"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL ACTUA parte 10 de 16

A la puerta de la escuela vimos un coche de tipo anticuado, con las ruedas de goma, tirado por un tronco de caballos bastante lustrosos, pero de distinto tamaño. Los asientos de este vehículo antediluviano estaban cubiertos por los rojos almohadones de un diván. Un viejo de barbas, arropado en su pelliza, dormitaba en el pescante. El carruaje, con toda probabilidad, lo habrían sacado del museo del distrito.

— Abuelo —pregunté dirigiéndome al viejo—, ¿está el stárosta aquí?

El viejo sonrió maliciosamente, me guiñó un ojo y, con cómica gravedad, respondió:

— ¡Qué stárosta ni que ocho cuartos, mozo! ¡Es el suplente del burgomaestre del distrito, Pável Glébovich Guz, que ha venido de inspección!

El pasillo estaba atestado de pupitres polvorientos, que llegaban casi hasta el techo. Las puertas de las aulas permanecían cerradas. En una de ellas oímos voces y llamamos. Entramos con un aspecto exageradamente humilde, quitándonos los gorros.

Un hombre de unos cincuenta años estaba sentado tras una amplia mesa, destinada, probablemente, a experimentos físicos; semitumbado en el sillón dábase tirones del bigote. Su rostro era vulgar, pero la ropa... En seguida se veía que estaba acostumbrado a ella. Llevaba una chaqueta de negro y brillante paño, procedente también del museo con toda seguridad; una bordada camisa ucraniana, y extendido en el respaldo del sillón veíase un abrigo de pieles. Era indudable que este tipo pretendía hacerse pasar por un gran señor o un terrateniente, en todo caso por un alto funcionario de antes de la revolución. Tardó unos cinco minutos en darse cuenta de nuestra presencia. Sostenía en una mano un legajo de papeles y fruncía el ceño dándose importancia.

En la habitación había otras tres personas más. Una joven gruesa de rostro asombrosamente estúpido, empolvada hasta los mismos ojos. La secretaria, por lo visto. Pero no tenía nada que hacer y dibujaba florecitas sobre la mesa.

Detrás del "alto funcionario", al lado de la ventana, había un soldado alemán ya de edad, sentado en una silla. Nos miró con indiferencia, bostezó y volvió la cabeza. ¿Cuál sería su papel? ¿De guardián o de representante? ¡Cualquiera sabe! El hombre se aburría.

El cuarto debía ser un vecino de la aldea: un tipo manifiesto de viejo borracho. Nariz roja y un mechón asomando del gorro. En aquel rostro, de ojos turbios, fuera de la afición a la bebida, era imposible leer nada. Permanecía de pie, con las manos apoyadas en la mesa, esperando órdenes seguramente. En general, todo esto parecía una escena de un estúpido vaudeville.

En el aula no había pupitres; en lugar de ellos bancos en el centro y adosados a las paredes. En un rincón, una estufa de hierro encendida.

Nosotros nos quedamos parados, apoyándonos bien en un pie, bien en otro. Esta gente me producía un sentimiento de repulsión y al mismo tiempo de amargura.

Por fin, el "señor" suplente del burgomaestre se digné fijar su atención en nosotros.

— ¿Qué deseáis?

Me acometió un deseo irreprimible de agarrarle por el cogote, sacarle a la calle y apalearle delante de todos. Pero respondí humildemente.

— Buscamos al stárosta. Hay una ley alemana de ayudar a los prisioneros puestos en libertad. Para eso queremos ver al stárosta...

El hombre, rebosante de satisfacción, henchido de petulancia, ni siquiera nos interrogó ni nos miró atentamente. El deseo de presumir le invadía.

— ¡Yo que voy a ser stárosta! Ahí tenéis al stárosta —dijo señalando al borracho—, él conoce las leyes y se ocupará de vosotros.

— Está bien —farfulló el stárosta.

Pero el "señor",' una vez que había empezado, no podía ya detenerse. Hablaba con énfasis, gesticulando con aire majestuoso.

Dneprovski le hizo algunas preguntas, le dijo que íbamos a nuestras casas y que no sabíamos lo que pasaba en los frentes ni cómo arreglárnoslas para vivir.

— El invencible y glorioso ejército de la gran Alemania está aniquilando a las últimas unidades del Ejército Rojo en las estribaciones de los Urales. Moscú y Petersburgo se han rendido al vencedor. Ucrania está libre...

Entusiasmado por su propia elocuencia se puso en pie, echó hacia atrás la cabeza, lanzando continuas miradas al soldado alemán sentado junto a la ventana. Pero éste, imperturbable, bostezaba y tamborileaba con los dedos en el cristal.

Comenzó a congregarse la gente. Guz nos propuso, a Dneprovski y a mí, que asistiéramos a la reunión.

— Aí sabréis cómo hay que construir la nueva vida.

Como era de suponer, aceptamos gustosos. Yo me senté en un extremo del banco, al lado de la estufa. Dneprovski a tres pasos de mí. No habíamos hecho más que tomar asiento, cuando entró Didenko. Me reconoció y en el primer instante quedó tan perplejo que se puso pálido. Después logró dominarse y con voz bastante indiferente preguntó al stárosta quiénes éramos. Al saberlo, dijo que nos instalaría para pasar la noche cerca de su casa.

