"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL ACTUA parte 3 de 16

El "zapatero" Korotkov, primer secretario del Comité de Distrito de Koriukovka, había quedado en la clandestinidad como miembro del Comité Regional. Después de muchas penalidades y andanzas, el camarada Korotkov se había "instalado" cerca de nosotros, en el caserío de Voznesensk.

En el caserío usaba otro nombre y otros documentos. En su juventud había aprendido el oficio de zapatero y esto le sirvió para hacerse pasar por tal entonces. Tan pronto supieron en el caserío que era zapatero, recibió muchos encargos; pero Korotkov no tuvo tiempo más que para hacer un par de botas que, por cierto, le salieron bastante mal: no querían mantenerse derechas, se torcían y acababan por caerse. Korotkov me lo contó riéndose a carcajadas, aunque tenía pocos motivos para ello; si hubiera existido la más mínima sospecha contra él, las botas podían haber sido una prueba muy seria.

Nos alegramos mucho de ver al "zapatero", pero no permaneció mucho tiempo con nosotros. En compañía de otros comunistas, Korotkov salió para los distritos a repartir nuestros primeros documentos de Partido. Korotkov tenía que recorrer catorce distritos. Llevaba liados a las piernas veintiocho ejemplares del llamamiento y de la directiva del Comité Regional. Más tarde, Korotkov fue jefe de un gran destacamento y durante tres años hizo vida de guerrillero, pero todavía hoy afirma que durante los diecinueve días que actué de enlace del Comité Regional sufrió más que en los tres años de lucha guerrillera.

¡Enlaces! Durante los tres años de ocupación alemana, decenas y centenares de enlaces bolcheviques, arriesgando su vida, recorrían caminos, campos y bosques, con frecuencia desconocidos para ellos, de la ciudad a la aldea, de las aldeas a los destacamentos guerrilleros y desde allí hasta algún caserío, donde, a lo mejor, acababa de llegar un destacamento punitivo. A veces, el enlace penetraba en el campo de concentración o en la cárcel, donde la Gestapo torturaba a nuestros camaradas.

Hay quienes creen que el trabajo de enlace es puramente mecánico, y que basta con saber caminar. Sería más justo decir que es necesario saber mirar. Tras cada esquina, tras cada árbol o arbusto acecha la muerte. Y menos mal si es una muerte por bala o bayoneta. Pero no, lo más seguro es que sea una muerte horrible después del tormento.

¡Cuántos de nuestros enlaces perecieron! ¡Y cuántas veces, al conocer la muerte del enlace, lo primero que hacíamos era denostar contra él! Sí, le recriminábamos por haber hecho fracasar el trabajo, por exponer la organización a un golpe. Después, naturalmente, recordábamos al compañero y derramábamos por él parcas lágrimas. Para los bolcheviques la causa es siempre lo primero y por eso el enlace ni siquiera tiene derecho a una muerte heroica. Su obligación es vivir.

Al principio todo era difícil. No había gente con experiencia y no teníamos quien nos adiestrara. Más tarde aparecieron ya determinados centros de enlace, signos convencionales, "buzones de correos": huecos de árbol o el horno de una casa quemada... Durante el primer tiempo la cosa no era muy compleja: se daba una dirección verbal, por ejemplo, "distrito de Sósnitsa, para el secretario del Comité de Distrito". Pero había que tener en cuenta que ese secretario de Comité de Distrito se ocultaba, cambiando de vez en cuando de aldea e incluso marchándose al bosque. El enlace, a su vez, tampoco podía descubrirse. Supongamos que supiera que en la aldea había un comunista. Pero, ¿con qué derecho iba a decirle ese comunista la dirección del centro conspirativo de enlace? El enlace ni siquiera llevaba consigo el carnet del Partido.

* * *

El carnet del Partido no es simplemente un documento, sino el símbolo de la pertenencia a la organización de los comunistas, de hombres que comparten las mismas ideas. Es un documento de valor incalculable con el que te sientes unido física y espiritualmente. -Se nota su presencia, pero su ausencia todavía es más sensible: pierdes la seguridad en ti mismo, como si fueras una persona a la que le falta algo.

¿Puede que sea sólo mi caso? ¿Acaso la ausencia de este librito rojo con su firma y sello es capaz de alterar mis convicciones, debilitarme, matar en mí la fe en las ideas comunistas? Claro que no... Pero, de todos modos...

