"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL ACTUA parte 14 de 16

Recientemente he recibido como regalo un librito de versos en ucraniano de Stepán Maxímovich Shúplik. editado en Kíev: "Las canciones del guerrillero abuelo Stepán". Me encontré con la siguiente poesía:

UNA BUENA NOCHE

Era ya al anochecer;
nos gana el sueño cansino;
de las leguas del camino
son coma plomo los pies.
En la casita aldeana
un rincón para dormir
pedimos. De mala gana, la dueña no quiere abrir.

Le explico grave y austero
que el frío hiela en la calle
y le cuento con detalle
quiénes son los guerrilleros.
Mis versos digo en voz alta,
y se aplaca la mujer.

Lumbre en el horno resalta,
nos prepara de comer,
pone la mesa de pino
y nos invita a beber
un tibio vaso de vino.
Buena noche en la casita
junto a la estufa caliente.

A la mañana siguiente
la dueña a comer invita
sus rubios y tiernos panes.
Y al marchar nos incita:
"¡Matad a los alemanes! "

 

Estos versos describen un episodio auténtico acaecido en la aldea de Volovitsi.

Llegamos a esta aldea, según cuenta el poeta, cuando oscurecía. Estábamos helados, hambrientos y completamente rendidos, con un sueño que apenas podíamos tenernos de pie. Nos parecía que si nos sentábamos, seríamos ya incapaces de levantarnos. Llamamos en la primera casa que vimos al paso. La dueña entreabrió la puerta, y yo en el acto metí el pie por el resquicio. La mujer quiso cerrar la puerta y al tropezar con mi bota, se puso a chillar. Por la abertura nos llegó el olor a "borsch" y a pan recién sacado del horno y el maravilloso calor de una casa abrigada. Esto me animó, empujé la puerta y entré, seguido de mis siete compañeros.

¡Qué manera de gritar la de aquella mujer! ¡Como si fuéramos bandidos! Claro que ella precisamente nos había tomado por bandoleros, por asesinos. Tratamos de explicarle que solamente queríamos calentarnos y que no atentaríamos ni contra su vida ni contra sus bienes. La mujer permanecía sorda a nuestras palabras y seguía gritando como si la degollaran. Esto era particularmente desagradable porque, según noticias que teníamos, encontrábase en la aldea un destacamento de requisa alemán bastante considerable.

Los camaradas se descolgaron los automáticos —estaban cansados de llevarlos— y la dueña, creyendo que era una amenaza, calló inmediatamente. Sólo entonces comenzó a comprender lo que decíamos. Hablábamos por turno, explicándole quiénes eran los guerrilleros, cómo defendían los intereses del pueblo. De pronto, la dueña preguntó:

— ¿Por qué no os quitáis los abrigos?

Poco después nos ofreció "borsch" y cuando Stepán Maxímovich le recitó algunos de sus versos, la mujer, con los ojos empañados de lágrimas, dijo que también tenía aguardiente.

— ¿No queréis un poco para quitaros el frío?

Como veis, todo sucedió tal como lo relata el poeta. Pero Stepán Maxímovich se olvidó de un detalle muy importante. Como Dneprovski no bebía vodka, la dueña de la casa le obsequió con un licor preparado por ella. Esto era un indudable testimonio de que habíamos sabido ganarnos su simpatía.

Nos pusimos a hablar. La dueña de la casa era la mujer del ex presidente del Soviet rural; el marido no tardaría en regresar.

Nos contó que en el otro extremo de la aldea había alemanes; al decirlo nos miró con expectación.

Seguidamente ocurrió algo que el poeta relegó al olvido o que no supo poner en verso.

Eramos nueve personas. Según la dueña de la casa, los alemanes no serían menos de cincuenta, armados con fusiles automáticos y ametralladoras. Hubiera sido insensato atacarles con nuestras fuerzas, pero también era insensato no hacer nada.

— Los alemanes han puesto un bando —dijo la dueña de la casa—, para que mañana la aldea entregue 240 vacas y 80 lechones.

— ¿Dónde han puesto ese bando? —pregunté yo. Se me ocurrió la idea de dar un susto a los alemanes.

La mujer me explicó que los avisos estaban colgados en los postes, al lado de la ex oficina del koljós.

— ¿Sabéis una cosa, muchachos? —propuse yo a los compañeros—, vamos a escribir una orden.

