"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL ACTUA parte 5 de 16

Con lo bien que nos iría ahora, mientras todavía no se hiciera del todo oscuro, coger unas palas y conseguir del huerto mis papeles, pero la abuela Matriona no paraba de hablar y hablar, y no nos atrevíamos a interrumpirla. Nos explicó que al día siguiente de nuestra partida se presentaron en la casa un SS en capote negro y con él dos soldados, registraron la casa y la interrogaron.

— Intentaban sonsacarme si en la casa había parado el secretario del Comité Regional y qué armas habían enterrado ustedes, Alexéi Fiódorovich y mi Vania, en el huerto. ¿Y qué podía decirles yo? No dije nada, no sabía, y ahí se acabó la historia. Si alguien se lo había dicho que viniera y se lo mostrara. Vino mi hijo con un amigo, ya se han ido. Pero eso de que aquel pájaro era el secretario del Comité Regional era algo que en mi ignorancia y pocas luces yo no podía saber...

Al no encontrar nada en la casa, el SS con los dos soldados reunieron a los jóvenes de toda la aldea y les obligaron a revolver la tierra de todo el terreno. Mientras tanto ellos miraban cómo los demás trabajaban.

— No encontraron nada, así que, de rabia, ordenaron que talaran mis manzanos. Y después se fueron. Menos mal que no me quemaron la casa...

El SS resultó conmiserativo. En aquel primer mes los invasores alemanes todavía no quemaban las casas, actuaban con apariencia pacífica intentando poner de su lado a los campesinos.

Mientras la anciana nos explicaba sus cosas, en la casa se presenté una representación de los jóvenes que nos invitaba a la boda.

Me encontré en una situación algo tonta, no había tiempo para diversiones, lo que teníamos que hacer era encontrar cuanto antes unas palas para buscar los documentos. Los alemanes no los encontraron, a lo mejor tampoco lo logramos nosotros... Nos invitaban a la boda, así que dije que iríamos, seguro que iríamos. Hasta a la abuela no me atrevía a hablarle con claridad a qué habíamos venido. Le rogué que dejáramos para otro rato la comida y que nos consiguiera unas palas.

La juventud se fue desilusionada. Korotkov, Kúrochka y yo nos armamos de unas palas y nos dirigimos al huerto.

Resulté que todo el jardín estaba talado, y del manzano desde al cual Iván y yo habíamos contado veinte pasos hacia el pedregal no quedaba ni el tocón. Cada vez se hacía más oscuro, a lo mejor tendríamos que quedarnos a dormir aquí.

La abuela Matriona no sabía qué es lo que enterramos en el huerto. Estaba junto a la casa y miraba. Cavamos en un sitio y luego en otro, pero sin ningún resultado...

¿Qué podíamos hacer? Al parecer tendríamos que levantar todo el terreno...

… El espectáculo era digno de verse: tres tipos ya nada jóvenes, sin chaquetas, levantaban la tierra marchando en fila. La tierra estaba pesada, era la primavera, nos cansamos mucho; nadie creía en el éxito... Menos mal que no llovía. Me invadía la tristeza.

En ese momento Iván Martiánovich Kúrochka se dio una palmada en la frente:

¡Muchachos, vamos a la boda!

Korotkov y yo intercambiamos una mirada.

—, ¡A la boda, a la boda! —repetía Iván Martiánovich—. Nos estamos un rato, nos tomamos una copa a la salud de los jóvenes y luego les pedimos que nos ayuden. Ya no hay secreto alguno. Les explicaremos lo ocurrido. Son komsomoles...

La idea no era mala. Si la gente joven nos ayuda...

Nos acercamos a la casa de donde nos llegaban los sonidos del acordeón, alguien bailaba... Nos recibieron como a unos príncipes.

Había reunidos en la boda unos cuarenta jóvenes; los más de diecisiete o dieciocho años, y también la gente más vieja del lugar. No había hombre de media edad. Nos colocaron en los lugares de honor, nos hicieron levantar las copas en honor de los novios. Yo eché un vistazo al novio y a la novia. Los dos vestidos de cualquier manera, en ropas normales en tiempos de guerra. Es cierto que la novia llevaba un collar en el cuello. En la cabeza, un velo almidonado de desposada. El chico… me pareció que al novio lo había visto en alguna parte. De estatura mediana, fuerte, estirado, con chaqueta de otro tamaño, en camisa limpia... ¿Pero, qué tienen que ver aquí la chaqueta o la camisa? Seguro que le había visto antes. ¿Sería en la guerrilla? Parece que no...

— Camarada Orlov, ¿no se acuerda usted de mí? Pues soy Misha, el mismo Misha que usted no dejó marcharse con los guerrilleros... Aquí mismo, en la casa de la abuela Matriona... ¿Se acuerda cuando lo molestamos en medio de la noche?