Ya he contado cómo enterramos con Simonenko en el terreno vecino a la casa de su madre todos nuestros documentos auténticos. Y también, claro, nuestros carnets del Partido. Estas fueron las órdenes del Comité Central: todos aquellos que se iban a la clandestinidad debían entregar a la organización del Partido para su conservación o, en el caso de que esto no fuera posible, guardar en lugar seguro su carnet del Partido. Evidentemente se debía guardar de modo que luego se pudiera encontrar. Pero también lo bastante bien para que los fascistas no pudieran encontrarlo y utilizarlo para sus propios fines.

La necesidad me obligó a esconder el carnet, y así lo hice. Y más tarde, como secretario del Comité Regional clandestino, exigía de todo comunista que se encontrara en la retaguardia del enemigo que cumpliera lo que ordenaba el Comité Central. Y hacía cumplir la orden a rajatabla, aunque por mí mismo comprendía que era algo difícil y doloroso y que uno se sentía algo perdido.

Recordaré que cuando me despedí de Simonenko, primero me quedé solo, pero después de encontrarme con Dneprovski, Plevako y Zubkó acordé con ellos actuar juntos. Se nos unieron enlaces voluntarios, pero tampoco nosotros permanecíamos en el mismo sitio. Moviéndonos de caserío en caserío, de aldea en aldea, en cierto modo nos convertimos en enlaces de nuestros enlaces, y así constituíamos una organización móvil del Partido. La conspiración exigía de nosotros una precaución inteligente, un constante estar al acecho. Cada uno se inventó una "historia" para el caso de que cayéramos ya juntos o por separado en manos del enemigo. Y claro está, a cada uno y más de una vez les repetí las órdenes del CC: esconder el carnet del Partido y no llevarlo consigo en ninguno de los casos.

Zubkó y Plevako me aseguraron que hacía tiempo que habían puesto sus documentos a buen recaudo. Pero Dneprovski le daba largas al asunto:

— Sí, lo comprendo, Alexéi Fiódorovich, sé que hace falta hacerlo. Pero es que no encuentro ni el lugar ni el momento adecuado. No es una cosa tan simple. No voy a meterlo bajo cualquier estufa. En tiempos tan terribles la estufa y hasta la casa pueden borrarse de la faz de la tierra, ¿no es cierto lo que digo?

— Pues guárdalo en la huerta. Igual que yo con Simonenko.

— Si, ya lo he estado pensando. Pero el lugar es bajo, en primavera puede inundarlo el río.

— Pues haz el agujero más hondo. Mételo en una botella...

— ¿Y si se ponen a cavar en el huerto? Le dan un golpe con la pala y búscala luego. Además, la tierra, por mucho que la aplastes, en primavera se asentará. Además, no tengo ninguna señal. Lo esconderé y luego yo mismo no podré encontrarlo.

Se notaba que todo eso eran excusas y, por muy fundadas que pudieran parecer, reflejaban su alarma y dolor: es difícil para un hombre desprende rse de un trozo de su alma.

El hombre suspiró. Yo también suspiré. Pero después, ya en tono amenazador, le dije:

— Escúchame bien, Pável, nos vas a meter a todos en un lío... Si hoy mismo no escondes tu carnet del Partido, te las tendrás que ver conmigo. Dneprovski sabía que no era mi costumbre lanzar frases al aire. Consiguió un biberón, metió allí el carnet hecho un tubo, le puso el chupete y me mostró su invento.

— ¿Así estará bien?

— Para más seguridad envuélvelo con un trapo y cúbrelo todo con pez. Lo calientas al fuego y se te fundirá.

— ¡Así lo haré, Alexéi Fiódorovich!

Qué le iba a hacer, no me puse a comprobar si lo había hecho o no.

Al llegar la noche, decidimos marchar a la aldea de Zhóvtnevo para encontrarnos con unos militantes clandestinos. Teníamos que andar unos diez kilómetros. Primero por los rastrojos, después por la alfalfa todavía no segada. Sobre el horizonte se alzó una luna joven. Y eso no era nada bueno para nosotros. Para gentes como nosotros la luz en la estepa aumentaba el peligro. Por otra parte, los que se dedican a actividades clandestinas prefieren la oscuridad y el silencio. Sólo de vez en cuando intercambiábamos alguna palabra. Empezó a lloviznar.

— ¡Perfecto! —comenté saltando una zanja—. Ahora esta maldita luna desaparecerá tras las nubes.

Y así fue, la luna desapareció. De pronto Dneprovski que cerraba la marcha lanzó un grito.

— ¿Qué pasa? —preguntamos alarmados y por costumbre aprendida desde hace tiempo nos tiramos al suelo, nos escondimos entre la alfalfa—. ¿Qué pasa? —repetí en voz baja.

