"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL ACTUA parte 8 de 16

Una orden es una orden. No se discute. Se acepta para cumplirla. Pero la reunión prosiguió. Teníamos cosas de que tratar, naturalmente. ¡Por fin estaban reunidos los comunistas del distrito! Habían hecho la prueba de vivir y trabajar por separado algún tiempo, pero todos reconocían ahora que la táctica seguida por la dirección del distrito era equivocada.

- Si nos rodean, aunque sea en este momento, aquí, en la casa forestal —dijo el joven Ilchenko, conductor de una segadora-trilladora— podremos abrirnos paso todos juntos. Qué hace uno solo, como Bodkó...

Afuera seguía lloviendo. De pronto, a través del ruido de la lluvia, percibí un sonido extraño, como si alguien se moviera al lado de la ventana. Todos nos pusimos en guardia; yo pensé en seguida en el "baptista".

— ¡Ve a ver! —dije al orador.

Este sacó la pistola que llevaba escondida en el pecho y salió corriendo.

Un minuto más tarde oímos el siguiente diálogo.

— Pero tonto, ¿qué haces aquí? Podía haberte matado —hablaba Ilchenko, el conductor de la segadora-trilladora.

- No quise más que escuchar. Por el camino no hay nadie.

Era uno de los centinelas que montaban la guardia alrededor de la casa, que no había podido resistir la soledad, ni los deseos de escuchar y había abandonado su puesto.

Este caso del centinela nos sirvió de motivo para hablar de la disciplina.

No recuerdo bien todos los detalles de aquella reunión. Sé que fue bulliciosa y desordenada. Unos a otros se interrumpían frecuentemente, todos ansiaban exponer lo que llevaban dentro. Era la primera vez que nos reuníamos en gran número durante los meses de ocupación, y la gente tenía tantos problemas, observaciones, ideas y sentimientos que exponer, que la reunión —más justo sería calificarla de conversación entre camaradas— duró toda la noche. El guardabosque nos trajo un cubo de agua hirviendo; los que más frío tenían, recibieron un jarrito de agua bien caliente.

Entre otras cosas, descubrimos que no había entre nosotros militares profesionales, y oficiales de la reserva del ejército había solamente tres. Los restantes eran personas de profesiones agrícolas; tractoristas, conductores de segadoras-trilladoras, jefes de brigadas agrícolas, criadores de ganado, mozos de cuadra, secretarios y presidentes de los Soviets rurales y, naturalmente, presidentes de koljoses. Aunque la mayoría todos los años pasaban por una breve instrucción militar, no todos sabían manejar bien ni siquiera el fusil.

— Tendremos que aprender y no perder de vista que utilizaremos fundamentalmente las armas que tomemos al enemigo.

Alguien planteó la siguiente cuestión.

— Las autoridades alemanas han hecho un censo de todos los especialistas. Seguramente, quieren utilizar en su aparato a los agrónomos, mecánicos y economistas; a muchos, los obligarán por la fuerza. ¿Qué actitud debemos adoptar?

Este tema interesó vivamente a todos, se expusieron diversas opiniones. Poco después el asunto se planteaba con mayor amplitud; los camaradas hablaron de la vida de la población soviética, de la política que seguían los invasores, etc.

Los alemanes, claro está, tratarían de penetrar en todos los aspectos de la vida del pueblo, intentarían crear un aparato para saquear todos los bienes del país, aparte de lo que robaban. Pero, al mismo tiempo, procurarían convencer, envenenar por todos los medios la conciencia del pueblo. Los comunistas teníamos que actuar en la clandestinidad. Pero los alemanes se habían apoderado solamente del territorio; no pudieron hacerse dueños del alma del pueblo, de sus convicciones, de su dignidad y de su conciencia nacional. Lo mismo que antes, el pueblo nos creía a nosotros, a los comunistas, nos seguía y esperaba nuestras palabras. Los guerrilleros eran nuestro ejército clandestino, un ejército en la retaguardia del enemigo. Los comunistas que habían quedado en el territorio ocupado por los alemanes no podían limitarse a la lucha guerrillera. Estábamos obligados a verlo y saberlo todo. Nuestra gente debía encontrarse en todas partes. Para combatir con éxito al enemigo, hay que conocer bien sus armas.