Les expuse mi plan 'La dueña no acababa de comprender lo que nos disponíamos a hacer, pero nos dio gustosa papel y tinta. Ninguno teníamos sueño. Nos entusiasmamos y poco después la orden estaba lista y reproducida en diez ejemplares.

orden
DEL JEFE DEL EJERCITO GUERRILLERO
DE LA REGION DE CHERNIGOV,
TENIENTE GENERAL ORLOV
Chernígov, octubre de 7941

Tan pronto hube dictado el encabezamiento, la mujer, radiante de contento, preguntó: "¿Entonces, tenéis muchas fuerzas?"

Los invasores germano-fascistas, con ayuda de sus siervos, policías, kulaks, nacionalistas ucranianos y demás canalla, saquean al pueblo ucraniano, imponen contribuciones a los campesinos en trago, ganado, patatas y demás productos.

Con el fin de acabar con este pillaje de los invasores fascistas y de sus siervos,- o r d e n o:

1. Prohibir categóricamente a todos los ciudadanos entregar trigo, ganado, patatas y demás productos en concepto de contribución a los invasores alemanes.

2. Las personas que infrinjan esta orden y lleven trigo, ganado, patatas y demás productos a los invasores germano-fascistas serán castigadas con la dura mano revolucionaria, como viles traidores a la Patria soviética.

3. Los jefes de los destacamentos guerrilleros establecerán puestos secretos en los caminos que conducen a los puntos de acopio.

4. Los stárostas y los policías que cumplan las disposiciones de los saqueadores alemanes respecto a la contribución (de trigo, ganado, patatas, etc.) serán inmediatamente aniquilados con su nido de víboras.

¡Camaradas campesinos y campesinas! ¡Ni un kilo de carne, de trigo, de patatas ni de ningún producto para los saqueadores germano-fascistas!

* * *

La mujer no encontró clavos ni tampoco tenía cola. Nadia Beliávskaia descubrió en el poyo de la ventana una cajita de agujas de gramófono; decidimos utilizarlas. Inmediatamente después de la cena Vasia Zubkó y Plevako, acompañados de la dueña de la casa, salieron para quitar los avisos y bandos alemanes y en su lugar poner los nuestros.

La dueña nos instaló cómodamente a todos. Dneprovski, que sufría de reuma, se acostó en la estufa. Dormimos perfectamente. La mujer nos despertó al amanecer. Su marido había regresado ya y nos aseguró que en Volovitsi no había quedado ni un alemán: habían huido todos.

Debemos confesar que no contábamos con este resultado cuando escribíamos nuestra orden. Queríamos demostrar simplemente que los guerrilleros estaban alerta. El resultado era sorprendente. Eso quería decir que el enemigo no se sentía muy seguro en tierra soviética.

Es cierto que el dueño de la casa nos dijo que al frente del destacamento de requisa había un intendente esmirriado y cobarde. En cuanto le informaron de la "orden", empezó a agitarse y a correr de un lado para otro, diciendo que el servicio de información le había comunicado hacía tiempo que se aproximaba un numeroso grupo de guerrilleros.

Por la mañana nos dieron muy bien de comer y el dueño nos acompañó hasta la orilla del río Diesná, señalándonos un paso estrecho y helado por completo. Nos explicó también el camino más corto para llegar a la aldea de Reimentárovka del distrito de Jolm.

— ¡Hasta la vista, camaradas! —dijo al despedirse—. En Reimentárovka hay gente que conoce a Mikola Napudrenko...

No sé por qué muchos campesinos deformaban así el apellido de Nikolái Nikítich Popudrenko.

Siento mucho haberme olvidado del nombre del hospitalario matrimonio de Volovitsi. Tanto ella como él eran indudablemente verdaderos ciudadanos soviéticos.

Allí, a orillas del Diesná, debían abandonarnos los dos guerrilleros de los automáticos; en esta parte comenzaban unos bosques bastante espesos, donde era fácil esconderse y podríamos pasarnos sin ellos. Al despedirse de nosotros, uno de los guerrilleros me dijo que quería hablar conmigo a solas.

* * *

Nos apartamos a un lado, metiéndonos entre unos matorrales. El camarada tardó en comenzar y tuve tiempo de examinarle detenidamente. Confieso que aunque habíamos hablado y llevábamos juntos tres días, no me había fijado atentamente en nuestros acompañantes. Eran dos guerrilleros, uno más joven que el otro. Ahora, intrigado, lo examiné con atención.

