"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo primero: EN VISPERAS DEL COMBATE parte 11 de 16

Gromenko estuvo fuera cinco días. De ellos, empleó cuatro entre la ida y la vuelta y no estuvo con la mujer más que una sola noche. Al presentarse, dijo brevemente:

— Se presenta el jefe de la primera sección, Gromenko. He vuelto del permiso. Sin novedad. ¿Puedo incorporarme a mi puesto?

Dos horas después lo vi entre los guerrilleros de la primera sección. Les había hecho sentar en círculo y hablaba con calor. Me quedé a escuchar. Gromenko me explicó que estaba dando una charla política.

— Todos nosotros, camaradas —siguió—, debemos revisar de nuevo nuestra vida entera...

"¿Qué pretende? —pensé—. ¿A qué vienen esas charlas filosóficas con los guerrilleros? " Pero me callé y seguí escuchando, máxime cuando todos estaban pendientes de sus palabras.

— Querámoslo o no, ahora todos pensamos mucho. ¡Y cómo no vamos a pensar! La vida normal se ha roto, las familias están destrozadas; nuestras profesiones, para las que nos estuvimos capacitando durante años y años, no son ahora necesarias. Por lo menos, hasta la victoria. Y nos afligimos. Hay muchos que se afligen. He oído al camarada Martiniuk contar un sueño; refería que su hijita se le acercaba corriendo, pidiéndole que la acariciara y le abrazaba, llorosa, Y cuando el camarada Martiniuk se despertó, vio que lo que estaba acariciando era la manga de su chaqueta guateada y que ésta estaba empapada de lágrimas. Dígame, camarada Martiniuk, ¿cuántos años tiene usted y qué hacía antes de la guerra?

Martiniuk —hombre rechoncho y de bigote gris— se levantó del tronco donde estaba sentado, pestañeó y dijo:

— Así ha ocurrido.

— Le he pedido que dijera cuál es su edad y profesión. No se preocupe, no le reprocho que sueñe con sus hijos. También yo sueño con el pesado. Llevo ya más de dos meses limpiando semillas o podando manzanos, o...

— Y yo ayer —interrumpió de pronto al jefe de la sección un mozalbete de unos diecinueve años— estuve jugando al fútbol contra un equipo alemán. El balón parecía que iba a explotar como una mina. Palabra de honor...

Todos se echaron a reír. Martiniuk sonrió también y dijo:

— Tengo cuarenta y cuatro años, camaradas jefes. Soy moldeador de hierro fundido. Pido que se me perdone el haber contado el sueño y trastornado a otros. Revisaré mi vida e invito a los demás a que hagan lo propio. Mi hijita nació cuando yo tenía treinta y ocho años y mi mujer treinta y cuatro. Antes no habíamos tenido hijos. Y la maté una bomba alemana... ¿Puedo sentarme?

Me levanté y marché sin decirle nada a Gromenko, aunque pensaba que hacía mal en perturbar los nervios de sus hombres. Por la tarde, aprovechando un momento en que estaba solo, el propio Gromenku se me acercó.

— ¿Podría hablar con usted, Alexéi Fiódorovich —empezó—, como con un camarada responsable? Me parece que no le ha agradado la charla de esta mañana.

— Vamos a dar una vuelta por el bosque, camarada Gromenko —propuse yo.

Aceptó con alegría. Nos alejamos unos doscientos metros del campamento y tomamos asiento en unos tocones. He aquí lo que me dijo:

— Soy agrónomo, Alexéi Fiódorovich. Eso ya lo sabe. Antes era mujik. De sangre y educación campesina. En una palabra: un intelectual salido del pueblo. Y pienso, no puedo dejar de pensar. Y cuando trabajaba en el centro de control de semillas, el grano no era para mí pan solamente. No; más que nada, veía en él el trabajo del pueblo. Michurin soñaba con transformar el trigo en una planta perenne, y, caso de que no fuera posible lograr esto con el trigo y el centeno, obtener árboles que diesen pan en forma de nueces... Siempre he comprendido muy bien esa ilusión suya.

