"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL ACTUA parte 9 de 16

El puente había sido volado por el Ejército Rojo durante la retirada. Sólo unos pilotes asomaban en el agua. La gente allí reunida eran los habitantes de las aldeas vecinas. Las autoridades de los distritos los habían enviado con la orden de colocar tablas sobre los pilotes y construir un puentecillo para peatones.

Trabajaban en ello unas quince mujeres: el jefe de la brigada era un muchacho de unos veintidós años, carpintero.

Las koljosianas se alegraron de la ocasión que se les ofrecía para descansar, y se sentaron en la orilla, rodeando a Nadia, que les hablaba animadamente. Nosotros también nos sentamos. Nadia trataba de convencer a las mujeres de que sabotearan todas las indicaciones y órdenes de las nuevas autoridades.

— ¿Para qué construís el puente y reparáis los caminos? Con eso restablecéis la comunicación entre las aldeas y las ciudades, ayudáis a organizar el transporte. Eso es lo que quieren los alemanes. Marchaos ahora mismo. ¡Dejadlo todo! Y mejor sería que arrancarais las tablas que habéis clavado. ¡ Demostrad que estáis con el Ejército Rojo, con los guerrilleros!

Las mujeres escuchaban atentamente a Nadia. Eran casi todas jóvenes y fácilmente impresionables. El muchacho, jefe de la brigada (sabíamos que se llamaba Misha Gurin) bebía las palabras de Nadia. No hacía más que repetir:

— ¡Eso es cierto, muy cierto! ¡Formidable!

Al otro lado del río, a un kilómetro, aproximadamente, se veía la aldea de Priputni, a donde queríamos ir. El puente estaba casi terminado. Bastaría colocar unas diez tablas más para poder pasar.

Tiré con disimulo a Nadia de una manga, intentando hacerla comprender con los ojos: "Está bien lo que dices; sin embargo necesitamos pasar al otro lado. No lo olvides". Pero ella continuó.

El muchacho dio el ejemplo. Fue el primero en correr hacia el puente y, sin pararse a reflexionar, empezó a tirar tablas al agua.

— ¡A ver, muchachas, manos a la obra! ¡Que se vayan al diablo! La responsabilidad para todos.

Las muchachas no lo pensaron mucho. En medio de gritos, risas y bromas desmontaron en media hora todo el puentecito. Al muchacho lo pareció esto poco. Ordenó a su brigada arrojar al agua todos los materiales de construcción que tenían en la orilla del río.

Me aparté con Nadia a un lado.

— Pero, querida, ¿qué has hecho?

Mi pregunta, lejos de turbarla, la sorprendió.

— Pero, Alexéi Fiódorovich, si invitamos a los campesinos a hacer sacrificios, debemos empezar dándoles el ejemplo.

Esto, naturalmente, era lógico. Pero yo hubiera preferido que Nadia hubiese comenzado a hacer agitación desde el otro lado del río... El agua estaba espantosamente fría. Nos mojamos hasta la cintura, vadeando el río.

* * *

No entramos en Priputni. Zubkó se adelantó y al regresar nos dijo que algo ocurría en la aldea.

— La gente está alborotada, se ha reunido y las mujeres manotean mucho...

Después del involuntario baño teníamos tal aspecto, que preferíamos no ser vistos, y decidimos, aunque anochecía ya, seguir directamente hacia el caserío de Petróvskoie. Nos enteramos que estaba a unos cuatro kilómetros de allí. En Petróvskoie vivía el guarda Grisha.

Era de noche ya cuando llamamos á una casa de pobre apariencia, achaparrada y con el techo de paja. La dueña nos dejó entrar de mala gana. Sin embargo, Pável Lógvinovich la hizo reír con sus bromas y ella, hablandándose, nos prometió cocemos unas patatas. Nosotros, claro está, no nos negamos. Colocó el puchero con las patatas sobre una mesa muy baja, tan débilmente iluminada que apenas nos veíamos.

Toqué con el pie la mesa y me di cuenta de que se trataba de una gran cesta de mimbre puesta boca abajo y recubierta con una tabla.

— ¿Cómo es que no tiene usted ni una mesa? —pregunté al ama de la casa.

— Soy pobre y viuda. Coso..., pero cosiendo no se gana para una mesa...

Nosotros necesitábamos detenernos allí por lo menos un día o dos. Se nos ofrecía un pretexto inmejorable.

