"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL ACTUA parte 15 de 16

Nos hallábamos aún en el distrito de lchnia cuando supimos que Popudrenko y sus hombres habían pasado del distrito de Koriukovka al de Jolm. Por eso nos dirigimos a Reimentárovka, aldea situada en la linde de un gran bosque. Era indudable que en esta aldea había gente ligada con el destacamento regional. Sin embargo, por la experiencia anterior, comprendíamos que no era cosa tan fácil encontrar a los guerrilleros.

En el destacamento de lchnia descansamos, nos mudamos de ropa y repusimos fuerzas. El tiempo era agradable: nevada de vez en cuando y no hacía mucho frío; estábamos a mediados de noviembre. Era fácil caminar, los pies no se hundían en el barro. Observé que los camaradas se habían vuelto más silenciosos. Todos teníamos en qué pensar.

Llevábamos dos meses en el territorio ocupado por los alemanes. ¿Qué ocurría en el país, cuál sería el curso de la guerra?

Durante todo aquel tiempo había oído la radio sólo dos veces: en casa de Goloborodko y en el destacamento de lchnia. La había escuchado con avidez, tratando de imaginarme por dos o tres partes del Buró Soviético de Información y por las noticias fragmentarias llegadas a mis oídos toda la marcha de la guerra. Se combatía en las inmediaciones de Moscú; sobre nuestra capital, el corazón de nuestra Patria, se cernía una grave amenaza. Y tal vez en ningún lugar eran acogidas estas noticias con tanto dolor, con tanto sufrimiento, como en las regiones ocupadas.

Los combatientes y jefes del Ejército Rojo, los obreros y dirigentes de la producción en nuestra retaguardia soviética, los koljosianos del territorio soviético libre tenían un trabajo concreto, claro, definido. En cambio nosotros, los combatientes y trabajadores de la clandestinidad, estábamos aún buscando el camino y las formas de organización, reuniendo fuerzas y armas.

¿Qué había visto y aprendido yo durante aquellos dos meses? Había visto mucho, había tropezado con centenares de personas, había hablado con decenas de ellas.

Comencé a resumir y sintetizar mis impresiones; analizar las entrevistas, las conversaciones, las ideas; descubrir lo principal y lo característico. Sin ello, hubiera sido imposible encontrar la táctica debida en la lucha guerrillera y en la labor clandestina.

En mi memoria quedaron grabados los episodios ya descritos. Aunque entonces recordaba mucho más; las cosas eran más recientes y estaban más frescas. Pero los episodios principales fueron ésos precisamente.

Dicho sea de paso, no me puedo quejar de mi memoria. Pues sabía seleccionar los hechos y las observaciones más precisas y características.

Por ejemplo:

La cosa ocurrió en el caserío de Petróvoskoie; una vez estaba yo sentado en la escalera de la terracilla, cuando se me acercaron dos mujeres, visiblemente excitadas.

— ¿Es usted miembro del Partido? —preguntó una de ellas.

Contesté negativamente. Ambas se miraron decepcionadas. Cuando quise saber de qué se trataba, me contaron de mala gana que discutían por un lechón. Pelagueia acusaba a Marusia de habérselo robado. Pero Marusia afirmaba que el hijo de Pelagueia había robado a su hermana aquel lechón recién nacido.

— Bueno, ¿y para qué necesitáis en ese pleito a un comunista? —pregunté perplejo a las mujeres.

— ¿Y a dónde vamos a ir ahora? No hay tribunales ni milicia. Tenemos un stárosta y el policía de distrito. ¡Pero ésos no son jueces ni nada!

El contable, del que he hablado ya, me entregó aquel dinero no porque yo fuera Fiódorov y le cayera simpático, sino porque en mí veía a un diputado, a una persona de confianza del pueblo.

Menciono el caso de las mujeres no porque pueda ser más o menos pintoresco, sino porque caracteriza lo que para el pueblo significaban los comunistas.

En la aldea Borok me contaron este caso. Los alemanes apresaron en un camino a un grupo de personas. No era un grupo organizado, sólo iban por el mismo camino. Marchaban hacia los bosques donde había guerrilleros, se unieron por casualidad y se conocían poco entre sí. Había en el grupo dos que se habían escapado de un campo de concentración, ambos miembros del Partido; uno era presidente de un koljós, había quemado los silos de grano y pan hacinado, y después decidió oportunamente que tenía que irse de su aldea; otro era instructor de un Comité de Distrito del Komsomol; el último en unirse al grupo fue un hombre de unos cuarenta años, un simple koljosiano de una aldea vecina. Sus compañeros casi no sabían de él.