Pero, en realidad, quiero hablar con usted de otra cosa. Contarle mi viaje a la aldea donde vive mi mujer... Pero no sé hacerlo sin preámbulos... A mí me parecía, Alexéi Fiódorovich, que solamente ahondando en mis conocimientos profesionales podría llegar a ser un buen comunista. Era honrado, trabajaba, me entregaba de lleno a mi labor. Me consideraba feliz. No, no es que me considerase, es que lo era, porque también en mi casa todo marchaba muy bien.

En los años treinta, cuando, en Alemania, Hitler llegó al poder, yo no sólo pensé sino que sentí que la batalla era inevitable, que, irremisiblemente, el capitalismo se alzaría en armas contra nosotros. Pero usted ya sabe lo que suele ocurrir. Pensé eso, y continué viviendo como antes. Llegué incluso a justificar mi indiferencia ante la futura contienda con el hecho de que trabajaba y con ello fortalecía el país. Ni me imaginaba de guerrero ni me preparaba para ello. Esa era la cuestión.

Me hice guerrillero voluntariamente. Eso usted también lo sabe. Y ya estamos en el bosque. No puede decirse, Alexéi Fiódorovich, que no habíamos hecho nada antes de llegar usted. El camarada Yariómenko se dedicó con verdadero afán a montar la imprenta. Con heroísmo, los muchachos sacaban de Koriukovka los caracteres. Desde el principio, había todo el heroísmo que se quisiese. Y, además, era un heroísmo sincero.

Balabái estuvo a punto de perecer en un encuentro con diez alemanes. Balitski, sin armas, se iba a las aldeas ya ocupadas por los alemanes, y, fingiéndose maestro, hacía agitación, incitaba a la resistencia, cumplía las misiones encomendadas por nuestro servicio de información. Nikolái Nikítich... A mi modo de ver, Nikolái Nikítich, más que un gran jefe, es la encarnación del odio popular. Todo arde en él. Y si no pesase en su ánimo el sentimiento de responsabilidad por el destacamento, por la vida de la gente, estoy seguro de que se lanzaría de cabeza al más temerario de los encuentros... Pero esto es ya criticar al jefe y no voy a seguir por ese camino. Volvamos a mis asuntos.

¿A qué ocultárselo? Hubo un momento en que me parecieron insignificantes todos nuestros esfuerzos guerrilleros. No era pusilanimidad ni cobardía; no, no se trataba de eso. Pero me sentí —¿cómo decirlo? — bueno, como aquel pope del relato de Leonid Andréiev que, recuerdan, se subió borracho a una locomotora, tocó no sé qué palanca y puso el tren en marcha. No sabía llevar la locomotora, no podía pararla y le daba miedo saltar de ella.

A ello se unía además, lo ocurrido con mi mujer. No conseguí evacuarla. A decir verdad, estaba a punto de dar a luz y no se atrevió a emprender un viaje largo en tal estado. Cuando supo que me marchaba de guerrillero, que abandonaba a la familia en un momento semejante, se enfadé mucho. Se enfadé, pero, sin embargo, se daba cuenta de que yo no podía proceder de otra manera; para dejarme en libertad, se marchó inopinadamente a la aldea. Y yo ignoraba lo que le había sucedido después; y a todas mis reflexiones, se sumaba demás el tormento de la incertidumbre...

Gromenko suspiró y me preguntó si no me cansaba con su relato. Encendimos un cigarrillo y, luego de una pequeña pausa, continué:

— Cuando marché a la aldea, nos pusimos de acuerdo en que allí no me descubriría ante nadie. ¿Recuerda usted que me prohibió hacer agitación? Y era justo. Para emprender este trabajo había que conocer bien el ambiente y a las personas. No voy a contarle mi viaje. Conseguí llegar con bastante suerte. Bien es verdad que tuve un pequeño tiroteo, pero no vale la pena de hablar de ello.