Tenía delante de mí un hombre de mediana estatura y entrado en años, envuelto en abrigo de paño, evidentemente hecho en la ciudad. En el arco de la nariz señales de haber llevado gafas. Recordé que durante el camino le había visto cambiarse frecuentemente de hombro el automático. A juzgar por su aspecto era un hombre de ciudad, de trabajo intelectual. "Querrá quejarse seguramente de la dirección del destacamentos' —pensé.

— Camarada Fiódorov —comenzó el hombre con voz insegura, aunque en tono que pudiéramos llamar oficial—, me dirijo a usted como a un diputado del Soviet Supremo, miembro del Gobierno. Como me pueden matar...

— ¿Quién? ¿Por qué?

— Los alemanes o los nacionalistas ucranianos... estamos en guerra.

— Sí, eso es verdad, puede ocurrir —me vi obligado a reconocer—. Le ruego que sea breve. Como ve, no tengo despacho y no tenemos donde encerrarnos. Cuénteme su secreto.

Entonces el hombre se dio prisa; desabrochóse el gabán y, levantando uno de los faldones, descosió con un dedo el forro y sacó un paquete plano, bastante voluminoso.

— Tome —dijo tendiéndome el paquete—. Aquí hay veintiséis mil cuatrocientos veintitrés rublos. Ese dinero pertenece a la Oficina forestal de la industria de la carne y de la leche. Es el dinero que había en caja el día que evacuamos de Kíev. Soy el jefe contador, me llamo...

Yo apunté el nombre de este camarada, pero perdí aquellas notas; cosa no difícil en tres años de vida guerrillera.

Después de haberse presentado, el contable continuo.

— Yo evacué con un grupo de colaboradores, pero en el viaje nos bombardearon el tren y quedamos cercados. Después... ¡Cuánto he sufrido hasta llegar al destacamento! Le suplico que acepte este dinero, en estas condiciones no puedo tenerlo conmigo. Este dinero pertenece al Estado, yo no tengo caja de caudales ni siquiera una maleta, y además, me pueden matar...

— ¿Pero por qué no lo entregó usted al jefe del destacamento? Si a usted le hubieran matado o simplemente herido, los compañeros hubiesen mirado sus cosas... y habrían podido tomarle por un merodeador.

— ¡Eso es lo que quiero evitar! Pero, camarada Fiódorov, no puedo entregar ese dinero al jefe. Hay que firmar el recibo y él no tiene facultades..

— Oigame, camarada contable, lo único que no comprendo es por qué ha hecho usted de esto un secreto. Lo natural hubiera sido lo contrario; hacerlo delante de testigos...

— No, la suma es importante, no conozco a la gente y las circunstancias son poco propicias.

— Bueno, venga el recibo. ¿Dónde tengo que firmar?

— Aquí, pero, por favor, cuente antes el dinero.

— ¿Para qué? De todas formas quemaré ahora mismo estos billetes.

— Pero debe usted contarlos antes, camarada Fiódorov. No tiene por qué fiarse de mi.

— A usted le han confiado algo más valioso. Le han confiado un arma y la guardia de unos hombres. Veo que es usted un hombre honrado. ¿Para qué vamos a perder una hora o quizás más en contar papeles?

- Camarada Fiódorov —exclamó el contable; la irritación sonaba en su voz—, le comprendo, pero no puedo proceder de otro modo. Llevo treinta y dos años manejando dinero como cajero y contable...

Me encogí de hombros, suspiré y me puse a contar. Naturalmente no faltaba ni un kopek. El cuadro que formábamos debía de ser bastante peregrino. A orillas de un río helado, en medio de unos matorrales cubiertos de nieve, dos hombres, sentados, estaban contando un fajo de billetes.

Después los quemamos y me calenté los dedos a la llama de esta original hoguera: se me habían helado contándolos.

Los camaradas que nos esperaban también estaban ateridos. Sobre todo Zubkó y Plevako. Inquietos por mi larga ausencia, se arrastraron sobre la helada tierra hacia el lugar donde nos habíamos ocultado.

— Como tardaba tanto en volver —explicó Plevako—, pensamos que... pero cuando le vimos contando dinero, nos tranquilizamos.

El contable le miró con asombro, sin comprender esa indiferencia ante el dinero. Al despedirnos, me estrechó fuertemente la mano.

— ¡Gracias, camarada Fiódorov! Ahora me sentiré con mayor libertad, combatiré mejor.


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