"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo primero: EN VISPERAS DEL COMBATE parte 13 de 16

En las preguntas de los campesinos se expresaban esperanzas y cavilaciones. Las hacían sin reparo con todo el alma. Se dirigían, a mi entender, no a mí sino al Partido.

Un campesino alto, ya entrado en años y de un aspecto muy sombrío, preguntó:

— ¿Y qué piensa el Partido Comunista, camarada Fiódorov, respecto a las otras potencias? América, por ejemplo. ¿Es que la burguesía de América nos ayuda sinceramente o lleva escondido el puñal en la manga? ¿Y el Japón, no nos atacará por el Extremo Oriente?

— ¡A dónde has ido a poner tus ojos, Sídor Lukich! — exclamó su vecino de banco, no sé si en tono de admiración o de burla.

— No, eso interesa... Eso es un asunto importante.

— Déjalo, el camarada Fiódorov lo va a explicar todo.

— ¿Y tendremos aviones? Los Urales y Siberia, ¿trabajan?

— Camarada Fiódorov, apunte mi pregunta: ¿retrocedemos adrede o sencillamente huimos?

Inesperadamente, a través del rumor de las recias voces masculinas, una fina vocecilla infantil abrióse paso: — Por favor, ¿puedo preguntar? Tengo once' años y he pasado al tercer grado; ¿qué debemos hacer ahora? ¿Estudiar en las escuelas alemanas o quedarnos en casa, con los padres o con los guerrilleros?

Todos se echaron a reír, pero la pregunta del chiquillo pareció haber sido la señal: llovieron las preguntas relacionadas con la vida de la propia aldea. Ahora hablaban en voz más baja, arrimándose a la luz, como si en aquella sala se hubiesen congregado los miembros de alguna secta secreta. Un viejo bigotudo y recio preguntó casi en un susurro:

— Díganos lo que debemos hacer. Supongamos que mañana se presenta el alemán; bien un destacamento de castigo, bien para llevarse productos... Y que instalan a algún alemán en mi casa. El sabe que yo soy un hombre de paz, que nada tengo que ver con los guerrilleros y que no soy komsomol, sino un viejo campesino tranquilo...

— Venga, Stepán, al grano.

— Aguarda. Pues bien, supóngase, camarada jefe, que en mi casa se ha alojado un alemán, o quizás dos. ¿Me va a dar usted veneno, dinamita, o debo liquidarlos simplemente con el hacha, mientras duerman?

Me costó trabajo contener una sonrisa. Pero sus paisanos estimaban que aquello era una cuestión muy seria, y esperaban una respuesta adecuada.

— Depende de la situación —contestó Yariómenko.

Pero la respuesta no satisfizo a los reunidos. Todas las miradas se dirigieron hacia mí. No tuve más remedio que devanarme los sesos.

— Dinamita, mejor dicho, trilita, no os daremos para dos alemanes, tenemos poca. En cuanto al veneno, no es posible envenenarlos a todos, y, además, tampoco lo tenemos. Pero, contra un enemigo tan desalmado, cualquier arma es buena. En primer lugar, invitamos a ingresar en el destacamento a todo el que quiera luchar en serio contra el enemigo. En segundo lugar, sin moveros del sitio, podéis prestarnos una gran ayuda: comunicándonos datos del enemigo, escondiendo, si es preciso, a algún enlace nuestro... Y si alguna vez atacamos en vuestra aldea a la guarnición alemana o a un destacamento de castigo... entonces, confiamos en que emplearéis las hachas y las piedras... ¿Nos ayudaréis, camaradas?

Un unánime clamor de aprobación fue la respuesta a mi pregunta.

María Javdéi, miembro de la dirección del koljós, mujer de unos cuarenta años, dijo:

— Nosotros, camarada secretario, estamos acostumbrados a no pensar por separado, sino todos juntos. La dirección continúa existiendo hasta ahora. Y también tenemos trigo koljosiano. No se preocupe, está bien escondido. En un hoyo, lo que nos corresponde por los días de trabajo; y en otro, el trigo del Estado, el que debemos entregar. Pero, ¿a quién? ¿Vendrá usted mismo, es decir, su gente, o somos nosotros los que debemos llevarlo? Los alemanes han arramblado con casi todos los caballos...