Conocía la casa en que debía estar albergada mi mujer. En general, conozco esa aldea desde niño. Y todos en ella me llaman por mi nombre. Cuando oscureció, me acerqué a la casa por la parte de los huertos. Estaba seguro de que nadie me había visto. El encuentro fue emocionante: lágrimas, abrazos. El chiquitín tenía ya un mes y tres días. Todos decidieron que era el "vivo retrato de su padre". Los regalos de los guerrilleros vinieron de perilla. En general, por ahora, mi mujer no pasa hambre. Tienen algunas reservas... Hubo de todo: lágrimas, risas, relatos. Pero fíjese en un detalle: desde el primer momento hablamos en voz baja.

Al principio, el pequeño dormía. Pensé que era por eso, pero cuando despertó, la mujer siguió haciendo lo mismo. Y, además, me metía prisa para que nos acostásemos. Unas dos veces comencé a hablar en voz alta. Ella agitó los brazos y apagó inmediatamente el quinqué.

"¿Qué pasa? ", le pregunté. "Presta oído y mira por la ventana —me respondió—. En todas las casas está apagada la luz y reina el silencio. Todos tienen miedo".

— "Pero si no hay alemanes en la aldea". "No habrá alemanes, pero tenemos a nuestros canallas, se ha reunido toda la escoria". No acababa de decirlo, cuando pasó por la calle un grupo de borrachos montados a caballo, blasfemando y amenazando no sé a quién. "¿Quiénes son ésos?" Y cuando mi mujer empezó a contarme quiénes eran los amos de la aldea, sentí que se me subía la sangre a la cabeza. Imaginese, Alexéi Fiódorovich, que en nuestra aldea vivía un tal Iván Drobni. Una carroña, un borracho, un pordiosero miserable. Todos habían olvidado ya, hacía mucho, que su padre había sido en tiempos el administrador del terrateniente de aquellos contornos. Se le tenía por medio loco. Era un borracho de lo más tirado. Cuando, para quitarse los efectos de una borrachera, quería seguir bebiendo y no tenía dinero, era capaz de ponerse de rodillas ante cualquiera con tal de conseguir tres rublos. Y ahora, le tienen miedo.

También apareció —no sé de dónde— un tal Sañko. En los años de la NEP, este tipo sentíase a sus anchas; montó en Chernígov una pequeña fábrica de curtidos. Ultimamente trabajaba de contable, no recuerdo bien si en la fábrica de instrumentos de música o en alguna otra parte. Cuando me lo encontraba en la ciudad, me hablaba con tanta suavidad...

Interrumpí a Gromenko:

— No sé por qué te sorprendes. ¿Acaso te habías figurado que los alemanes nos encargarían a ti o a mí de la administración en el campo? Nombran, naturalmente, a toda clase de canallas. Y además, ¿quién va a servirles, a excepción ce los canallas?

— No se trata de eso, Alexéi Fiódorovich. No era de eso de lo que quería hablarle. Lo que me ha impresionado es que aquí, en el bosque, continúa la vida soviética, nuestra gente es soviética y las relaciones que entre ellos existen también son soviéticas. He permanecido unas horas en una aldea que conozco y a la que considero como mí patria chica. Ni siquiera he visto a esa canalla ni he tenido que humillarme ante nadie. Pero el simple hecho de que mi mujer me estuviera suplicando toda la noche que no hablase en voz alta, que no me moviese, que tapara la boca al pequeño, el que ella misma temblara de miedo... Y por la mañana empezó a meterme prisa: " ¡Márchate! " Convenga conmigo que con esto basta para reventar de coraje. ¿Ante quiénes me obligas a temblar de miedo? ¡Ante los seres más despreciables y ruines! —Hablando brevemente, me he hecho una idea real de lo que es la ocupación.

— En eso estás en lo justo —dije yo—, pero, a pesar de todo, no acabo de comprender de qué querías hablar conmigo.

