrenko, como jefe del destacamento, y los restantes miembros del Comité Regional tenían su propia experiencia. La experiencia del colectivo. Mientras que yo, después de dos meses de andanzas y encuentros con la población "no organizada" había acumulado una experiencia diferente, pero no menos importante. De momento callaba, escuchaba, me mantenía alerta. Intentaba no dar muestra de ello. Estaba afeitado, limpio, bien vestido, me sentía bien, sano, tenso.

Nikolái Nikítich proseguía diciendo:

— Nuestra tarea fundamental es apoyar desde aquí, desde la retaguardia, al Ejército Rojo. Debilitar a los alemanes, impedir que se instalen sólidamente y saqueen a la población. Debemos atacar diariamente a los alemanes en los caminos, volar los trenes y los puentes ferroviarios. Atacarles en grupos pequeños, móviles, ligeros; golpear y escondernos No podemos actuar con fuerzas grandes, no podemos establecer nuestra base en un solo lugar...

Hablaba de tal modo que, a veces, parecía no estar seguro de tener razón. Como si, además de tratar de convencer a los miembros del Comité Regional clandestino y a mí, intentase también convencerse a sí mismo.

En el refugio del Estado Mayor irrumpió agitado el guerrillero de guardia:

— ¿Da usted su permiso, camarada jefe? Los exploradores comunican que por la parte de Nóvgorod-Séverski avanzan hacia Jolm unidades alemanas. En camiones y a caballo...

Popudrenko dio por terminada la reunión, llamó a los jefes y dio la orden de formar a todos los miembros del destacamento aptos para el combate. Nikolái Nikítich puso a los exploradores a la cabeza de la columna, montó a caballo y ordeno:

— De frente... ¡march! ¡A la carrera!

Los recién llegados no fuimos a la operación; se decidió que teníamos que descansar.

Lo decidieron por nosotros. En cuatro palabras. Como si fuera lo más natural. Y de verdad, con el cansancio que llevábamos encima, ¿qué luchadores podíamos ser?

En la repentina partida de Popudrenko había algo de teatral, como si se tratara de una acción preparada de antemano, aunque de apariencia necesaria.

Muchas veces he pensado sobre aquel hecho. Tanto entonces, como más tarde, en mis recuerdos sobre lo vivido. Y por mucho que lo pensara, a fin de cuentas llegaba a la conclusión de que hice bien en no preguntar ni meterme en nada: no había que prestar atención al aspecto teatral de lo sucedido.

Un soldado de guardia se acercó al jefe del destacamento y le informó que en alguna parte, no se sabía si cerca o lejos, se movían unas unidades alemanas. Pero lo cierto es que siempre había unidades en movimiento. ¿Cómo se podía decidir en aquel instante que justamente estas unidades eran las que había que atacar? ... Bueno, dejémoslo estar. Me quedé solo y decidí dar una vuelta por el campamento. No había en él más que cinco refugios: el del Estado Mayor, tres para vivienda de los guerrilleros y el hospital; había otro en construcción: aún estaban abriendo el foso. En él se pensaba instalar la imprenta y tirar el periódico y las octavillas.

Los techos de los refugios se alzaban sobre el terreno a modo de montículos apenas perceptibles. Los habían cubierto de césped: en algunos incluso habían plantado arbustos. Con fines de camuflaje, un coche ligero estaba medio enterrado y cubierto de ramas. No era fácil descubrir a los guerrilleros desde el aire.

En cambio, desde tierra, se podía descubrir el campamento y penetrar en él sin gran esfuerzo. A unos cien o ciento cincuenta metros de los refugios, montaban guardia sólo tres centinelas.

Dos carpinteros estaban haciendo un soporte de madera para colocar una máquina tipográfica. Trabé conversación con ellos. Poco a poco se fueron acercando algunos guerrilleros más. Por sus palabras comprendí claramente que las cosas no marchaban bien en la unidad.

Los combatientes estaban descontentos. Pero, ¿de qué? Al principio, ni ellos mismos pudieron explicarlo. Popudrenko les agradaba, y tenían plena confianza en los demás camaradas de la dirección. Sólo Kuznetsov —jefe del Estado Mayor— les tenía indignados: bebía sin tino, trataba groseramente a la gente y, lo principal, no entendía ni jota de asuntos militares.