Tres años de lucha, miles de guerrilleros, ¿acaso podía yo acordarme? El chiquillo creció, crecí también yo, por extraño que parezca. Había cambiado. Pasó hace tiempo por ahí un tipo peludo y desgraciado. Sin embargo, para Misha y otros chicos y chicas de la aldea yo fui un dirigente del Partido, un hombre de autoridad... Aquellos jóvenes querían hacerse guerrilleros. Este Misha, entonces un chico de catorce años, quería ponerse a pegar tiros aquel mismo momento, ponerse a matar a los traidores. Fue entonces cuando les ordené que dejaran de pensar en tonterías y se dedicaran a repartir octavillas.

Todo eso me vino a la cabeza, pero no parecía el lugar para pensar estas cosas. Estábamos en una boda. El novio era un chico mayor, o casi mayor...

Yo empecé a decir unas palabras para brindar:

— ¡Bueno, amigo, bebamos por vuestra felicidad y por tu guapa chica!

Pero el sonrosado novio, sin comerlo ni beberlo, exclamó:

— ¡Espere un momento, camarada Fiódorov, le voy a enseñar una cosa!

Sin decir nada más, dejó el vaso lleno, se encasquetó la gorra y salió corriendo. Nos quedamos de piedra. La novia se puso del color de la grana de pura vergüenza, no sabía dónde posar la mirada. Hundió el rostro entre sus brazos y la rodearon las amigas. Vaya broma, parecía que el novio había huido. ¿No se habría asustado de sus invitados, de este Fiódorov-Orlov...?

Aquel año pasaba de todo. Los guerrilleros se encontraban a veces con un ex policía, o, lo que es peor, con un desertor, un traidor. Es cierto que el novio había prometido enseñar algo. Pero la palabra "enseñar" tiene muchos sentidos. Me acordé de aquel chiquillo cabezota, que se comportaba de manera muy importuna y decía tonterías. Por su culpa me vi obligado a desmontar todo el grupo. ¿Por casualidad no querría vengarse?

Justo acabé de pensar en todo esto cuando apareció Misha. Estaba todo mojado. Con la chaqueta y la camisa llenas de suciedad apretaba entre sus brazos un trozo de resma cubierto de tierra. Parecía de resma, pero a lo mejor no lo era. El bulto estaba cubierto de pez y otras manchas amarillas y grises. La cosa tenía el tamaño de una cabeza de cordero.

Misha lo colocó sobre el mantel de bodas. Sus ojos relucían.

— Dadme un cuchillo. O no, mejor un hacha...

En seguida me imaginé de qué se trataba. Kúrochka y Korotkov tenían una sonrisa de oreja a oreja... Comprendí lo que pasaba: en este bulto cubierto de resma y pez se escondían mis documentos. Sin embargo con Iván Simonenko los habíamos envuelto en una careta antigás, no los habíamos cubierto de resma... Estábamos convencidos de que tendríamos que luchar un mes o como mucho dos. En tres años, seguro que la máscara en tierra húmeda se hubiera podrido... Se deshizo la boda. Todos se dedicaron al misterioso paquete. La novia trajo una palangana:

— Métanlo aquí, lo calentaremos en la estufa!

Pero me pareció una cosa peligrosa. No vaya a ser que se queme todo. Incluso si se funde la resma entonces puede ensuciar todos los papeles...

Todo eso me producía alegría y tristeza. Posiblemente sea el episodio más feliz de mi vida. Yo, como todos, me ensucié de arriba abajo. Mi nuevo uniforme de general se llenó de manchas oscuras y grasientas. No me acuerdo a quién se le ocurrió primero la idea:

— ¡Calentad los cuchillos! ¡Hay que cortar eso con cuchillos calientes!

Y así fue, con este procedimiento llegamos hasta la máscara antigás, descubrimos mi tesoro y aparecieron todos los documentos: los míos y los de Simonenko. Apareció mi primera orden de Lenin...

De pronto Misha confesó:

— Se enfade usted o no, Alexéi Fiódorovich, pero me puse su orden, me miré en el espejo...

...Todo se salvé, todos mis documentos estaban enteros. Hasta mi primer carnet del Partido. También me acuerdo de que Misha nos contó cómo junto con los demás jóvenes ordenados por los soldados alemanes, cuando cavaban en el huerto en busca de las armas enterradas, se encontró con la máscara y la escondió bajo el pie, lo demás ya estaba claro: se las ingenió para que no lo vieran, lo cubrió con resma y pez y lo escondió... Y el caso es que si le hubieran cogido, no se hubiera salvado de la muerte.

Besé de la emoción a Misha, besé a su novia, no cabía en mi de la alegría.

¿Qué vino después? Pues me metí por los bolsillos los documentos y al instante di la orden de volver. Los recién casados se enfadaron. Me iba de la boda. No estuvo bien, pero, ¿qué podía hacer yo? Ni siquiera me enteré de la suerte de Misha en esos años, tampoco de la de la novia, cómo pasaron estos tiempos de guerra... Seguramente, los chicos pensaron: vaya general más poco agradecido, no quiere festejar la boda con nosotros.

