"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL ACTUA parte 11 de 16

Guz estuvo haciendo el payaso una hora y media por lo menos. Por fin pasé del histerismo patético al aspecto "práctico". Dijo que era necesario reparar los puentes y caminos, que todos se registrasen en la alcaldía, que los aptos para el trabajo no se ausentaran de la aldea sin permiso. Se indignaba porque en la escuela primaria no habían comenzado aún los estudios.

— Tenemos programas y planes de estudios, mañana hay que comenzar.

Alguien pregunté ingenuamente:

— ¿Mañana? ¡Pero si es fiesta, es 7 de Noviembre!

Guz, poniéndose como la grana, saltó:

— ¿De qué fiesta hablas? ¿Qué agitación bolchevique es ésa?

No hubo detenciones ni disparos. Pero Guz aprovechó esta circunstancia para hablar otros quince minutos.

Cuando terminé la reunión, Guz nos hizo una seña a Dneprovski y a mí, y nos presentó a Didenko.

— Este ciudadano os instalará para pasar la noche.

Cuando Dneprovski y yo salimos de la sala, nos rodearon en apretado corro unas diez personas. En el oscuro pasillo no podíamos distinguir quiénes eran los que nos rodeaban tan estrechamente. Sólo cuando salimos a la calle lanzamos un suspiro de alivio. Resultó que era una guardia voluntaria.

Nos repartimos en grupos de dos o tres. Una hora más tarde estábamos reunidos, pero no en casa de Didenko, como pensábamos primero, sino en un extremo de la aldea, en una casa abandonada, donde vivían entonces dos pastores uzbekos.

Eran dos soldados del Ejército Rojo a quienes se había encargado, durante la retirada, de guardar un rebaño bastante considerable de vacas y ovejas. Pero fueron cercados y quedaron en la retaguardia. Llevaban un mes y pico vagando por los bosques del distrito de Ichnia. Los alemanes responsabilizaron del ganado al stárosta de Priputni. Pero los soldados convertidos en pastores no siempre dormían en la aldea, y el rebaño que se les había confiado, disminuía poco a poco.

— En el bosque hay un jefe, un buen jefe —me explicó sonriendo uno de ellos—, ¡En el Uzbekistán no hay lobos, en cambio aquí hay muchos! —decía con cómica seriedad

Los pastores me prometieron ponerme en contacto al día siguiente a través de Didenko con el jefe del bosque y con los "lobos"

En la casa de los pastores uzbekos se congregó la mitad por lo menos de los hombres que asistieron a la reunión de Guz. Aquí no parecían los mismos: hablaban con animación, con sencillez y libertad. ¡Cuánto lamenté no haber sabido entonces, en la escuela, la cantidad de buena gente con que podíamos contar! Allí mismo hubiéramos podido liquidar a Guz y a sus guardianes. Pero su suerte estaba ya decidida desde aquel momento. Montamos una estrecha vigilancia alrededor de Guz, de Fediuk y del stárosta de la nariz roja.

Aquella misma noche, Dneprovski y yo regresamos al caserío de Petróvskoie, a reunirnos con nuestros camaradas. Didenko se puso de acuerdo con nosotros para recogernos al día siguiente y de ningún modo más tarde del 9 de noviembre, en el caserío, en casa de Grisha el guarda, y conducirnos al destacamento.

Ahora comprendimos claramente que Grisha, como otros muchachos, nos había estado despistando y tomando el pelo: todos recelaban de nosotros. En las aldeas la gente conspiraba ya por su cuenta. Había mucha gente vagabundeando: los campesinos comprendían que la mayoría de ellos eran soviéticos, de confianza, pero era difícil conocerlos a primera vista. Por eso estudiaban detenidamente a cada uno. Más tarde supimos que en las aldeas, estrechamente ligadas con los guerrilleros, se informaba al jefe del destacamento o al comisario de cada nueva persona que aparecía, y con mayor razón si se trataba de todo un grupo.

* * *

Ahora, una vez aclaradas las cosas, creíamos que no habría más obstáculos y que al día siguiente, aniversario de la Gran Revolución de Octubre, estaríamos en el destacamento. Tal vez hubiera allí un aparato de radio y pudiésemos oír a Moscú y pasar la fiesta entre nuestra gente.