— Nosotros podemos hacérsela —dije a la mujer—. ¿Por qué no hacerle una mesa a una buena persona? Yo, precisamente, soy carpintero. Pável Lógvinovich y yo, en un día, le haremos una mesa que hasta podrá bailar encima. Nadia, mientras tanto podrá lavar la ropa. Favor por favor: usted le calentará el agua.

Dicho y hecho. La dueña de la casa pidió a unos vecinos instrumentos de carpintería y comenzamos a trabajar desde la mañana del día siguiente. Nadia se puso a lavar. Vasia Zubkó fue en busca de Grisha el guarda.

Volvió de mal humor. Había encontrado a Grisha: era un muchacho de diecisiete o dieciocho años, pero sorprendentemente receloso y desconfiado.

— No he podido sacarle nada, Alexéi Fiódorovich —me contó Vasia—. Créame que mi olfato de explorador no me engaña: estoy seguro de que no sólo él, sino su madre y su hermanita saben perfectamente dónde están los guerrilleros; le hice toda clase de insinuaciones, le dije que era comunista, pero me ha jurado y perjurado que no sabe nada.

La mujer encontró unas tablas en el patio del koljós y nos pusimos manos a la obra. Plevako golpeaba con el martillo y manejaba la garlopa. En los cristales de las ventanas se agolpaban los chiquillos y, detrás de ellos, aparecieron las mujeres. Empezamos a recibir encargos.

— Venid a mi casa. Necesito reparar las puertas para el invierno...

— Mi cama es muy mala. ¿No podríais hacer una nueva? Tengo dinero, pero por aquí no hay carpinteros.

Se presentó también un hombre con cama de pocos amigos y casi nos sometió a un interrogatorio.

— ¿Hace mucho que os dedicáis a este oficio?

— Es mi profesión fundamental. Trabajaba en una fábrica de muebles de Chernígov. Pero la guerra... Y ahora vengo del campo de prisioneros...

La verdad es que yo en mi vida había sido carpintero, pero conocía bastante bien el oficio. En los tiempos en que trabajaba en la galería de la mina, tuve que aprenderlo. El entibador debe ser casi carpintero. Plevako también sabía manejar con habilidad el martillo y el formón.

Aunque el hombre aparentó que nos creía, comprendimos que no debíamos permanecer muchos días allí.

Dneprobski y yo fuimos en busca de Grisha el guarda. Confiábamos en lograr convencerle mejor que Vasia. ¡Pero quiá! Era un muchacho testarudo. No nos miraba a los ojos. Respondía a nuestras preguntas como si no fuéramos comunistas, sino jueces alemanes. Comencé a pensar incluso que, desde el otro lado del río, nos habían enviado intencionadamente a él para despistarnos.

Dneprovski, acalorándose, te espetó:

— ¡Pero cómo eres, muchacho! A nosotros nos consta que eres del Komsomol, que estás en contacto con los guerrilleros. Nosotros somos comunistas, necesitamos encontrarlos a toda costa, si no los alemanes... —y Dneprovski hizo como si apretara un dogal imaginario alrededor del cuello...

Grisha quedó caviloso. Le dejamos reflexionar. Comprendíamos que la cosa era bastante ardua para él. En efecto, ni siquiera un bolchevique con mucha experiencia hubiera sido capaz de resolverlo de buenas a primeras. Además, según nos enteramos más tarde, la cuestión se complicaba porque el día anterior los guerrilleros habían ejecutado a un traidor en Priputni y roto, en el caserío de Petróvskoie, el precinto de una base, llevándose al bosque ocho sacos de harina... ¡Vaya uno a saber quiénes eran los forasteros! Si efectivamente comunistas o policías enviados por los alemanes...

— Mirad una cosa, camaradas... En Priputni vive el presidente del koljós, se llama Didenko. Ahora está en casa. Tal vez os diga algo... Es la tercera casa a la izquierda. Pero no ir directamente por la calle, sino por las huertas...

Dneprovski y yo reconocimos que Grisha obraba cuerdamente: en vez de decidir él solo un problema tan peliagudo nos enviaba a casa de un camarada de mayor experiencia. Yo recordaba el nombre de ese presidente y además lo conocía personalmente. Marchamos en la dirección indicada por Grisha.