En tiempo de paz el Comité Regional, el de Distrito, las organizaciones de base de los comunistas estaban estrechamente ligadas al pueblo, dirigían todos los sectores de la edificación socialista. Bajo la ocupación alemana, los comunistas debíamos conocer también todo lo que sucedía en el territorio donde actuábamos. Sólo así podríamos organizar en todas partes la resistencia a las órdenes alemanas, y la agitación y la propaganda enemiga. Los alemanes tratarían de organizar la producción agrícola e industrial, el transporte, las transmisiones. Entonces es cuando nos harían falta los hombres de esas profesiones civiles. Necesitábamos a todos —médicos, farmacéuticos, agrónomos, tractoristas, mecanógrafas, artistas, mujeres de la limpieza—, a todos invitamos a luchar contra el fascismo y la ideología fascista, contra el llamado "nuevo orden" que querían implantar los alemanes. El sabotaje, los actos de diversión, los golpes de mano serían las armas legales del pueblo que ellos intentaban sojuzgar. Estábamos seguros de que todo hombre verdaderamente soviético se encontraba dispuesto interiormente a luchar. Nosotros, los comunistas, debíamos conseguir que los hombres no sólo quisiesen luchar, sino que pudiesen hacerlo. Teníamos que demostrarles que no estaban solos, que existía una poderosa organización comunista clandestina que llevaba al pueblo hacia su liberación.

Esta primera gran reunión clandestina de los comunistas de la región de Chernígov terminó a las cinco de la madrugada. De pie, cantamos "La Internacional". Al despedirnos, nos abrazamos, algunos se besaban. Todos sabían que el riesgo era mortal. Pero no se hablaba del riesgo, ni de la muerte, ni del peligro.

Nuestro grupo del Comité Regional —Dneprovski, Zubkó, Nadia Beliávskaia, Plevako y yo— decidió salir en cuanto amaneciese en busca del destacamento guerrillero de Ichnia.

Nos permitimos descansar un poco antes de que clareara. En la aldea de Peliujovka, la mujer de un combatiente del Ejército Rojo, que vivía sola, nos ofreció su casa. Hacía frío allí, pero por lo menos no había humedad. Nos tumbamos en el suelo y no nos despertamos hasta las nueve de la mañana.

* * *

Y otra vez reanudamos el peregrinaje. Nuestro objetivo era encontrar el destacamento de Ichnia, que era el grupo guerrillero de la región de Chernígov que teníamos más cerca.

El panorama era el siguiente:

Un grupo, constituido por cuatro hombres y una muchacha, caminaba por el enfangado camino otoñal. Su aspecto dejaba mucho que desear. Uno de los hombres, barbudo y corpulento, con un bastón en la mano, calzaba unos enormes zapatones de retorcidas punteras, completamente mojados y ambos del mismo pie. Llevaba una chaqueta de burda lana casera, ceñida por una sufra, los bolsillos abarrotados y voluminosos. Una vieja gorra a la cabeza; llevaba algo metido en el pecho, por lo cual sobresalían encima del vientre unos ángulos agudos... Creo que no hubiese costado trabajo adivinar que llebaba allí bombas de mano. Mas los transeúntes, cosa extraña, no se daban cuenta de ello. Aunque, ¡cualquiera sabe lo que pensaban! El hombre corpulento era yo, Fiódorov, en aquel entonces, Fiódor Orlov y Alexéi Kostiria, según mi documentación.