Tres de los miembros del grupo: el presidente del Koljós, el instructor del Komsomol y uno de los soldados caídos en una bolsa cometieron el error de conservar consigo los papeles. Otro de los militares, a pesar de haberse arrancado los "cubitos" de teniente, se dejó la chaqueta donde se veían unas huellas oscuras, los alemanes comprendieron que se trataba de un oficial del Ejército Rojo. Todos, menos el último hombre, estaban armados de pistola. La patrulla apresó al grupo mientras éste dormía junto a unos arbustos del camino. Pero los hombres intentaron defenderse, hirieron a dos soldados.

Llevaron al grupo a un pueblo. Los alemanes dijeron a la población que habían arrestado a unos guerrilleros. En medio del pueblo levantaron un cadalso y cuatro horcas. El día de la ejecución reunieron a toda la población de las aldeas vecinas. Pero a los invasores no les bastaba con la ejecución. Decidieron organizar una farsa de juicio. En aquellos tiempos los alemanes todavía intentaban poner a los campesinos de su parte, querían mostrar que eran los elementos de afuera los que intentaban destruir y perturbar el "nuevo orden". El comandante dijo:

— Vamos a eliminar a los guerrilleros comunistas que son enemigos no sólo del imperio alemán, sino también de los agricultores ucranianos. Vamos a mostrarles un juicio justo de unos comisarios, guerrilleros y comunistas.

Todos vieron que subieron al cadalso cinco personas, pero sólo había cuatro horcas.

Los tres comunistas y el presidente del koljós, aunque no era del Partido, los cuatro comprendieron después de los interrogatorios que no podían esperar piedad de los alemanes. Los trajeron con las manos atadas a la espalda, la ropa destrozada, los rostros golpeados y llenos de sangre. A su quinto compañero lo trajeron más tarde, también atado, sin embargo su ropa estaba entera y en la cara ni un rasguño. Los cuatro primeros se mantenían con dignidad, miraban a sus torturadores con expresión de desprecio. Pero el quinto tenía un aspecto claramente despistado. Miraba a los hitlerianos, las horcas, al pueblo reunido. Tenía todo el aire de ser un traidor.

Empezó un interrogatorio público. El comandante se dirigía por orden a cada uno:

— Responde en voz alta quién eres.

— ¡Soy oficial del Ejército Rojo y miembro del Partido! —contestó con firmeza el primero.

— Yo soy candidato al Partido, trabajador del Komsomol —dijo el segundo.

— Yo soy un bolchevique sin partido, presidente de koljós —contestó el tercero.

— ¡Yo soy sargento del Ejército Rojo, comunista, quise hacerme guerrillero para eliminar sin piedad la peste alemana! —gritó el cuarto—. ¡Camaradas koljosianos, vengad sin piedad y matad a estos cerdos, marchad a los bosques, tomad las armas...!

De un puñetazo el comandante lo tiró al suelo.

— ¡Basta ya de gritos subversivos! —aulló—. ¡Basta! Declaro el veredicto. Todos los campesinos han podido ver que estos hombres son unos amotinados y bandidos. Estos cuatro son miembros de la dirección bolchevique. Para ellos no habrá piedad, para ellos la horca. Pero este es un juicio justo, preguntamos al quinto quién eres. Es un simple campesino, dime, ¿es cierto lo que digo? —se dirigió el comandante al quinto.

— Sí —contestó el quinto, su voz temblaba—, soy un simple koljosiano.

— ¡Achtung! —bramé el comandante—. ¡Que todos escuchen con atención! Este sencillo campesino es perdonado y se le pone en libertad para cavar la tierra y hacer crecer el trigo y los frutos...

— ¡Camaradas! —gritó con todo lo que le daban los pulmones el quinto—. No soy un traidor, también soy bolchevique...

El comandante perdió el aliento de la rabia, no cabía de la sorpresa, no podía creer que un hombre buscara por sí mismo la muerte.

— ¿Qué? ¿Qué quiere decir? ... —llegó a pronunciar con voz ronca.