Nos esperaba el coche, de allí el autocarril... Teníamos que volver cuanto antes a Chernígov, meternos en el avión y volver a Kíev. Me acuerdo también que cuando me despedí besé a todos los que estaban cerca de mí. Besé a Matriona Ivánovna, que lloraba enfadada porque no nos quedábamos con ella un rato... En Málaia Dévitsa nos esperaba Dneprovski. También él había encontrado su carnet del Partido. Y también en aquella aldea se celebraba una boda... Era un tiempo asombroso aquel: en todas partes los jóvenes se casaban.

A Kíev llegué alegre y triste. Todo apareció, todos los documentos. ¡Fue una lástima, sin embargo, no poder charlar un rato con los chicos, la anciana! Después de colocarme mi primera orden de Lenin algo ennegrecida por el tiempo, me dirigía a informar a Demián Serguéievich Korótchenko y le presenté mi viejo carnet del Partido. Lo examinó con atención.

— ¿Ha pagado sus cuotas todo este tiempo? —me dijo casi en broma. Sin embargo, yo podía contestarle con toda la seriedad:

— Se puede comprobar. Se guarda en los documentos del comité de la unidad.

Me supo muy mal tener que cambiar aquel carnet por otro nuevo. Pero esa fue la decisión del Partido. Ahora lo he cambiado de nuevo. Pero los años de militancia están ahí, porque mi pertenencia al Partido fue constante.

* * *

Pero ya es hora de volver a aquel lejano pasado.

Nos preparábamos con ahínco para la futura reunión del distrito; el mayor número posible de compañeros recorría las aldeas para avisar a los comunistas. De regreso al caserío, nuestros enlaces nos contaban con detalle todo lo que habían visto y oído. El distrito, evidentemente, estaba alborotado, el pueblo no se doblegaba a los invasores. Nos alegré sobre todo un suceso ocurrido en la cabeza de distrito, en el pueblo de Málaia Dévitsa. Nos lo conté Kulkó, a quien habíamos enviado para que notificara la reunión a los comunistas.

La cosa fue así. Kulkó estaba en casa de un camarada, ajustador de máquinas y tractores, cuando llamaron a la puerta de la casa y entraron dos mozos forasteros con brazaletes en las mangas y empuñando sendas pistolas ametralladoras. Los mozos ordenaron al dueño de la casa y a Kulkó que acudieran inmediatamente a la plaza del teatro, donde se celebraba una reunión para "elegir" al burgomaestre y a los stárostas de las comunidades.

No tuvieron más remedio que ir. ¿Cómo iban a negarse con los policías encima?

En la plaza se habían congregado unos trescientos hombres.

Kulkó estaba en las últimas filas. Se acercó un coche y salió de él un coronel alemán, seguido de su ayudante. Subieron a la tribuna y por señas llamaron a la profesora de alemán y a tres rusos. En uno de ellos, Kulkó reconoció a un ex funcionario del Comité Ejecutivo del Soviet del distrito.

El coronel, sin mirar al público, masculló con voz monótona e indiferente algo parecido a un discurso. Al principio habló de la gran Alemania, del nuevo orden, de que el bolchevismo y el marxismo estaban liquidados; en su discurso hubo también ciertas promesas y, al terminar, enumeré las candidaturas de los stárostas, del burgomaestre y del jefe de policía del distrito, designados por el comandante.

La multitud escuchaba en silencio y con aire impasible. De pronto el ajustador dio un codazo a Kulkó. Los vecinos de al lado también se avisaban de la misma manera. La multitud se animé, oyéronse murmullos, después una risa, otra y, por fin, alguien gritó en voz alta y con entusiasmo: "¡Eso sí que está bien!

Detrás de la tribuna, entre dos árboles, como bandera de un barco, se alzaba un gran retrato do Lenin.

Los que estaban en la tribuna tardaron unos cinco minutos en comprender lo que ocurría. El oficial alemán contemplaba a hurtadillas a la multitud, después se puso a mirar a los lados y, por último, se volvió; le imitaron todos los que se hallaban junto a él. La muchedumbre aprovechó el momento y una voz juvenil gritó:

— ¡Viva Ucrania soviética! ¡Viva nuestro Poder soviético!

Varias voces corearon con bastante vigor:

— ¡Hurra!

Los soldados alemanes, que montaban la guardia al lado del coche, comenzaron a disparar sus automáticos. Pero la gente rompió la cadena de los policías y se dispersó rápidamente. Al lado de Kulkó corría el joven que había lanzado el primer grito. Kulkó le preguntó:

— ¿Quién ha sido? ¿Quién ha levantado el retrato?

El muchacho miró fijamente a Kulkó, y por lo visto le pareció de confianza, pues respondió:

—Los pioneros. ¡Buena nos va a caer ahora! —y torció por una esquina de la calle.

Kulkó no esperó, naturalmente, a que le detuvieran. Se escondió en la bodega de la casa del ajustador, y por la noche desapareció de la aldea. Debo señalar que Kulkó estaba desconocido: trabajaba con entusiasmo. Me enteré de que, desde aquel día en que nos encontramos, no había vuelto más por casa.

— Volveríamos a reñir. Más vale que no vaya. Encárgueme, Alexéi Fiódorovich, algo difícil para no pensar —me pidió.

Atendimos gustosos su ruego y lo enviamos a Yáblunovka para que estableciera contacto.


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