"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo primero: EN VISPERAS DEL COMBATE parte 9 de 16

Mientras tanto, Yariómenko había reunido y formado, junto al refugio del mando, a una veintena de hombres.

Salimos. Obligué a Ostatni, Shkoliar y al propio Bessarab a que formasen.

— Desde ahora, camaradas —dije—, todos los destacamentos acampados en este bosque se fusionan. Así lo han acordado el Comité Regional del Partido y el Estado Mayor del destacamento regional. Así lo requiere la vida. ¿Hay alguien que desee hacer uso de la palabra?

Bessarab trató de dar un paso al frente.

— Espere, con usted ya hemos hablado bastante. Ya conozco su parecer.

Hablaron Shkoliar, Polianski y otro camarada a quien no conocía. Todos, como si repitiesen una lección aprendida de memoria, dijeron que la fusión nos llevaría a la ruina. Las reservas se estaban agotando y pronto no habría nada que comer. Al fusionarse, los destacamentos perderían la mayor ventaja de los guerrilleros: la movilidad y la posibilidad de ocultarse. Las palabras más viles las pronunció Polianski.

— Las palabras huelgan —esforzábase Polianski—, comprendemos lo que se persigue con todo esto. Para nosotros está claro. El Comité Regional quiere ganar tiempo. El Comité Regional necesita una guardia personal. Tiene pocos hombres y, además, todos Los suyos son gente de ciudad, de esa que, si se descuida, se pierde entre tres pinos... Queréis ganar el cielo con méritos ajenos.

Hubo necesidad de poner fin al mitin. Yariómenko explicó a los guerrilleros los objetivos de la unificación, recordó lo que era la disciplina guerrillera y del Partido. Yo leí la orden ante la formación:

— "El destacamento del distrito, creado por iniciativa del Comité de Distrito del Partido, se funde, a partir de hoy, con el destacamento unificado, y desde ahora se llamará tercera sección. Bessarab queda nombrado jefe, y Grechkó, delegado político. Polianski pasa a disposición del Estado Mayor del destacamento".

Ordené a Bessarab que se presentase al día siguiente, para informarme del cumplimiento de la orden, y me llevé a Polianski conmigo. Le devolví la pistola a Bessarab, pero antes le expliqué que los guerrilleros reciben las armas para luchar contra los enemigos de la Patria y no para jugar con ellas o amenazar estúpidamente a alguien.

Así, sin pena ni gloria, terminó la existencia de aquel "feudo" y empezó la vida combativa de la tercera sección.

Cuando con el comisario y un grupo de combatientes regresábamos de la visita a Bessarab se produjo un hecho digno de mención. Todos íbamos a caballo, y sin conocer muy bien el bosque, nos detuvimos en una bifurcación. Durante todo este rato Yan Polianski miraba cejijunto ya sea hacia mí o hacia Yariómenko. Pero aquí, en la bifurcación, de pronto se animé y dijo agitado:

— Andando a la derecha. Les voy a enseñar una cosa que verán si hacemos algo o no.

Miré a Yariómenko y éste se encogió de hombros.— Bueno —dije— doblemos a la derecha. En marcha. El sendero se adentró en un pinar, delante clareaba un prado cubierto de nieve. De pronto vemos un cartelito sujeto a un árbol el que decía en grandes letras:

¡ALTO!

¡Peligro de muerte!

¡ POLIGONO!

— ¿Qué, ha visto? —dijo con una sonrisa orgullosa Polianski—. No-o-o, camarada Fiódorov, nos ganamos el pan que nos comemos. —Después de estas palabras lanzó un silbido con dos dedos con no menos maestría que un bandolero. ¡Vaya! Nunca había oído hablar de polígonos guerrilleros. Ni siquiera me podía imaginar a qué se podían dedicar allí. Al llegar al borde del prado miré a través de los prismáticos y vi que en el extremo opuesto se dibujaba algo indefinido: podía ser un arma o un furgón de remolque de cuya chimenea salía un hilo de humo. En torno a este artefacto rondaban dos personas. Al oír el silbido uno de ellos se dirigió hacia nosotros. No tenía mucha prisa. Parecía disgustado por distraérsele de sus asuntos. Cuando ya estaba cerca se podía ver a simple vista que se nos acercaba un empleado de ferrocarriles con la gorra del uniforme. Era un hombre moreno y bajo. Sobre la marcha gritó a Polianski:

— ¿Qué pasa? ¿Otra vez con prohibiciones? Ayer Bessarab, hoy usted... —Pero al ver a Yariómenko en seguida cambió de tono: ¡Vasili Emeliánovich! Me alegro de que haya venido. Ya ve adónde me han mandado. Y además me han hecho escribir este estúpido aviso. ¡Vamos, no hay ningún peligro!

Desmontamos y nos dirigimos hacia el lugar. Yariómenko me presentó al ferroviario:

— Ingeniero teniente coronel Filip Yákovlevich Krávchenko.

