"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL ACTUA parte 4 de 16

 

UN CUARTO DE SIGLO DESPUES

Y ahora recuerdo cómo, a medida que se fue liberando nuestro territorio de las hordas fascistas, centenares y miles de comunistas clandestinos hacían todo lo posible por volver cuanto antes al lugar donde habían enterrado o emparedado sus carnets del Partido de antes de la guerra. Y esto lo hacían decididamente todos, desde el soldado raso hasta el oficial, y los funcionarios del Partido de toda categoría. Lo cierto es que muchos podían pasar sin esto. Su pertenencia al Partido no era algo formal, pues estaba confirmada con hazañas y heridas, con la lucha consecuente y sin cuartel contra los invasores, las fuerzas de castigo y los bandidos, todo género de alimañas policiales. Camaradas condecorados repetidamente con órdenes y medallas, conocidos por el pueblo y el Partido, sin grandes dificultades podrían recibir un nuevo carnet del Partido conservando sus años de antigüedad y todos sus derechos. Algunos incluso los recibieron. Pero de todos modos, viajaban en avión, en tren o marchaban a pie para recuperar tan sólo su documento del Partido que tenían antes de iniciada la guerra. Y en el caso de que el escondite hubiera desaparecido —se hubiera quemado, podrido, hundido o robado—, entonces se sentían muy mal, hasta se puede decir que sufrían de verdad.

También sufrí yo.

A lo mejor fue en vano, pero sufrí.

En abril de 1944, después de que se desmovilizaran nuestras fuerzas guerrilleras, a mí y a otros camaradas nos llamaron a Kíev para que confeccionáramos un documento detallado de las acciones de los Comités Regionales clandestinos de Chernígov y Volyñ. Se nos dio un plazo muy limitado y estaban prohibidas todo tipo de salidas o viajes, aun por las causas más respetables. Nuestro grupo trabajaba en el local del CC del PC (b) de Ucrania, donde nos dejaron una habitación. Era un cuarto tranquilo, silencioso y caliente. Desde la ventana veíamos la ciudad destruida: las ruinas de los edificios derruidos, montones de cascotes de ladrillos, vigas carbonizadas... Pequeños grupos de personas vestidas de cualquier manera —nuestra gente soviética—, con palas, picos, barras trabajaban sobre las montañas de cascotes, parecían buscar algo, iban cambiando las cosas de un sitio a otro... Parecía que hicieran un trabajo absurdo. ¿Acaso es posible con unas fuerzas tan ridículas restablecer o al menos ordenar esta montaña de ruinas que nos ha dejado el cruel enemigo?

Un día me vino a la cabeza una idea que expuse a Pável Dneprovski:

— ¿No te parece a ti, Pável, que toda esta gente está hurgando entre las ruinas con la esperanza de encontrar su pasado?

El se encogió de hombros y farfulló algo: la disciplina no permitía digresiones líricas. Había que escribir, confirmar nuestra actividad, componer el sistema de la actividad política y militar de tres años en la retaguardia del enemigo. Escoger los documentos, seleccionar, distribuir en el tiempo, recordar la serie de batallas, hazañas, logros y fracasos... Y a pesar de que hacíamos todo lo posible por recordar el mayor número de detalles, aportábamos los planes de las operaciones, enumerábamos decenas y centenares de soldados y jefes, el informe nos salía seco, sin alma, como de encargo.

¿Por qué?

Ninguno de nosotros era escritor, historiador o cronista. Es cierto que nos mandaron unas mecanógrafas y estenografistas, llamábamos uno tras otro a los guerrilleros que teníamos a mano de nuestras fuerzas y éstos explicaban cosas. A pesar de que comprendían que este informe era un documento de Partido y hacía falta ser exactos, sopesar cada una de las palabras... había algo que les molestaba, se angustiaban, escuchaban mal y respondían de cualquier manera.

Me acuerdo de que un compañero explicaba así su mala pata:

— Hay un silencio desacostumbrado, Alexéi Fiódorovich... Y además tenemos el alma descompuesta. Todavía no ha llegado la paz, mientras que en tiempo de guerra el silencio es como un mal sueño. Por fuera parece que está tranquilo, pero los nervio están demasiado tensos, están tensos al límite...