— El trigo hay que repartirlo entre la población.

— Eso está claro. No hablo del trigo de los días de trabajo. Me refiero al trigo del Estado, del Ejército Rojo. Ayer la dirección se reunió para decidir qué hacer. Hemos recogido una gran cosecha. Por día de trabajo nos corresponde mucho a cada uno. ¿Vendérselo a los alemanes? ... No es ningún secreto que hay canallas que, con tal de embolsarse dinero, se lo venderían a cualquiera. Pero el alemán no lo comprará. ¡Saben lo que se hacen! Le meten a uno el fusil en el pecho y... " ¡Trae eso! ", nos quitarán hasta el que hemos ganado con nuestro trabajo... ¿Cómo puede hablarse de distribuir el trigo del Estado? Verá usted lo que hemos decidido: ¿Quiénes son ahora nuestro Poder, nuestro Estado, nuestro Ejército Rojo? Está claro que los guerrilleros. Entonces, el trigo que le corresponde al Estado es, por lo tanto, de los guerrilleros.

— ¿Y no os da lástima?

— ¡Que va! Este trigo lo único que hace es molestarnos: atrae a los alemanes. Como les den el chivatazo de que el pueblo esconde trigo, vendrán volando.

Eso era cierto, claro. La idea era lógica, de una lógica profundamente soviética. Comprendimos que la dirección del koljós, aprovechando nuestra llegada, había preparado un regalo muy valioso para nosotros.

Tarde o temprano, nuestras reservas de víveres se acabarían. En algunos destacamentos se habían agotado ya. El problema que se nos presentaba era grave y peliagudo: ¿dónde conseguir víveres? Claro está que la fuente principal debían constituirla los trenes de avituallamiento y los depósitos alemanes. Sin embargo, de vez en cuando, tendríamos que recurrir a la ayuda de la población. A los campesinos y también a nosotros nos interesaba dar a esta ayuda un carácter legal. El regalo de los koljosianos era tanto más agradable porque ponía de manifiesto las nuevas cualidades morales del campesino soviético, las cualidades socialistas.

— No nos negaremos —dijo Yariómenko—, gracias. Ya os comunicaremos cómo entregarnos el grano o conservarlo para los guerrilleros. Pero lo debéis guardar de tal modo que, a la menor amenaza de asalto alemán, podáis destruirlo en el acto.

La reunión duró más de dos horas. Nos hicieron numerosas y variadas preguntas. Tan sólo un hombre dio la nota negra a la reunión. Era un tipo flaco, mal vestido de unos cincuenta años, con una mirada aguda y atenta, pero taimada. Preguntó con aire fingidamente bonachón y tono familiar:

— Permítame una pregunta: ¿es usted ucraniano?

— ¿Por qué me lo pregunta? —respondí, poniéndome en guardia.

— Por nada... Se llama usted Fiódorov, pero parece usted nuestro…

— Soy ruso —dije (aunque, en realidad, me considero ucraniano)—. ¿Acaso eso cambia en algo la cuestión? ¿Qué quiere decir con eso de nuestro?

— Nada —respondió evasivo, y se llevó la mano a la boca, fingiendo un bostezo.

— No, continúe, por favor. Ya que comenzó diga lo que piensa.

El campesino sombrío que había preguntado por América y que, al parecer, era de la misma edad que el que acababa de hablar, volvióse y gritó iracundo:

— ¡Venga, desembucha, explícate! ¿Por qué te callas? El hombre no se turbé. Mirando tan pronto hacia mí, como al campesino sombrío, y a todo el público, comenzó lentamente:

— Puedo hablar. Quiero decir que toda Ucrania está ocupada por los alemanes. ¿No es verdad? ¿Para qué vamos ahora a pensar en el Partido? Ya que habéis dejado Ucrania, largaos de aquí... Nosotros mismos acabaremos con los alemanes o...