Después de estrecharme la mano y enterarse de quién era y para qué había venido a ver a Bessarab, Krávchenko se animé y dijo apasionado:

— Perfecto, es sencillamente genial: unificarse de todas todas, hacernos más fuertes e incorporar en los destacamentos guerrilleros a los oficiales que quedaron cercados por el enemigo. En primer lugar a los especialistas: a los zapadores, especialistas en minas y comunicaciones. Sin ellos no somos más que fugitivos armados. Las posibilidades son muchas, muchas. ¡Ya era hora! Ya es hora de salir a las vías del ferrocarril, a las carreteras centrales...

Yo le contesté en tono amargo. — De momento no hay con qué salir, no hay explosivos...

En esto me interrumpió y dijo agitado:

— ¿Cómo que no? Hay que trabajar y tendremos de todo. ¿Conoce usted este folleto? —Sacó del bolsillo las instrucciones del coronel Stárinov que se editaron por orden mía en Chernígov—. Aquí está todo: cómo extraer la trilita de las minas, de las bombas de aviación que no han explotado, de los proyectiles de artillería... Con éstos, es cierto, la cosa no es fácil, ¡pero lo aprenderemos! Hace falta organizar una producción en masa de los más simples artefactos explosivos. Venga, venga, le voy a enseñar algo...

Tras Krávchenko llegó un tipo alto, cubierto con una cazadora y gorro de liebre. Al yerme, se abalanzó a abrazarme.

— ¡Alexéi Fiódorovich! Ya he oído que había llegado usted... Hacía tiempo que tenía que haberlo hecho... Nosotros, mire, aquí, con Filip, de nada qué hacer nos hemos metido en esto...

— Pero ¿qué tonterías dices? —dijo indignado Krávchenko—. Oye, camarada Beli, a ver si razonas lo que sueltas. Estamos dedicados a la labor más importante y principalísima. Todo debe girar alrededor de nosotros.

— Bueno Filip Yákovlevich, tampoco es para tanto —contestó afable Beli.

Conocía a Fiódor Beli desde hacía tiempo. Era el presidente del koljós de la aldea Samotugui; se trataba de un campesino ducho y trabajador.

— Se te saluda —le dije— Fiódor Mitrofánovich. ¿Qué tienes que ver tú con todas estas brujerías?

— Pues en el ejército he servido de pirotécnico. No especialista en minas o zapador, sino que me las he tenido que ver con diversos explosivos y con pólvora.

Los amos del polígono echaron a andar y nosotros tras ellos. Polianski no se movió ni un dedo. Más aún, nos hacía señales de que tuviéramos cuidado. Yo no le hice caso.

Nos acercamos al lugar de los hechos. Vimos una cocina de campaña bastante destartalada. En el horno ardía leña y en el caldero algo hervía y bufaba. Por el suelo se hallaban diseminados unos extraños moldes untados con algo que parecía grasa, cada uno de ellos del tamaño de medio ladrillo. A unos veinte metros yacía un montón de minas y no lejos de ahí unos diez proyectiles de artillería de diverso calibre. Krávchenko, vivaz, enérgico, gesticulaba con las manos.

— Este ahora es nuestro taller. Como ve, todo es muy elemental y sencillo. Los moldes nos los ha hecho el que fue director de los talleres de reparación de barcos, Grigori lvánovich Gorobéts. Nos ayuda y cree en nuestro éxito, porque él mismo es hombre mañoso: fue carpintero, tornero y herrero. Ahora lo hemos enviado con los chicos del lugar para que vaya a recoger "materia prima": minas y proyectiles...

Sin dejar de hablar, Krávchenko abrió la tapa. En un armazón de alambres se calentaba en agua hirviendo un proyectil con la espoleta desenroscada... Se alzó una nube de vapor y mal olor...

— ¿Qué te parece, Fiódor Mitrofánovich, ya es hora de sacarlo?… Bueno, que cueza un poco más... Mire cómo son las cosas, Alexéi Fiódorovich, hacemos todo lo posible por aprovechar el poder explosivo del proyectil en su conjunto y no sólo el de su parte cónica. Ahora queremos experimentar un dispositivo: la construcción es sencillísima, actúa por presión. Pero para comprobarlo hay que apretar más y más, es decir hay peligro de que explote, lo cual no es deseable. He inventado un arco de hierro, a éste se le sujeta con alambres una maderita con un percutor...

Yariómenko me decía guiñándome un ojo:

— Alexéi Fiódorovich, que nos esperan. En el Estado Mayor se habrá reunido la gente.

Krávchenko se dio cuenta del guiño.

— Qué le vamos a hacer —dijo—, nuestro taller es puro fuego, no cualquiera se arriesga a estar aquí. Pero espero que el Comité Regional estimará toda la importancia de nuestros inicios. Si me necesitan, llámenme. Les prepararé un informe por escrito como es debido...

Nos dio la espalda y sacó de la caldera el proyectil envuelto en alambres...

— Bueno, vámonos —murmuré Yariómenko.

— ¿Y quién les retiene? ¡Tarde o temprano comprenderán que aquí, en este "polígono", están los orígenes de la gloria guerrillera!

Las palabras fueron muy solemnes.