— Pero, en tu caso personal, ¿sabes cuál es la causa?

— En mi caso la razón es la falta de identidad. De la mía propia, no sé cuál es...

Era una respuesta extraña. Pero para aquellos tiempos, aunque no fuera nada clara, era pero que muy justa.

Me pasaba lo mismo a mí, me había desacostumbrado del todo del silencio, la tranquilidad y de los locales calientes. Parecía que tendríamos que estar contentos, que deberíamos ocuparnos de los asuntos que el Partido nos exigía. Acabaste de luchar, pues ahora informa de lo que has hecho. A mí ya me habían informado de que de un momento a otro me iban a enviar a trabajar a una de las regiones liberadas. La familia estaba entera y sin problemas, había vuelto de la lejana Orsk a Chernígov, en lo material no estábamos mal... ¿Qué era entonces lo que me faltaba?

Yo también sentía, y además de forma muy aguda, esta "falta de identidad". Era un general con todo su uniforme, con las hombreras puestas, no estaba enfermo,, no me habían herido, pero, de todos modos, no era un general de verdad, sino de los guerrilleros. Se acabó en nuestra Ucrania la guerra de guerrillas. Ya era hora de ponerse a reconstruir lo destruido. Pero, de momento... las órdenes eran escribir el informe.

"¡Qué le vamos a hacer, órdenes son órdenes! " —me decía a mí mismo y al pensarlo suspiraba pesadamente. Nadie me ha ofendido, ni me ha ignorado, allí están las condecoraciones: dos Estrellas de Héroe de la Unión Soviética adornaban mi pecho... Pero, de todos modos, faltaba algo.

— ¡Pável! —le di un codazo una tarde a mi viejo amigo de guerrilla que no separaba los ojos de un papel en blanco—. Veo que no to sale nada. Dime sinceramente, ¿qué te recuerda toda esta gente que busca no se sabe qué entre las ruinas de las casas? ¿No dices nada? Pues te lo diré yo: se alza en tu imaginación la misma casa donde entre los ladrillos se esconde...

Pável Vasílievich Dneprovski era uno de los hombres más tranquilos de la clandestinidad. Pero aquí ya no aguantó mas:

— ¡Por qué no para de enredar, de fastidiarme, como si fuera un niño! Si no hubiera sido por usted, no habría escondido mi carnet y lo hubiera entregado en el destacamento donde me lo hubieran guardado en la caja fuerte... Gracias a los cuidados de su señoría voy por el mundo ahora como perro escaldado.

— No te enfurezcas, Pável, lo mismo me pasa a mí...

Mirando a la gente de la calle con sus barras de hierro no podía abandonar el recuerdo de que en algún rincón de las Lísovie Soróchintsi, del distrito de Málaia Dévitsa, en el huerto de Iván Simonenko están enterrados mis auténticos documentos: el carnet del Partido, los certificados de ser miembro del CC del PC (b) de Ucrania, diputado del Soviet Supremo de la URSS y de la RSS de Ucrania, mi primera orden de Lenin...

¿Qué es lo que en realidad no me dejaba tranquilo y me mantenía en este estado de confusión? Nadie dudaba de mis méritos de guerra, al local del CC me dejaban pasar sin pedirme los documentos. Pero… no tenía mi carnet del Partido. Y esta circunstancia, al parecer sin importancia, me molestaba, no me dejaba tranquilo y no había manera de concentrarse. Había que escribir, dictar, elegir las órdenes más significativas e importantes, informaciones, directivas, mientras que yo... pensaba, pensaba y pensaba. Pero no eran exactamente pensamientos lo que llenaba mi cabeza, sino un estado de intranquilidad. Como si yo no fuera el mismo, hubiera perdido el pasado y no encontrara mi sitio.

Al fin no pude más, pedí que me recibiera el secretario del CC camarada Korótchenko:

— Demián Serguéievich, le ruego que me dé un permiso aunque sea de una semana. Tengo que ir, sea como sea, a la región de Chernígov.

— ¿Por qué? ¿No se encuentra bien? ¿Se ha puesto enferma su mujer?