El segundo, era un hombre moreno, alto, bastante grueso, con un abrigo de piel de castor, botas de soldado y gorra encasquetada hasta las cejas. Su aspecto es solemne, grave, diría incluso que severo. Anda a grandes pasos. El hombre alto se detiene al lado de los charcos grandes y profundos y espera al corpulento. Este se le encarama a las espaldas y el alto, sin hablar ni responder a las bromas de su humana carga, pasa al otro lado. Es Pável Vasílevich Dneprovski, alias Vasílchenko.

El tercero, es un hombre joven; viste una vieja chaqueta guateada, pantalones de montar y desteñidas botas de tafilete'. Y aunque el pantalón está manchado de barro, la chaqueta presenta varios desgarrones y el rostro hace muchos días que no ve una navaja de afeitar, el joven conserva, no se sabe por qué milagro, un aire elegante y gallardo, como si fuera de paseo. Parece que lleva bajo la chaqueta una guerrera bien cortada de brillantes botones. Como el camino discurre, en su mayor parte, por medio de bosques y zarzales, el joven se adelanta a cada instante, unas veces a la derecha, otras a la izquierda, se encarama a algún altozano, otea la lejanía y vuelve a reunirse de nuevo con el grueso de la comitiva: su misión consiste en comprobar si hay peligro. Este arrogante y astroso mancebo, es nuestro explorador y magnífico camarada Vasia Zubkó.

La mujer lleva una falda oscura de algodón, una chaqueta de cuero y un pañuelito rojo. Las novelas han descrito ya hace mucho tiempo su figura: es una típica activista femenina. Probablemente haya conseguido con gran dificultad este atavío para parecerse más a este tipo de mujer. Es morenucha, de estatura mediana, de unos veintitrés o veinticuatro años, pero por el peinado y por su manera de vestir aparenta más edad. La muchacha considera que la seriedad es el rasgo fundamental del bolchevique y la preocupación la característica de la seriedad. Lleva en la mano un hatillo blanco, de una blancura impoluta, que parece almidonado. Para todos nosotros es un misterio cómo se las arregla Nadia para conservarlo tan limpio. El contenido del hatillo es asimismo un misterio. La joven guarda celosamente ese secreto, aunque ninguno de sus compañeros de camino trata de descubrirlo. La mujer se aparta frecuentemente con alguno, detrás o delante del grupo y mueve con aire de reproche la cabeza. Probablemente está descontenta de alguno de sus compañeros y explica al otro la razón. Cuando en la carretera divisa a alguien, la mujer de la chaqueta de cuero se adelanta a sus compañeros Y es la primera en enfrentarse con quien sea. Si se trata de alemanes o de gente sospechosa, la mujer se coloca el hatillo en un hombro, avisando a los demás: ¡cuidado! Esta joven es Nadia Beliávskaia, nuestra fiel compañera.

El quinto, en otro tiempo grueso y ahora casi escuálido, es un hombre pelirrojo, de sorprendente buen humor. Está dispuesto a cantar en cualquier momento e invita a los demás a corearle. Bromea continuamente y siempre se mete con alguien. Nadia, por supuesto, no aprueba semejante conducta. El hombre pellirojo lleva una larga chaqueta gris y botas de soldado: es Pável Lógvinovich Plevako.

Si alguien hubiera observado la marcha de nuestro grupo, hubiese visto cómo después de dar vueltas y rodeos volvía al mismo sitio; los componentes del grupo tan pronto se dispersaban como volvían a reunirse. A veces, cuando veían gente, hablaban con ella mucho tiempo, otras, daban la vuelta y, rápidamente, se ocultaban en el bosque o entre los matorrales. Al entrar en una aldea, antes de llamar en una casa, la examinaban atentamente. Salían de improviso, por la noche. De día se ocultaban en un almiar o entre unas gavillas de heno y dormían.

En una palabra, llevábamos una vida extraña, salvaje, por decirlo así. Nuestra piel se curtió y tostó, en los pies se nos hicieron fuertes callos. En general, aquellas interminables andanzas nos templaron. Nadie se resfriaba, ninguno tomaba gotas ni polvos, ni siquiera estábamos de mal humor. Nos habíamos acostumbrado a dormir en cualquier sitio y levantarnos inmediatamente como si tal cosa.