Cuando nos adentramos en el bosque unos trescientos metros, en el "polígono" resoné una explosión. El ruido que hizo fue tan fuerte que pareció la explosión de una bomba de aviación de mil kilos. Detuvimos los caballos, prestamos atención a lo que pasaba, pero los oídos nos silbaban. Callaron los pájaros que abundaban mucho por aquí, se alzaron en una gran bandada hacia el cielo y volaron para enterarse si podían sacar algún provecho del destrozo.

Dimos media vuelta y lentamente penetramos en el claro. La cocina alemana se había esfumado y toda la nieve alrededor estaba cubierta de tierra. Un alto pino se habla derrumbado mostrando sus raíces. No vimos ni a Fiódor Beli ni a Filip Krávchenko. Pero no se veía sangre, ni tampoco algún trapo ensangrentado. Los proyectiles estaban en su lugar, pero las minas explotaron todas, lo más probable por la detonación.

Yariómenko balbuceó:

— Aquí hay gato encerrado —y hasta se quitó el gorro como despidiéndose de los desaparecidos.

Pero en ese momento vimos que nuestros "desaparecidos" salían de una pequeña trinchera. Estaban muy cubiertos de tierra, pero enteros y en su rostro había una expresión nada apesadumbrada.

— ¿Qué ha pasado? —pregunté.

Krávchenko acercó la palma de la mano al oído:

— ¿Qué dice? Repita, por favor.

Alcé la voz:

— ¿A qué os dedicáis? —pregunté—. ¿A arrancar árboles?

— Más alto. ¡No le oigo!

— ¡Vengan con nosotros! —le contesté.

— En lo principal, el experimento ha sido un éxito —comenté Krávchenko con entusiasmo.

Yo le grité con todo lo que daban mis pulmones:

— ¡Vengan con nosotros!

— No —me dijo—, iré con un informe y los planos. La cosa ha funcionado, el artilugio ha hecho lo suyo.

— Bueno, le esperaremos —le dije e indiqué a los demás que nos íbamos.

Ya he escrito que el folleto de Stárinov sobre las maneras de hacer explosivos caseros se difundió previamente entre los destacamentos de los distritos. Lo leyeron muchos, pero no se limitaban a ello: leían y pensaban en cómo aplicarlo; algunos hasta buscaron proyectiles y minas, pero era la primera vez que me encontraba a unos entusiastas que habían puesto en práctica aquellos consejos.

Al volver al destacamento regional explicamos a Popudrenko y a Nóvikov lo que habíamos visto en el polígono.

— ¿Oísteis la explosión? ¿A lo mejor llegasteis a pensar que los alemanes estaban atacando a Bessarab? Pues, fíjense, es obra de Krávchenko y Beli. ¿Qué les parece, será útil?

Popudrenko dijo:

— No es nada nuevo, Alexéi Fiódorovich, Filip, en cuanto llegó del nudo ferroviario de Kíev, pasó un par de días con sus familiares en Somotugui y en seguida se dirigió a Reimentárovka. Bessarab lo admitió por la única razón de ser paisano suyo. Y ahora no sabe cómo sacárselo de encima. La cosa no es una broma. Con estos experimentos pueden cargarse hasta a los suyos... Pero, al mismo tiempo, no está bien negarse. Krávchenko nos ha traído sus pasteles caseros. En una de sus minas voló un coche alemán. Grischa Balitski con Petka Románov y Vania Polischuk volaron un puente con trilita fundida por Krávchenko. La cosa tiene futuro. El único inconveniente es que el propio Filip no es bueno para correr...

— ¿Y para qué tiene que correr? ¿De quién? ¿A dónde?

— Pues de sus propios juguetes. Porque estos inventos de Krávchenko le explotan casi en las manos... No hay estopines, o sea que cogen una cuerda mojada en gasolina, la encienden y echan a correr. Pero el desgraciado está enfermo de corazón...

Nóvikov comenté pensativo:

— ¿Sabe una cosa, Alexéi Fiódorovich? No me encuentro entre los cobardes. Pero, por muy buenas que sean las instrucciones de Stárinov —hay allí tecnología y algunos consejos—, no dice ni una palabra de cómo organizar una sección especial capaz de salir a las carreteras principales, cómo explorar el terreno, como proteger al minador cuando éste coloca en una vía de tren o en una carretera su regalo. Por cierto, aunque Krávchenko sea ingeniero y además ferroviario, en este asunto de los explosivos va a tientas. Y esto es Una imprudencia. El sentirse atraído por ello y el temperamento no son una gran ayuda. Perdóneme si le recuerdo eso. Cuando Stárinov vino a vernos en Chernígov, me acuerdo que nos mostró algunos artefactos hechos en fábrica, eran bastante hermosos. Y a pesar de que una mina era de fábrica, usted, por incauto, se chamuscó un poco.

— Tenga en cuenta, querido camarada —le contesté—. Que no era una mina sino un proyectil incendiario. En cualquier caso, hay que entender de eso...

Popudrenko solté una carcajada sin malicia y dijo:

— Si hubiera sido una mina nos hubiera hecho añicos y no estaríamos aquí juntos —después de pensar un momento, prosiguió—: Sin riesgo no hay modo de pasarse. Hay que apoyar a Krávchenko. Yo estoy plenamente a favor.

 

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