Ante la escuela se detenían a cada instante nuevos carros. Era una especie de reunión del "activo" de las aldeas inmediatas. Guz había convocado a esta reunión, además de los stárostas y presidentes de koljoses, a maestros y agrónomos. La mayoría sentíase cohibida. Ninguno hablaba en voz alta y nadie sonreía siquiera. Me fijé también en que unos y otros evitaban mirarse a los ojos, como si estuvieran avergonzados. Sí, la mayoría tendría seguramente vergüenza por haberse doblegado y haber venido a escuchar a este tipo.

En esto sucedió una escena indignante. Un nuevo carro se aproximó al edificio de la escuela, oímos sonoras blasfemias seguidas de un gran alboroto y de una pelea.

— ¡Ay! —gritaba alguien con voz ronca—. ¡No me peguéis, buena gente!

Durante bastante tiempo no cesó la baraúnda en el pasillo, después se abrió la puerta y varios campesinos, rojos y excitados, metieron a empellones dentro de la habitación a un hombre con las manos atadas.

Era un mozarrón alto, de unos treinta años. Con la cabeza gacha, como un buey, no levantaba los ojos del suelo. Sus manos, atadas a la espalda con una correa, estaban azules por la presión. Los alborotados cabellos le cubrían la frente, hilillos de sangre deslizábanse de las comisuras de los labios. En una mejilla tumefacta veíase la huella de un tacón.

Guz, haciendo una mueca imperativa, preguntó:

— ¿Qué ocurre?

El hombre maniatado hizo un movimiento como para precipitarse sobre él y Guz alzó las manos como para defenderse del golpe.

— ¡Miserable! —gritó uno de los que traían al detenido, dándole tal empujón que le hizo caer de rodillas. Se le acercó otro campesino y le dio una patada en un costado, una viejecita que llevaba un hatillo en la mano le escupió varias veces en la cara. Era imposible entender qué significaba todo aquello.

Cuando los ánimos se tranquilizaron un tanto y el detenido fue metido en un rincón, Guz preguntó esperanzado:

-¿Es un guerrillero?

Todos contestaron a la vez, y se armó otro alboroto. Guz frunció los labios con gesto desdeñoso. Tan sólo diez minutos más tarde supimos de lo que se trataba.

Después de la retirada del Ejército Rojo, regresó al caserío de Glújovschina Spiridón Fediuk, llamado el "Jabalí". Llevaba unos ocho años sin aparecer por su aldea natal. Se sabía que era un golfo, un ladrón y un asesino, y que le habían condenado en Voroshilovgrado a siete años por asalto a un lavadero. Lo primero que hizo el "Jabalí" al regresar fue montar un aparato hecho por él de destilación de alcohol. Bebía día y noche, amenazando a todos con denunciarles. La noche anterior la gente oyó gritos en la casa más apartada del caserío, donde vivía la mujer de Kaliuzhni, oficial del Ejército Rojo. La mujer salió corriendo de la casa con un puñal clavado en la espalda hacia los campesinos que acudían en su socorro. Allí mismo cayó muerta. Los campesinos entraron en la casa y hallaron estrangulada a Nastia, una niña de siete años, hija de Kaliuzhni, y lleno de contusiones y terriblemente asustado, a Vasia, un chiquillo de tres años.

Los campesinos se lanzaron al bosque en persecución del "Jabalí" y lo atraparon.

Guz comenzó el interrogatorio. Todos escuchaban con gran atención. Hasta el alemán tenía los ojos desorbitados y la boca abierta. Después acercóse a Guz y le dijo algo al oído. Guz saltó inmediatamente del asiento y gritó a la sala:

— ¿Hay aquí un maestro de alemán? Necesitamos un intérprete.

Se adelanté una viejecita y la sentaron al lado del alemán.

— Y bien, ¿qué dices? —preguntó Guz al detenido con fingida severidad.

El bandido indicó con la cabeza al bolsillo de su chaqueta. Guz metió la mano en el bolsillo del "Jabalí" y sacó de allí un papel arrugado. Lo examiné un buen rato, después se lo tendió al alemán, quien asintió con la cabeza y se lo devolvió.

— Bueno... —dijo—. Está bien, está bien —volvió a repetir arrugando la frente. Estaba visiblemente perplejo—. Se trata de lo siguiente: este ciudadano, llamado Fediuk, es un delegado de la comandancia alemana... —y volviéndose hacia el detenido añadió:

— Ha sido una confusión, en seguida le soltarán las manos.

El bandido miró con insolencia a su alrededor.

— Señor burgomaestre —dijo en voz alta—, yo vigilaba a María Kaliúzhnaia y sabía que estaba en contacto con los guerrilleros. Su marido es comunista. Todo el caserío, señor burgomaestre, es guerrillero.

— ¡Es mentira, miente! —gritaron los vecinos.