El quinto prosiguió.

— No soy miembro del Partido, soy un komsomol. Sí, sí, no se rían, fui komsomol... ¡Karpenko! —gritó a alguien de entre la multitud—. Di que digo la verdad, tú lo sabes, he sido komsomol desde 1918 hasta el año 26... —Se dio media vuelta y escupió en dirección al comandante—: Perro asqueroso, quieres dividir a la gente, hacer de mí un traidor, no quiero vivir así. Y digo: soy komsomol, comunista, revolucionario, guerrillero. ¿Qué, te has enterado, te ha llegado a la mollera?

Sobre él se abalanzaron los soldados. A uno de ellos le dio con la cabeza en medio de los dientes, a otro lo tiró del cadalso abajo de una patada en la barriga. Se tiraron encima de él, pero el hombre siguió golpeando y gritando. Del montón de cuerpos salieron unos gritos:

— ¡No, no compraréis a un viejo komsomol! .. ¡Muchachos, amigos, dadles a esta escoria!

Entonces los cuatro compañeros con las manos atadas a la espalda se lanzaron sobre el montón humano y se pusieron a golpear a los soldados con pies, rodillas y clavarles sus dientes.

El comandante descargó toda su pistola con tiros al aire. Llegaron en su ayuda una decena de alemanes.

Los cinco cadáveres estuvieron colgados en la plaza del pueblo una semana entera. En cuatro de ellos los alemanes colocaron letreros en los que ponía "comunistas", en el quinto uno que decía: "viejo komsomol".

Recuerdo otro episodio. Me lo conté Evdokía Fiódorovna Plevako, y más tarde lo oí a otras personas. Una koljosiana fue a aclarar la ropa al río en los días de la ofensiva enemiga. De pronto vio a un hombre que se estaba ahogando. La koljosiana lo sacó a la orilla y entonces se dio cuenta de que había salvado a un oficial alemán. Este se deshizo en frases de agradecimiento, pero la koljosiana, terriblemente disgustada, en cuanto el alemán dio media vuelta, lo golpeó con una piedra en la cabeza y lo tiró al río, empujándole con el pie para mayor seguridad.

Esto, naturalmente, pudo haber sucedido. Pero lo más importante es que lo contaron en diferentes lugares, convirtiéndose casi en una leyenda. Es significativo que el final de esta historia, donde quiera que la oyese, fuera el mismo: la koljosiana se unía a los guerrilleros.

En Ucrania no había entonces ni estaciones de radio clandestinas ni prensa bolchevique. Los que trabajábamos en la ilegalidad conocíamos únicamente el espíritu del pueblo, su vida, por nuestras observaciones personales y por nuestro trato con la gente. Y a pesar de que estas observaciones eran limitadas, y a veces casuales, lográbamos captar lo esencial.

La mayoría aplastante del pueblo ucraniano odiaba a los alemanes. Los odiaban las mujeres y los hombres, los adolescentes y los niños. Los odiaban los obreros y los koljosianos, los intelectuales y las amas de casa.

Los alemanes contaban con el apoyo de un insignificante puñado de seres envilecidos y cobardes. Trataban de instigar en los débiles y en los vacilantes los sentimientos más ruines: la codicia, la soberbia, la ignorancia, el antisemitismo, el nacionalismo, el servilismo, la deslealtad. Pero en nuestro país hay pocos aficionados a esto. Los alemanes no comprendieron en absoluto el carácter de nuestro pueblo.

Me convencí en ejemplos prácticos de que el pueblo, en las dificilísimas condiciones de la ocupación enemiga, seguía considerando a los comunistas como a sus verdaderos dirigentes. Y allí donde eran activos los comunistas, era activa la población; allí donde los comunistas estaban organizados, la población también lo estaba.

Pude comprobar que la preparación oportuna para la actuación clandestina de los bolcheviques y del movimiento guerrillero había dado indudables resultados positivos.

Los comunistas de la región de Chernígov actúan, la organización existe. Estoy rodeado de camaradas de trabajo, de miembros de la organización bolcheviqué. No es una casualidad que estemos aquí: cumplimos la voluntad del Partido, la voluntad del pueblo.

En aquellos momentos estaba persuadido de que contábamos con magníficas premisas para desplegar un potente movimiento guerrillero.


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