— ¡Oy, chicos, amigos, camaradas! —En la voz de Dneprovski se oía tanta desesperación y desconcierto que parecía hubieran matado a su madre. De rodillas, palpaba el suelo de su alrededor como si fuera un ciego y no paraba de gemir—: ¡Qué desgracia, pero qué desgracia, estoy perdido!

— Pero ¡dinos qué pasa! —no me pude aguantar—. ¿Qué, te has roto una pierna?

— Que va, Alexéi Fiódorovich. ¡Qué mala pata! —De la emoción Dneprovski pasaba a hablar en ucraniano.

— Bueno, ¿pero qué, qué pasa? —susurrábamos alarmados.

— El biberón, Alexeí Fiódorovich. He dado un salto y el maldito biberón con el carnet del Partido se me ha caído del bolsillo. He oído un golpe y nada más. No está y no lo veo. De la rabia quise darle en los morros. No me puse a pelear, claro. Di orden de que nadie se moviera de su sitio y así, acostados, palparan el suelo. Con las manos y los pies. Palpar y estar atentos a algún ruido.

Dneprovski, Plevako, Zubkó y yo mismo estábamos estirados como si nadáramos por un ancho círculo.

— ¡Así, así, así —dirigía yo en voz baja—. Abarcar lo que podáis con las manos y avanzar hacia el centro.

Entre tanto empezó a llover. El agua caía de modo inusual para el otoño, las gotas eran gruesas y hacían mucho ruido. Por si fuera poco, empezó a soplar el viento. Resonaba y crujía la hierba seca. ¡Cualquiera podía oír una botellita por cien veces que ésta tintineara!

- Oy, chicos, amigos, vaya suerte la mía —casi rezaba Dneprovski.

— ¡Cállate ya! —le grité—. Sigue palpando y métete la lengua entre los dientes...

Bajo el fuerte aguacero nos arrastrábamos y lo hacíamos sobre el vientre. En ese momento Vasia Zubkó, el más joven de nosotros, se puso a decir con voz implorante:

— Alexéi Fiódorovich, esto no tiene ningún sentido. Mañana volvemos y lo buscamos a la luz del día. ¿Adónde se va meter?

Yo le pegué un grito:

— ¡Pero qué dices! ¡ ¿Es que no entiendes, chiquillo del diablo, las tonterías que dices? ! ¿Cómo que lo dejemos, cómo que hasta mañana… dejar el carnet en la estepa?

Encontramos la botella. La encontré yo. Al instante la rompí contra una piedra y guardé el carnet de Dneprovski en mi bolsillo. Perdimos en esto no menos de una hora. Nos llenamos de barro, de rasguños, pero nos sentimos muy contentos por haber encontrado por fin el carnet

¿Por qué nos alegramos? Aquella misma noche, abandonando otros asuntos importantes y urgentes, ayudamos a Dneprovski a envolver su carnet del Patido en un trozo de hule, cubrirlo de pez y, a la luz de una linterna, sacar de los cimientos de la casa Un ladrillo, meter allí el paquete y cubrir con arcilla el escondite. Todo se hizo a la perfección, bien y rápido.

— Bueno, amigos —comenté—, dejen de mirar pasmados su obra. Ya es hora de discutir cómo hacemos la reunión. Cuándo, dónde...

Pero Dneprovski seguía mirando con la linterna en la mano y no podía quitar la vista del petacho de arcilla fresca. De pronto se echó a reír.

— ¿Qué relinchas? —le pregunté rabioso—. ¿Se puede saber por qué?

Me lanzó una mirada y me dijo en voz baja:

— No son más que nervios, Alexéi Fiódorovich... De verdad, son los nervios.

Entonces fuimos nosotros en echarnos a reír, aunque no estuviéramos demasiado alegres. Nos sentíamos más bien tristes. Había algo de humillante en todo esto. No sé qué seres monstruosos se presentan en nuestras tierras y nos obligan a escondernos, a desaparecer y renunciar, aunque sea en apariencia, de nuestra pertenencia al Partido.

Claro, nosotros comprendíamos que la cosa era temporal y era algo necesario para nuestra labor. Pero si así eran las cosas, si de todos modos nuestra militancia seguía en nuestro corazón y permanecíamos siendo comunistas convencidos aunque fuera sin el carnet del Partido, ¿por qué entonces sin ponernos ni siquiera de acuerdo nos arrastrábamos bajo la lluvia buscando el maldito biberón? Porque, en verdad, Dneprovski habría podido volver al lugar por la mañana... Pero esta es la cuestión: si volviera a ocurrir la misma historia de nuevo nos hubiéramos arrastrado por el barro.

Parece una tontería, pero de otro modo no podía ser.


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