La emoción se apoderó de toda la sala. Todos cuchicheaban, se hablaba a media voz.

Alguien gritó.

— ¡Ahorquemos al asesino!

El alemán, que seguía atentamente todo lo que ocurría, dio un salto y descargó su pistola automática, disparando al techo. Inmediatamente todo quedé en silencio. El alemán volvió a sentarse y tiró de la manga a la intérprete.

— Soy policía —volvió a repetir Fediuk—. A casa de María Kaliúzhnaia acudían guerrilleros todos los días...

— Si ibas a restablecer el orden, ¿para qué te has llevado estas cosas? —dijo una vieja tirando sobre la mesa un gran envoltorio.

— Lo he confiscado —respondió el bandido sin la más mínima turbación.

Aquellas palabras produjeron un efecto mágico sobre el soldado alemán. Se puso nervioso y comenzó a apremiar a la intérprete. La anciana se levantó y con la voz estremecida, tartamudeando, dijo:

— El señor soldado alemán le ruega, señor suplente de burgomaestre, que no olvide que según las instrucciones vigentes, todas las piedras preciosas, obras de arte, de pintura y escultura que haya entre los objetos confiscados por las autoridades municipales, deben entregarse al fondo Goering... —mientras hablaba la viejecita, el soldado la apremió varias veces con airadas exclamaciones.

Un silencio absoluto reinaba en la sala. Yo apretaba con los dedos crispados el mango de una bomba. Miré varias veces a Dneprovski. Jamás lo había visto así. Si Guz, o el alemán, o el policía detenido no hubiesen estado tan ocupados con sus "asuntos", y se hubiesen fijado en Pável Vasílievich... Estaba intensamente pálido y le sacudía la fiebre. Tenía la mano derecha metida en el bolsillo y me lanzaba miradas suplicantes. "¡Comencemos, comencemos ya, Alexéi Fiódorovich!". Sólo así podían ser interpretadas sus miradas. La tentación era inmensa, en efecto. Lanzar una bomba y después... ¡Qué difícil era contenerse! Pero no podíamos dejarnos llevar por un impulso ciego.

Me di cuenta de que había sido reconocido no sólo por Didenko. Unos ocho hombres, por lo menos, no hacían más que mirarme de reojo. Probablemente ellos también esperaban una señal mía. Pero en la habitación éramos no menos de treinta personas, casi todos hombres. Confieso, que estaba muy nervioso, con los nervios de punta. Miraba a los que tenía más cerca. ¿Qué pensaban? ¿Estarían armados? ¿A lado de quién se pondrían en caso de pelea? ... El alemán volvió a cargar tranquilamente su pistola automática... ¿Cómo se distribuirían las fuerzas? ¿Y qué ocurriría si de esos treinta, veinticinco eran como Fediuk?

Guz trataba en hablar. Por fin, con la gravedad de un Salomón, pronunció:

— ¡Poned en libertad a este defensor del nuevo orden! Todos deben saber que los bolcheviques, lo mismo que todos sus parientes, están fuera de la ley.

Tomé el envoltorio de la mesa y se lo entregó al alemán.

— Ahora —prosiguió Guz—, pasemos al orden del día de nuestra reunión.

Uno de los presentes gritó de pronto:

— ¡Escuadrón, a caballo! —y se desplomó al suelo, víctima de un terrible ataque de epilepsia.

El alemán, furioso, vociferé algo y se puso a patalear. Fediuk y el stárosta agarraron al desgraciado por las manos y lo sacaron al pasillo. Sus paisanos salieron detrás.

Ni Fediuk ni el stárosta de la nariz roja volvieron a la sala. Un minuto después oímos el traqueteo de un carro que se alejaba: seguramente se llevaban al epiléptico.

Guz comenzó a hablar. A gritos, haciendo visajes, la boca espumeante, amenazaba a los guerrilleros con el puño y reía histéricamente. Era indudable que tomaba a Hitler como modelo de orador.

A mi lado se sentó la vieja maestra que había servido de intérprete al alemán. Temblaba y procuraba aproximarse a la estufa. Me era antipática, y me volví de espaldas a ella. De repente vi al lado de la puerta a Misha Gurin, el muchacho carpintero que con las mujeres había desarmado el puentecito sobre el río Udai. Estaba liando un cigarrillo. Yo me levanté, me acerque a él y, hablándole al oído, le pedí:

— Dame papel, muchacho.

Me dio un trozo de periódico. Comencé a liar un pitillo y, mientras tanto, apreté con fuerza su pierna con mis rodillas y fruncí el ceño. El muchacho susurró de un modo apenas perceptible.

— Después de la reunión en casa de Didenko!

Regresé a mi sitio al lado de la estufa. Al sentarme, se me enganchó en el borde del banco un bolsillo y cayó de él una bala de pistola de las que estaba repleto. Miré rápidamente hacia el suelo, pero la viejecita traductora la había ocultado ya con el pie. Su mirada continuaba igual de inexpresiva; como todos, contemplaba con torpe indiferencia a Guz. "Por lo visto, —pensé yo— hay aquí mucha gente honrada".


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