Pero en Priputni tuvimos mala suerte. Didenko no estaba en casa; se había marchado el día anterior sin decir nada. Su mujer nos recibió cordialmente, incluso demasiado, hablándonos con una voz muy dulce. Pero no nos miró a los ojos, ni pronunció la palabra "camarada", ni cerró la puerta de la casa por dentro, ni nos invitó a sentarnos se veía que la intimidábamos.

Cuando salimos, le dije a Dneprovski.

— Estoy seguro de que nos toman por policías. ¡Qué situación más poco envidiable tienen esos policías! Pero es formidable lo bien que nuestro pueblo defiende a los guerrilleros. ¡Ni aunque les amenazáramos con pistola, dirían nada!

— Es probable que Grisha haya estado aquí para prevenirle. Y nosotros, dos viejos tontos, le hemos creído.

¿Qué podíamos hacer? Dimos unas vueltas por la calle del lugar y nos encaminábamos ya de nuevo hacia Petróvskoie, cuando, de pronto, vimos al lado de las caballerizas un grupo de gente. Fuimos allá, y entre los mujiks de la aldea descubrimos a Grisha, de pie al lado de su caballo, empapado de sudor. Le llamé y muy enfadado le dije:

— Pero, vamos a ver, ¿qué es lo que estás haciendo con nosotros? ¿Por qué nos mientes y nos engañas como si fuéramos tontos?

— Fusiladme, pero no sé nada —dijo Grisha con decisión en la mirada y hasta con mucha insolencia.

Miré al muchacho: por la expresión resuelta de su rostro, por el brillo de sus ojos comprendí que no diría nada aunque le amenazaran de muerte. Entonces tuve la sensación, clara y neta, de que era guerrillero y, además, de toda confianza.

Le susurré al oído:

— Soy Fiódorov, el secretario del Comité Regional, ¿comprendes? ¡Necesito ligarme hoy mismo con el jefe del destacamento!

Grisha me miró de pies a cabeza, una sombra de sonrisa animó su rostro, y después, con una seriedad exagerada, repuso:

— Yo, camarada Fiódorov, no sé nada. Pero si quiere vaya a ver al contable del koljós, Stepán Pogrebnói, tal vez él le diga algo.

— Bueno, pero si vuelves a engañarnos...

Naturalmente, nos volvió a engañar. No sé si el muchacho le habría advertido o si sería una casualidad, pero el contable no estaba en su casa... Su mujer nos dijo:

— Quizás quieran ver a Didenko, está en la escuela, hoy se celebra allí una reunión de stárostas. Ha llegado el burgomaestre del distrito y ha convocado a los stárostas de todas las aldeas.

Yo estaba furioso. Era el tercer día que andábamos dando vueltas sin conseguir nada. ¡No era cosa de salir al medio de la calle y ponerse a gritar que era Fiódorov y que me enseñaran el camino que conducía hacia los guerrilleros! Cuando no era preciso me encontraba con infinidad de gente que me reconocía, en cambio ahora... ¿Sería posible que mi aspecto hubiera cambiado tanto? Antes de la guerra había estado en Priputni más de cinco veces... ¿Sería posible que volviéramos a Petróvskoie sin haber logrado averiguar nada? Era hasta vergonzoso. De pronto acudió a mi mente una idea descabellada y de una audacia rayana en la temeridad a primera vista.

— Oye, Pável — dije a Dneprovski —. ¿Sabes? ... ¿Sabes, Pável? vamos a la escuela. ¡Sí, sí, a la reunión de stárostas! ¡Ocurra lo que ocurra! Allí de fijo encontraremos a alguno de los nuestros. Además, alguna vez tenemos que conocer al burgomaestre, saber quién es ese canalla.

Dneprovski tardó en responderme. Sus temores eran fundados: la empresa era arriesgada, en caso de fracasar poníamos en peligro a toda la organización regional.

— Como a usted le parezca, Alexéi Fiódorovich; si usted cree que no hay otro remedio... Yo, naturalmente, le acompañaré.

A mí me parecía que era necesario. En caso preciso recurriríamos a las bombas de mano. Teníamos cinco cada uno. Además, las pistolas: la de Dneprovski y las dos mías.


capítulo 2 parte 13, capitulo 3 parte 01, 02, 03, 04, 05, 06, 07, 08, 09, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16

libro 2 capitulo1 parte 01