Cuando regresamos "a casa", es decir, al caserío de Petróvskoe, la mesa de la viuda estaba ya terminada. Pável Lógvinovich había comenzado a tallar las patas. Era preciso dar una impresión de trabajo.

A la mañana siguiente nos dedicamos a reparar nuestro calzado. Todos teníamos los zapatos y las botas hechos una calamidad. Pero lo importante era hacer tiempo hasta que llegara Didenko.

Observamos, entre otras cosas, que aquel día la gente salía poco a la calle. De vez en cuando, los chiquillos. Tanto las niñas como los niños iban limpios. Nadie trabajaba. No hubo manifestación, pero todos celebraron la fiesta; esto, por si solo, era una manifestación. La patrona nos contó, que incluso en las casas donde trataban a las autoridades alemanas con temor o servilismo, no se trabajaba este día para no indisponerse con la mayoría del vecindario.

Nosotros también organizamos un pequeño banquete reunidos en torno a la mesa nueva. Nadia y la dueña de la casa hicieron un "borsch" grasiento y consiguieron no sé dónde cerveza casera y vino de remolacha. Cuando estábamos comiendo, llegó el hombre que nos había preguntado de dónde éramos y qué pensábamos hacer.

También él había estado en la reunión convocada por Guz.

— Es hora ya de que os vayáis — nos advirtió severamente—. Lleváis aquí unos días y basta.

Después nos explicó:

— Han pasado tres jinetes. Uno era el policía del distrito, otro, aunque llevaba ropa de campesino, era alemán, y el tercero era el bandido de Fediuk. Me parece que se disponen a hacer una de las suyas.

Y en esta situación, Didenko sin aparecer, y Grisha ausente también, pues había marchado, probablemente, a enlazar con el destacamento. Era imposible continuar allí. Dimos las gracias a la dueña de la casa y nos dirigimos al próximo caserío, a Glújovschina, sito a una legua de allí, dejando el encargo de que Didenko nos fuera a buscar.

No nos atrevimos a ir por el camino. Seguimos unos senderos y nos metimos en un sitio tan intrincado que a duras penas logramos salir de los pantanos. Pasamos toda la tarde y parte de la noche vagando por aquellos parajes. Transidos de frío, mojados y sucios, nos caíamos de cansancio. Hasta el día siguiente por la mañana no llegamos a Glújovschina. Pero esto, después de todo, fue Una suerte.

Amanecía y vimos entrar en el caserío a un numeroso grupo de jinetes. Al instante oímos tiros y exclamaciones en alemán. Lo más probable era que aquel destacamento hubiera salido en nuestra persecución.

Volvimos a adentramos en el bosque. Poco después tropezábamos con un ferrocarril de vía estrecha abandonado. Comenzaba en el caserío de Petróvskoie, pero ignorábamos a dónde conducía. Mas no podíamos elegir. Como a nuestro alrededor sólo había pantanos y charcos, decidimos seguir por el terraplén.

Vasia se adelanté para reconocer el terreno. Poco después regresó desde la curva.

— Viene un jinete solitario — advirtió.

Nos ocultamos entre unos matorrales. Cuando el caballo pasaba junto a nosotros, saltamos de nuestro escondite. El jinete, sorprendido, levantó los brazos. Y aunque iba vestido de campesino, comenzó a balbucear inmediatamente en alemán. Lo hicimos bajar del caballo, le desarmamos y nos apartamos a un lado con él, llevándonos también la montura.

— Thaelmann, Thaelmann —repetía el alemán.

Pero cuando le quitamos las prendas que llevaba por encima, "su piel de ovejita", y le pusimos los cañones de las pistolas sobre los distintivos SS que se veían en el cuello, dejó de repetir el nombre de Thaelmann y cayó de rodillas.

En la situación que estábamos era arriesgado disparar. Recordé el consejo del chófer norteño: "A veces, camarada comisario, más vale hacerlo calladito".

Por primera vez, durante todo mi viaje, monté a caballo. Lo lógico es que me hubiera agradado, pero el caballo, desgraciadamente, relinchaba sin cesar e intentaba tirarme. Tuve que desistir. Vasia Zubkó y yo llevamos el caballo a la profundidad del bosque y lo atamos a un árbol: tal vez nos sirviera más tarde.