— Llegaremos a un acuerdo con ellos —gritó el campesino sombrío—. Tú, alma de perro, quisieras ponerte de acuerdo. ¡Vaya un listo que nos ha salido! ¡Y habla en nombre de toda Ucrania! ¿Sabes lo que te digo, sangre de Judas? Que no es en Ucrania en lo que piensas, sino en los cuartos. Ahora, lo mismo que de joven, sueñas con hacerte un kulak. Necesitas comercio libre, tierra en propiedad privada y una decena de braceros. ¿A qué hablas de Ucrania? ... No me des con el codo —exclamó, volviéndose bruscamente hacia una mujer que estaba a su lado—. No le tengo miedo. Como vaya en contra del koljós y se pase a los alemanes, no tardaremos en colgarle de alguna rama.

— Yo no haré eso —respondió el hombre—. Jamás descubriré a nuestra gente. No sacaré los trapos sucios fuera de casa. No hice más que preguntar. ¿No es verdad, camarada Fiódorov, que estamos entre amigos?

Murmuré algo más, pero, de pronto, se interrumpió; oyóse un estertor y desapareció en la oscuridad. Oímos cierto alboroto en las filas de atrás. Seguramente le habían amordazado y se lo estaban pasando, como un saco, de mano en mano. Nadie le golpeó; fue arrojado del local, sencillamente. Y una vez fuera, ¡vaya usted a saber lo que le sucedería!

Antes de que terminase la reunión, volvió a hablar el hombre bigotudo que me había preguntado si debía matar a los alemanes con hacha o con dinamita. Volvió a hacerme otra pregunta.

— Me interesa saber otra cosa, camaradas guerrilleros, ¿qué vamos a hacer si los alemanes queman nuestra aldea?

— ¡No seas pájaro de mal agüero, Stepán!

— Callaos. No le dejan a uno hablar. Sé equivocarme solo. De seguro que los alemanes quemarán nuestras casas. El lobo siempre es lobo. Pero a eso, yo os digo: camaradas guerrilleros, no os aflijáis. Es la guerra. Una guerra, que no la hay peor... A mi pregunta, yo mismo responderé; estaremos preparados para todo: el incendio, la muerte cruel, el martirio. Pero para una sola cosa no servimos: para lamerles el culo a los alemanes ni para tirar de su arado. Dígalo usted así a Moscú, camarada Fiódorov.

—Gracias, amigo, como guerrilleros te lo agradecemos con toda el alma... Pero lo malo es que, por ahora… no tenemos radio y no podremos transmitirlo a Moscú.

— Ya se las arreglará usted para transmitirlo —sonrió Stepán con aire pícaro—. Un corazón avisa a otro.

* * *

Al volver de Sávenki me informaron que se había presentado con el parte Filip Krávchenko. Resulta que había estado enfermo. En aquella ocasión en el polígono él y Beli sufrieron una ligera contusión. Y estuvieron convalecientes todo este tiempo. No pasó nada grave, volvió a oír y recobró la sensatez... En fin, como se vio después, la sensatez es un concepto relativo.

Vale la pena hablar de eso. Por ejemplo, ¿puede en una persona convivir un valor temerario y la sensatez? ¿Acaso en toda ocasión que alguien se lanza a una empresa arriesgada incluso con la mejor intención el hombre hace una proeza?

Ante mí tengo el parte ya amarillento por el tiempo del ingeniero teniente coronel Filip Yákovlevich Krávchenko. No puedo dejar de inclinarme ante lo que Lenin llamaba desprecio a la muerte. Filip Krávchenko poseía este sentido en plena medida. Pero además tenía una vena creativa y hasta un cálculo propio de ingenieros. Un cálculo… muy peculiar.

Al entregarme el parte, Krávchenko estaba muy nervioso, se puede decir que sufría:

— Usted nos ha prohibido... Usted ha detenido un trabajo que estaba en pleno auge. ¿Qué es eso desconfianza hacia mi experiencia técnica? Ni siquiera se enteró usted de la construcción... Bueno, lea usted mismo. Aquí le cuento de mí y de mis ideas. Adjunto unos dibujos, planos esquemáticos. No sé si sabrá usted leerlos...

Pedí que se reunieran en el refugio del Estado Mayor Popudrenko, Yariómenko, Nóvikov, un zapador del ejército Piotr Románov, todos los que podían entender lo que se debía hacer en relación a la organización de la subsección diversiva.

El parte de Krávchenko se leyó ante todos. Lo aduzco en su totalidad.

 

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