… Releyendo lo escrito he notado con asombro que la palabra "combatientes" no reflejaba la realidad. Eran personas civiles, voluntarios reunidos en el bosque, que habían pasado una instrucción corta y muy incompleta. El que no vieran en mí al jefe no tenía mucha importancia. Trabajaban: cavaban algo, manipulaban la madera, y mientras tanto "trabajaban" a sus jefes y dirigentes. A esos compañeros habla que cortarles, ponerlos "firmes", explicarles qué quería decir la disciplina guerrillera, pero... si me hubiera comportado de este modo, este hubiera sido el fin de mí autoridad: me hubiera saltado una etapa de desarrollo que se había formado en mi ausencia. Los combatientes todavía no existían, aunque los guerrilleros se llamaran de este modo.

Así que de momento también mantenía una actitud amistosa.

Adelantándome un poco, diré que, a pesar de que nos basábamos en el reglamento del Ejército Rojo, nosotros, los jefes guerrilleros, no podíamos ni queríamos introducir en toda su integridad las relaciones estrictas entre jefes y soldados... Tomábamos el reglamento como modelo, pero, desgraciadamente, en las condiciones guerrilleras no siempre era aplicable. Más adelante me detendré con detalle sobre esto. De momento volveré a nuestra charla. Más exactamente, a las preguntas que yo hacía y a las que recibía respuestas contenidas y hoscas. Todos sabían que se encontraban delante del primer secretario del Comité Regional. Tanto la contención como las expresiones hoscas no iban dirigidas ni a mi persona ni a mi cargo. Yo lo notaba. Y ellos también notaban que mis preguntas no eran vanas, tanteaban mi humor y esperaban mis reacciones. Esperaban precavidos. No me apresuraba a hacer preguntas, aunque éstas me bullían en la cabeza. Yo estaba irritado y temía que se dieran cuenta de ello. Las preguntas no tenían que entenderse como un interrogatorio o una investigación.

Hacía un momento que me dijeron que Kuznetsov no servía para jefe del Estado Mayor. Después vino una pausa, la gente esperaba mi reacción. ¿Sé yo lo que ha pasado en este tiempo? Pero yo no lo sabía. Sin embargo, encubrí mi asombro ante el hecho de que Kuznetsov estuviera en el cargo de jefe del Estado Mayor. ¿Qué ha pasado con Démchenko? ¿Qué ha sido de él? ¿Por qué ni Popudrenko ni ninguno de los miembros del Comité Regional clandestino no han dicho nada de él? El Comité Regional nombró como jefe del Estado Mayor del destacamento regional a Nikolái Grigórievich Démchenko, era un militar instruido que fue el responsable militar del Comité Regional de Chernígov antes de la guerra. ¿Ahora dónde está? ¿Qué ha pasado con él? ¿Cómo ha sido que le ha sustituido Kuznetsov? El hecho era importante. Pero a mí me lo habían escondido. Popudrenko en su informe había soltado un ardiente discurso, pero había evitado este hecho. ¿Lo hizo conscientemente o no?

Yo escuchaba con gran atención. Parecía que era el momento de preguntar por Démchenko. No había nada más simple, preguntar y esperar la respuesta. Pero justamente porque esperaban mi pregunta, me la guardé para mejor ocasión. Popudrenko no me había dicho nada. Difícilmente se le hubiera olvidado. Y los otros compañeros de la dirección tampoco dijeron nada. Si la reunión no se hubiera visto interrumpida, esta cuestión no podía quedarse sin salir. Los demás, naturalmente, esperaban que el propio jefe expusiera el asunto. Pero, ¿qué asunto? Si hubiera muerto, lo hubieran recordado a la hora de los brindis. Si estuviera herido, me hubieran llevado a verlo. Si era un traidor, me hubieran informado al momento. Entonces ¿qué es lo que pasa?

Yo escuchaba.

De Popudrenko hablaban con entusiasmo: era un jefe valiente, razonable e inteligente. Cierto es que algunas veces se pasaba de la raya, por ser demasiado fogoso, pero era justo y, en caso preciso, atento y bueno. Con el enemigo se mostraba tan implacable, que nadie le podía aventajar. Pero, de todos modos...

Durante largo rato no pude comprender qué se ocultaba tras aquel evasivo "pero de todos modos".

Me contaron que, al salir de Gúlino, cuando el destacamento se trasladaba al nuevo lugar, decidieron acabar con un traidor: el stárosta de la aldea de Kamka.

 

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