Veinte minutos después estábamos de regreso en el lugar donde habíamos dejado a nuestros compañeros. Pero alrededor de la hoguera no vimos a tres personas, sino a cinco. Si no hubiera sido por el pañuelo de Nadia hubiese creído que no eran ellos. Nos acercamos. Con nuestros compañeros estaban dos mozos más con un gran saco cada uno. Los sacos rezumaban humedad; seguramente contenían carne.

Empezamos una conversación un tanto extraña.

— ¿Quiénes sois?

— ¿Y vosotros quiénes sois?

— Nosotros volvemos del frente.

— Lo mismo que nosotros.

— ¿Qué hacéis por aquí?

— Y vosotros, a qué habéis venido aquí?

Les escuché un buen rato y, por fin, cansado de aquellas interminables preguntas, dije sacando del bolsillo mi pistola y colocándola en la palma de la mano.

— ¡Mirad quiénes somos nosotros! ¿Conocéis a Sichov? (Sichov era el jefe del destacamento de guerrilleros de Ichnia).

— Conocemos a Sichov.

— ¿Y a Popkó? (era el secretario del Comité de Distrito de Ichnia).

— Sí, también, pero ¿de dónde conocéis vosotros esos nombres?

— Yo soy Fiódorov, ¿habéis oído ese nombre?

Seguían sin creerme. Tuve que describir con todos los pormenores posibles al jefe y al comisario. Además recordé un detalle que hizo reír y convenció definitivamente a los camaradas. Sichov tenía la cómica costumbre de repetir a cada momento "muy bien, muy bien".

— Camarada Sichov, la vaca de su vecino ha reventado.

— Muy bien, muy bien.

— Camarada Sichov, su mujer se ha puesto enferma.

— Muy bien, muy bien.

Cuando conté este detalle a los muchachos, no vacilaron en reconocer que éramos de los suyos. Permanecimos un poco más al lado de la hoguera. Vasia Zubkó fue en busca del caballo alemán y después asamos un trozo de carne del saco de nuestros nuevos camaradas en un asador improvisado. Repusimos fuerzas, descansamos y seguimos caminando por las intrincadas sendas guerrilleras.

* * *

Más tarde vi decenas de destacamentos y unidades guerrilleras, pude compararlos y formarme una opinión de cada uno de ellos. Pero el 9 de noviembre de 1941 era la primera vez que tropezaba con un destacamento guerrillero en acción, con aquel original grupo de hombres.

Los últimos días nos habíamos fatigado mucho, estabamos verdaderamente rendidos. Atravesamos pantanos casi intransitables. Pasamos hambre y frío. Teníamos las ropas empapadas. En cuanto entramos en el terreno ocupado por el destacamento, tanto mis compañeros como yo nos sentimos por primera vez seguros. Podíamos "dar suelta a los nervios", es decir, no tener que estar a cada momento ojo y oído avizores, no mirar con desconfianza a cada persona. Ahora nos encontrábamos entre nuestros camaradas, entre gentes que contaban con una defensa armada, que tenían su orden interior y sus leyes.

Así, pues, nuestra tensión nerviosa disminuyó; y hay que tener en cuenta que eran casi sólo los nervios los que nos mantenían. Nos acometió un apremiante deseo de descansar, de lavarnos, de dormir de verdad. Los guerrilleros nos recibieron cariñosamente, ¡qué digo cariñosamente! Nos acogían con entusiasmo, nos abrazaban, nos besaban, nos sacudían largo tiempo las manos. Todos se disputaban por llevarnos a su cabaña. Encontramos muchos conocidos; la sinceridad de sus sentimientos no dejaba jugar a dudas. Pero...

Sí, existía también un "pero". Hubo que moderar un poco el entusiasmo de nuestros amigos, emplear otro tono, tomar aire de jefe, por decirlo así. He descrito ya con bastante detalle el aspecto que yo ofrecía; cuando llegué al destacamento mis ropas estaban más destrozadas aún y al lector le parecerá cómico, seguramente, que con aquella facha "tomara aire de jefe". Pero esto era imprescindible y he aquí por qué:

Yo había ido al destacamento de lchnia no para descansar ni para sentirme seguro desde el punto de vista personal. Independientemente del aspecto que tuviera, o de la necesidad de conservar mis fuerzas, no estaba autorizado a olvidar ni por un instante mis obligaciones. No temo ser mal comprendido. Cualquiera que haya sido jefe sabe lo que quiero decir.


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