Vasia Zubkó llevaba ya varios días intentando localizar con ayuda de dos comunistas del distrito de Ichnia al destacamento de guerrilleros. Pero ninguno de ellos pudo comunicarnos nada concreto, aunque habían invertido bastante tiempo en sus pesquisas. Esto me sacaba de quicio: " ¡Vaya unos exploradores que en su propio distrito no pueden averiguar nada! ". Nos aseguraron solamente que el destacamento existía.

Todavía en Chernígov, antes de la ocupación, sabíamos que el destacamento de Ichnia había elegido como campamento inicial el bosque de Ombishi. Decidimos comenzar a buscarlos por este bosque.

En la mañana del 1 de noviembre, nuestro grupo pasó al distrito de Ichnia, e, involuntariamente, participó en un juego extraño y muy confuso. Sabíamos que el destacamento estaba cerca, tal vez a unos quince kilómetros. Buscábamos el destacamento y el mando de éste sabía, por mediación de nuestros enlaces, enviados ya desde el caserío de Zhóvtnevo con la directiva del Comité Regional, que andábamos cerca y también nos buscaban. Los alemanes, con sus cómplices nacionalistas, nos buscaban a nosotros y al destacamento. Unos nos engañábamos a los otros, todos nos vigilábamos, embrollábamos las huellas; en una palabra, todo ocurría como en una buena novela detectivesca.

Nueve días estuvimos dando vueltas por el distrito y debo confesar que nuestras aventuras, lejos de agradarnos, nos producían irritación; en cambio las dificultades... sí, a veces las dificultades nos alegraban.

Pero será mejor que lo cuente por orden.

Por aquel entonces, en la mayor parte de los distritos, los invasores habían organizado ya un cierta poder. Los comandantes habían hecho venir toda una serie de canallas nacionalistas ucranianos de las regiones occidentales anteriormente sojuzgadas y delincuentes comunes. Entre esos "cuadros" reclutaron a policías y stárostas.

Y si dos semanas atrás, la población trataba con bastante afabilidad a los rusos que vagaban por aquellas zonas, ahora ya había comenzado a tomar sus precauciones.

En uno de los sectores del bosque de Ombishi, entramos en la casa de un viejo guarda forestal. Le preguntamos qué sabía de los guerrilleros. El hombre, a su vez, nos preguntó quiénes éramos.

— Somos prisioneros, nos dirigimos a Repki, nuestro distrito natal.

— Bueno, id allá, pero, ¿qué tienen que ver con eso los guerrilleros?

En esto entró su hijo, un muchacho de unos veinticinco años. Este fue más claro y nos dijo francamente que no nos creía.

— No hagáis el tonto. ¿Acaso no ve cualquiera que no sois prisioneros? Decidme, ¿para qué queréis saber dónde están los guerrilleros?

Le dimos a entender que estábamos ligados con los guerrilleros, que queríamos reunirnos con ellos. El muchacho se alegró al oírnos y dijo a su madre que nos diera algo de comer. El mismo se dispuso a obsequiarnos, a atendernos y después, se marchó no sé adónde, diciendo que iba por aguardiente. Estuvo ausente unos cuarenta minutos. No consiguió aguardiente pero sí averiguó lo más importante para nosotros.

— Seguid este camino, pasaréis el río Udai y al llegar a la aldea de Priputni preguntad por el caserío de Petróvskoie, cuando lleguéis al caserío buscad a Grisha, el guarda. El sabrá seguramente dónde están los guerrilleros.

Dimos calurosamente las gracias al padre y al hijo, les estrechamos las manos, pero desde aquel momento comenzó a perseguirnos la mala suerte.

Seguimos el camino indicado y, poco después vimos el río y el puente, y allí un grupo de gente. Nadia Beliávskaia se adelantó.

Como no alzaba el hatillo, nos dirigimos hacia allí.


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