— No. La cabeza no me funciona, tengo el alma dolorida. Quiero acercarme a Lísovie Soróchintsi, para desenterrar mi carnet del Partido... y otros documentos. Korótchenko frunció el ceño:

— ¿Qué fantasías son esas, camarada Fiódorov? Me parece que todas sus cosas están en orden, ¿no? Lo conocemos bien, de su pertenencia al Partido nadie tiene ninguna duda. Si el escondite está entero, sus documentos no irán a ninguna parte. Acabe su trabajo, entréguelo y luego vaya a buscar sus papeles. Usted mismo sabe que sobre esta cuestión hay unas instrucciones del CC del PC(b): un informe resumen de las actividades de los guerrilleros y de la clandestinidad de Ucrania que tiene que enviarse no más tarde de finales de mayo. Además, en el Secretariado del CC del PC(b) de la URSS se está analizando la cuestión de adónde y con qué cargo enviarle... Por tanto no puede ir a ninguna parte.

Pero yo insistía obstinado:

— ¡Demián Serguéievich, si no puede ser una semana, déjeme ir tres días! … Imagínese que su carnet del Partido está bajo tierra en alguna parte. Y además, no sólo es el carnet del Partido, sino todos los documentos... Es primavera, se está deshaciendo la nieve, llueve mucho...

Korótchenko, que por lo general se dominaba muy bien, en esta ocasión se levantó y dijo con tono irritado:

— Camarada Fiódorov, algo les pasa a sus nervios. Le conozco desde hace muchos años, me he visto con usted en lo más profundo de la retaguardia enemiga, pero nunca lo he visto así...

Yo también me levanté:

— ¡Si no pueden ser tres, me las arreglaré con dos!

— Pero, compréndame, camarada Fiódorov, yo no tengo derecho a contravenir las decisiones tomadas por el Partido. El Primer Secretario no está en Kíev. Tiene una entrevista con el Jefe Supremo del Ejército. O sea que no puedo darle permiso, vaya usted adonde vaya, si no es llamando a Moscú. —Korótchenko alargó la mano hacia el teléfono del Gobierno y me lanzó una mirada, esperando que yo me negara.

Pero ya no le dejé escapar:

- ¡Llame!

— ¿Y qué digo?

—Que el secretario del Comité Regional del Partido Fiódorov no puede trabajar hasta que no desentierre sus documentos del Partido. Dígale que, desde el día en que hubo posibilidad de recuperarlos, estoy como fuera de mi piel. Y que le pido para este asunto dos o tres días.

No sé qué es lo que leyó en mis ojos Korótchenko. Pero de pronto cambió de expresión, sonrió abiertamente y después de estirar la mano, me dijo:

— Pase por la mañana. Consultaré con los camaradas.

Al despedirme de él le dije:

— Dneprovski está en la misma situación que la mía, con la diferencia de que la orden de esconder su carnet del Partido salió de mí. Le ruego que también le deje ir.

Pasé la noche sin poder dormir. Yo sabía lo que es el orden. Korótchenko no exageraba, en aquellos tiempos no estaba en su poder darme permiso.

A las diez de la mañana del día siguiente me llamaron al despacho de Demián Serguéievich. Y éste me dijo:

— He llamado a Moscú por diversos asuntos. Pero he informado también de su petición. Se le ha dado permiso para ausentarse dos días. Estamos muy mal con los coches. He encargado de que usted viaje a Chernígov en un U-2. Usted y Pável Dneprovski. En adelante tendrá que seguir su camino en tren... ¡Buen viaje!

No me enteré con quién habló Korótchenko de mi asunto y, claro está, tampoco lo pregunté. Lo importante era que mi petición no se tomó como un capricho.

Al cabo de dos horas de esta conversación con el secretario del CC, Dneprovski y yo aterrizábamos en Chernígov. Seguimos nuestro camino en tren acompañados de dos secretarios del Comité Regional, no hace mucho guerrilleros — Korotkov y Kúrochka.