— Quería hablarle, Alexéi Fiódorovich, de que nunca nos hablamos figurado con claridad el restablecimiento de las relaciones capitalistas. De que, antes de la guerra, en nuestras escuelas, en las organizaciones del Komsomol y del Partido, hasta en nuestra literatura no nos se ha inculcado suficientemente el odio al capitalismo. Y por lo mismo no sé nos ha preparado lo bastante para la guerra. Yo, por ejemplo, sé lanzar una granada, me conozco el reglamento militar, he estudiado el uso de las máscaras antigás. Tampoco se me puede considerar analfabeto en lo político. Me he leído mucho, me gusta leer. Pero los escritores no han instigado mi imaginación, en ningún libro me han mostrado qué horror es esto del restablecimiento del capitalismo... Por esta razón he entablado la conversación con los muchachos.

Lo que me conté Gromenko para mí ya no era una novedad. Todo ello lo había visto y sufrido en mi camino hacia el destacamento. Es correcto y necesario, claro está, que nuestra gente comprenda no sólo con la cabeza sino también con el corazón qué es eso del "orden nuevo" que nos traen los alemanes.

— ¿Y a qué conclusiones ha llegado de su charla política de hoy? —le pregunté.

— La conclusión ha sido esta: vivir en un sistema como ese es imposible. Debemos actuar, y cuanto antes. Nosotros, es decir nuestra sección, hemos decidido pedir que se nos envíe, lo antes posible, a una operación importante y por nuestra cuenta... Permítame, Alexéi Fiódorovich, hacer una propuesta. Cuando conté a mis combatientes la vida de toda esa canalla que manda ahora en nuestra aldea, cuando les describí a cada uno de ellos.., todos nosotros, ¿sabe?, sentimos el deseo de hacerles justicia.

— Dicho de otro modo, ¿tu sección quiere atacar esa aldea y liquidar al stárosta y a los policías?

— Eso es.

— ¿Llevara cabo un acto de agitación concreta?

— Hasta cierto punto sí. Yo conozco todos los accesos a la aldea. Cuando volvía para acá, hablé con alguna gente y hemos encontrado un lenguaje común. He explorado el ambiente. No se precisa mucho tiempo ni muchas armas para esa operación...

— Camarada Gromenko, medita en lo que dices. Has comenzado bien. El corazón te ha sugerido que es preciso actuar. ¿Pero qué resultará si cada jefe conduce a sus combatientes a su aldea porque conoce los apellidos de los canallas que allí gobiernan? Si actuamos siguiendo esta orientación, tendré que llevaros a todos a Lótsmanskaia Kámenka, a la región de Dniepropetrovsk.

— Los camaradas tendrán una gran desilusión, Alexéi Fiódorovich. Hemos decidido ya la ruta, fijado los plazos y repartido las tareas. Su negativa, camarada Fiódorov, ofenderá a muchos. A los muchachos se les van las manos...

— ¿Y tú, te ofenderás también?

— No se trata de eso, camarada Fiódorov. Puede no hacer caso de mí, si me ofendo. Pero convenga conmigo que una de las ventajas de la lucha guerrillera consiste en que actuamos en nuestra región precisamente...

Expliqué a Gromenko que la operación propuesta por él no entraba en los planes del mando. Me objeté que los planes eran obra de los hombres y que se podían modificar por éstos. Hasta llegó a acusarme de falta de decisión y de no saber recoger la iniciativa de las masas.

Tuve que interrumpir la charla, tan bien comenzada, y explicar a Gromenko, con expresiones bastante enérgicas, lo que era la disciplina guerrillera.

Se marché muy enfadado. Al despedirse, me dijo que yo era un hombre insensible y que no toleraba la crítica, pero, a pesar de todo, se sometió a la orden.

La impresión que entonces me dejó la charla era doble. Por un lado, me parecía muy bien que nuestros jefes pensasen. Me agradaba mucho que fueran a buscarme para compartir conmigo sus ideas y sentimientos.

Me había gustado el ímpetu sincero de Gromenko, su vivo odio a los invasores, su afán de combatir. Pero al mismo tiempo me había sorprendido e indignado su imprudente actitud ante la lucha guerrillera. ¡Pero si sólo fuera Gromenko! No, mucha gente perfectamente seria, con cargos de responsabilidad y comunistas, no podía comprender que el destacamento guerrillero era una organización militar, y no una sociedad voluntaria ni un artel para el exterminio de los primeros invasores que cayesen a mano.

 

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