Como ya he dicho, mí familia, la mujer y las hijas, habían vuelto a Chernígov. Además, decenas de amigos de combate hubieran querido verse conmigo. Y yo, claro, me alegraría de verlos. Pero el plazo que se me dio era tan breve que tiré por la borda todo sentimentalismo y al instante me dirigí a la estación de tren. Allí nos prepararon un autocarril de reparación, lleno de alquitrán. En aquellos tiempos era imposible viajar en coche por carretera... Lamenté mucho haber salido de Kíev con mi uniforme de general y las dos Estrellas de Héroe de la Unión Soviética. Fuéramos a donde fuéramos, en seguida se formaba una muchedumbre, todos querían que dijera algo, que bebiera. Nos traían alcohol, vodka casera, algún mejunje pestilente. No sé por qué, pero todo el mundo parecía conocerme, desde el jefe de la estación hasta el engrasador y el guardagujas. Todos me felicitaban, querían brindar. Me imagino en qué estado hubiera llegado al lugar donde me dirigía si respondiera a todos los brindis y bebiera todo lo que se me ofrecía. Lo que más temía es que se presentaran mi mujer y las hijas. ¿Cómo podría explicarles que no tenía ni un segundo para ellas? … Nunca, ni antes ni después, me alegraba que en los trenes no hubiera un horario preciso. Pero en eso se demostró que no existía un transporte regular ni de pasajeros ni de mercancías. Nuestro autocarril se puso en marcha fuera de todo gráfico.

Paso por alto muchas pequeñas aventuras. A Málaia Dévitsa llegamos al atardecer. Nos pusimos en la vía muerta. Estábamos contentos de que nadie nos saliera a recibir. Lo único que necesitábamos era llegar a tiempo; el chófer de Kúrochka nos encontró fácilmente. De Málaia Dévitsa salimos dando saltos con el coche por el camino vecinal: en todas partes las carreteras estaban destruidas.

En Málaia Dévitsa nos despedimos de Dneprovski. Pável se dirigió a pie hacia la aldea Zhóvtnevo, que se encontraba a unos quince kilómetros. Nos pidió que no nos marcháramos sin él.

Cuando ya oscurecía llegamos por fin a la aldea que estaba medio destruida. Nos acercamos a la casa de adobe donde hacía más de tres años había pasado yo casi medio mes. Salió corriendo a nuestro encuentro la dueña de la casa, la abuela Matriona —así la llamaban todos ahora—, se la veía mucho más vieja. Yo la reconocí, y ella a mí. Se me lanzó al cuello. Entramos en la casa... Como en aquellos tiempos, todo estaba limpio, había un ambiente acojedor, hasta me costaba creer que en el primer año de la guerra, yo, medio vagabundo, medio secretario del Comité Regional del Partido, viví aquí, aquí pensé en qué hacer y recuperé fuerzas... La anciana en seguida se puso a preguntarme por su hijo. ¿Qué podía decirle yo? En Kíev me enteré que parecía habérsele tragado la tierra, que no estaba en las listas de ninguna unidad militar. Hacía tiempo estaba entre los desaparecidos.

Lísovie Soróchintsi es una aldea junto a un bosque. También antes estaba alejada y medio vacía. Ahora ¡cuántas casas se vieron abandonadas, cuántas ardieron! Me costaba reconocerla: estaba tan emocionado que no prestaba atención a nada, besé a la dueña, pero en realidad no dejaba de pensar en lo mismo: ¿encontraré o no mis documentos? Tenía un único deseo: armarme de una pala y ponerme a cavar en el huerto.

Entre tanto nos llegaba una música que sonaba por toda la aldea. Alguien tocaba en un acordeón, otros cantaban, eran voces jóvenes. La anciana me informó de que la juventud estaba celebrando una boda. Estaba sollozando sobre mi hombro recordando cómo llegué hecho un pordiosero harapiento con su hijo Iván, y ahora había vuelto, pero Vania no estaba. ¿Dónde estará? —

Ya aparecerá Iván —decía yo sin creerme nada lo que decía.

En el aposento se movían Korotkov y Kúrochka sin saber adónde meterse.

La vieja lloraba y yo intentaba consolarla. Ella, sin creer en mis frases de consuelo y esperanza, se puso a poner la mesa para recordar la memoria de su hijo. De alguna parte apareció un mantel, alguna vajilla, tazas, escudillas, botellas de vodka casera, gelatina, copas y cuchillos. Ante las ventanas se amontonaba la gente, pero ella no invitó a nadie.


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